Los muertos también lloran

Coronavirus Spain

Aunque sé que este mal sueño no es pasajero y que por desgracia nos acompañará muchos, demasiados días o meses más, quisiera dedicar mi trabajo de reflexión a todas aquellas personas que han perdido la vida a causa de esta pandemia llamada coronavirus, aunque luego, para pretender endulzar o disimular tan escabrosa palabra, se adoptó su nombre técnico, COVID-19, para definirla.

No quisiera entrar en disquisiciones sobre el origen y la extensión del brote del que mucho se tardó en declarar como pandemia por no asustar a la población; pero, sobre todo, por no perder muchos millones y tumbar la economía debido a las derivadas que ocasiona toda pandemia fuerte y seria; aunque esto se hiciera sin parar a pensar, que todo movimiento en pos de ser inicialmente “tranquilizador”, con el tiempo se traduce en una crisis grave de mayor alcance, duras consecuencias y en definitiva, en una gran y consistente ruina, caos y propagación.

Los humanos y la llamada Comunidad Internacional, como seres inteligentes que creemos ser, en su día nos dotamos de costosos organismos internacionales como la OMS para estudiar este tipo de amenazas; su capacidad de propagación, así como el análisis y el desarrollo de los medios necesarios para atajarlas, acotarlas, curarlas e incluso erradicarlas, cuando sea necesario y así, no lleguen nunca a poner al mundo patas arriba, como en este caso, sin embargo, así ocurrió. 

Algo ha fallado, porque ni dicho organismo, muchos caros y específicos servicios de inteligencia ni otros medios diplomáticos o sanitarios públicos o privados, han sido capaces de ver claramente la imagen de lo que podía llegar a ser, sus consecuencias y los efectos que para todos esto iba a ocasionar. No lo consiguieron, o lo que es peor, sus informes y consejos no llegaron a calar lo suficientemente profundo en las insensibles mentes de aquellos que dirigen nuestras naciones, las alianzas o el mismo mundo en su egocéntrica lucha por el poder, la apariencia y, en definitiva, por dominar a los demás.

Muchos hombres y algunas mujeres que no dudan en poner en peligro las vidas de sus súbditos y conciudadanos por evitar ser los primeros en dar el paso en parar toda actividad, cerrar las puertas de su casa y poner en práctica las previamente acumuladas medidas profilácticas, protectoras y los elementos auxiliares, que como hoy vemos no son muchas y diferentes, pero si necesarias en cantidades industriales; de tal modo y manera, que es un error no contar con ellos previamente y lo que es aún mucho peor, depender del comercio exterior para tenerlos a disposición en el momento y modo necesario para cada ocasión en medio de una tremenda competencia y mucha traición.

A la vista de lo visto, tengo la amarga sensación de que todos aquellos dirigentes, tienen la vista y la mente fijadas tan solo en la economía, su propio prestigio y en buscar la forma más rápida de salir del bache para evitar la bancarrota económica o política o una prolongada depresión.

Pocos o ninguno, piensan o aparentan pensar en los miles y miles de muertos que esta situación puede acarrear; lo hacen nada o tan poco, a diferencia de con la mencionada parte económica; en el capítulo de decesos, la inmensa mayoría suspende en medidas previas, ajustes necesarios, ayudas y verdaderos planes de emergencia y la adecuada reglamentación.

Nos hemos vuelto tan egoístas, tan poco sensibles y despreciables, que no nos tiembla el pulso en dejar apartados a nuestros mayores en sus casas donde viven solos en número de millones o en esas “idílicas residencias de ancianos” donde, cada vez con mayor frecuencia y hasta sin aparente justificación, aparcamos a nuestros mayores engañándonos todos de que es allí donde encontraran su solaz postrero y donde sin prisas ni grandes desvelos pasarán el resto de sus vidas tranquilamente, bien cuidados y en compañía de sus pares entre charlas, paseos al sol y algún tipo de juegos.

Atendidos por un escaso personal sanitario y auxiliar, el reglamentario y poco más, que, con mucho amor, dedicación y hasta en algunos casos con gran heroicidad, generalmente tratan de darles lo mejor por unos precios que varían según la zona, y si las residencias son de más o menos lujo y tienen o no algún tipo de subvención.
Residencias que proliferan más que las setas del principio de la primavera y que surgen por todos los lados, hasta en el mundo rural como un medio más de confort y de levantar el paro en pos de crear una permanente y fija ocupación para los muchos empleados que, en torno a ellas, invierte muchas horas al día en su trabajo y dedicación.

Pero nadie pensó más allá, ni el que aquellos pobres desdichados podrían enfrentarse a una batalla mucha más dura que los demás, ya que, por exigencias del guion, viven, sino hacinados, sí en intimo contacto y demasiado cercanos con lo que fácilmente pueden contagiarse unos a otros cada vez que llega la gripe, los resfriados u otro tipo de infección. 

El escaso personal sanitario, los pocos medios con los que cuentan y los hospitales de referencia, si es que los tienen cercanos y a disposición, no son suficientes ni por asomo, para cubrir una pandemia ni una gran campaña de infección. Por ello, los ancianos residentes, están abocados a sufrirla en comandita, con titánicos esfuerzos por combatirla por parte del personal al cuidado, pero que, a todas luces, se antojan baldíos o escasos para cubrir todo lo que exige la situación. 

Las autoridades han decretado, en casi todos los lados, que los allí alojados deben pasar la pandemia en las residencias aislados, en compañía de muchos contagiados, sin que sus familiares puedan acudir a verlos y besarlos por temor al contagio en cualquiera de ambos lados. Aunque aparente o realmente estén acompañados del personal al cargo, asiduamente no lo están de sus familiares, esos a los que tanto dieron y amaron, quienes un día allí los trasladaron con la sana y buena intención de que los cuiden y atiendan como corresponde a su madura y achacosa condición. 

Tras varios días de sufrimientos, muchos mueren solos y sin una mirada o gesto de cariño de aquellos que tanto amaron, a los que les dieron todo en vida y hasta hace bien poco para que sus hijos y nietos pudieran encontrar tranquilos el camino de la prosperidad en pos de un mundo mejor y sin tanta preocupación ni restricción como a ellos les ocurrió. 

La Policía se encuentra en el exterior del centro comercial Palacio de Hielo, donde una pista de hielo se convirtió en una morgue temporal el 23 de marzo de 2020 en Madrid para hacer frente a un aumento de las muertes en la capital española debido al coronavirus

Lo peor y más indigno de esta situación es que cuando aparecieron a la luz pública los primeros casos de muertes en residencias en una Comunidad concreta, el Gobierno -por boca de una ministra, exjuez por cierto- en un acto de falaz indignación, rápidamente trasladó el caso a la Fiscalía General del Estado para que investigara y tomara medidas judiciales, como si eso fura un grave caso aislado de negligencia. Pero, pronto, a la vista de su generalización, el tema se diluyó para nunca más saber de esto por afectar a toda España, donde el Gobierno tiene toda la responsabilidad en legislar las residencias en cuanto a sus apoyos a recibir, actuación y gestión.  

Por otro lado, no digamos nada de los que, por avatares de la vida y su personal o económica situación, ni siquiera tienen la oportunidad de vivir en las mencionadas residencias y viven solos en sus casas y apartamentos más o menos acondicionados sin que, en muchos casos, salvo honrosas excepciones, ninguno de los nuevos jóvenes convecinos, que ahora ocupan los pisos aledaños, les den los buenos días, les tiendan la mano o les pregunten por su estado de salud o necesidad de apoyo por si fuera necesario.

Los parques, bares y centros de ancianos donde solían acudir a diario para pasar sus horas de hastío y soledad se los han cerrado; muchos, la mayoría de ellos no tienen ni saben manejarse en internet, a duras penas usan un móvil de primera o segunda generación, cobran una miserable pensión y sus escasos familiares ya no existen, viven alejados o han perdido hace años todo enlace, afecto, amor y dedicación. En la mayoría de los casos, su único nexo de unión con la asistencia sanitaria se reduce a tan solo una llamada a un número muy colapsado o pulsar el famoso botón de tele-asistente desde donde, en ambos casos, amablemente les suelen decir que se queden en casa, se abriguen, no salgan y se tomen un paracetamol.

Nadie sabe de ellos, salvo por algún ruido al cerrarse una puerta, pero cuántos de estos una mañana ya no abren los ojos al salir el sol y a los pocos días tiene que ir los bomberos a echar la puerta abajo, sabiendo lo que se encontrarán tendido en la cama o hecho un ‘cuatro’ en el sillón del salón.

Los que tienen la suerte de sortear las altas vallas que tratan de impedirle entrar en un centro hospitalario, si tienen la desgracia de pasar a la UCI por precisar muchos y extremos cuidados, se verán solos y apartados de todo lo conocido hasta el momento, llenos de tubos y asustados al ver moverse rápidamente y como locos por todos sus costados a un personal que corre y grita tras unas mascaras extrañas y metidos en unos trajes tan raros que parecen marcianos. Muchos de ellos, tras varios días de sufrimientos, sucumben al esfuerzo infrahumano en vano y mueren; y si tienen suerte, en ese último y postrero momento, encontrarán como mucho la mano enguantada de ese “ser extraño” que, durante todos esos últimos y largos días, aunque con prisas, le ha prestado su dedicación, un poquito de amor y muchos cuidados.

A todos, todos ellos, y a pesar de una vez muertos, no se les acaba el calvario; llegan las muchas y largas horas y hasta días de espera para que descubran sus cuerpos inertes en casa, les recojan de la residencia o del depósito de cadáveres del centro hospitalario. Para colmo, no todos serán contabilizados cómo víctimas de ese mal bicho, porque los números ciertos son tan altos que asustan mucho a los políticos y al cuadro médico por su mala previsión, los pocos o malos medios empleados, otros muchos errores de gestión y, en definitiva, son el reflejo de un real y grave fracaso. Hay, por tanto, que disimularlo y rebajarlo al máximo porque las estadísticas son muy peligrosas y el mundo está muy atento para usar en su beneficio las cifras propias y arrojar las del contrario a su cara a la menor ocasión para, con ello, aparentar o falsamente trasladar una buena o muy buena gestión.

En ese momento, empieza un triste y largo peregrinaje por diferentes tanatorios, mortuorios y depósitos improvisados como las pistas de hielo y otros algo más estrafalarios. Camino y estancias que los recorren solos, no pueden ser acompañados o velados como suele ser nuestra costumbre de raíces romanas o musulmanas, pero muy arraigadas en todas nuestras tierras, ciudades, pueblos y vecindarios.

Tras varios días de espera, con algo de suerte, y si el cadáver no se pierde, llega la hora del enterramiento o la incineración. Si es que la funeraria avisa a tiempo, se puede asistir a dicho acto, al que solo está permitida la presencia de tres familiares o allegados en ese entrañable y doloroso momento, en el que se le da el último adiós y hasta muchas veces el postrero beso al finado. Lo peor de todo es que cuando se acude al entierro o cremación, no se sabe quién va dentro del féretro porque, por aquello de las infecciones, todos ellos están sellados.  

Dos personas con máscaras faciales para protegerse del coronavirus asisten al entierro de un pariente en un cementerio de Madrid durante el brote de coronavirus en Madrid, España, el viernes 27 de marzo de 2020

Aquí acaba tristemente una historia que, mayoritariamente, sucede entre las personas mayores, porque puede ser cierta la interesadamente propagada y generalizada “historia” de que los mayores de edad y con diversas patologías tienen una mayor dificultad para salir de esta enfermedad. Cosa que dudo y creo que no es siempre cierta, porque no pocos ejemplos nos señalan que esa norma no es de oro y hasta puede ser una invención para justificar una mala planificación, la falta de recursos, la ausencia de decoro o hasta para retirar del mercado y la circulación muchos miles de “trastos viejos”, que a muchos molestan y que, para algunos, solo son un número o suponen millones en pensiones y gastos sanitarios.  

Triste es llegar a mayor, pero mucho más triste es morirse solo, sin amigos, compañeros ni familiares que con sus lágrimas enjuaguen y disimulen un poco las del que sabe que se está muriendo y que, después de haberlo dado todo, solo pide un poco de cariño a su lado. 

Esta infausta historia que con cierta amargura he narrado es totalmente cierta, no inventada y  no pretende nada en particular; salvo servir de pequeño y sincero homenaje a todos los fallecidos -sobre todo a los más ancianos- y los que por desgracia vendrán; denunciar a las autoridades que no le dan el trato y la consideración adecuada y destacar un grave peregrinar, que por diversas razones o agendas ocultas se nos quiere ocultar para que no seamos muy conscientes de la verdad y, así, sigamos saliendo todas las tardes a mostrar nuestra alegría a las ventanas y balcones con canciones y aplausos a pesar de tanto encierro, demasiados ufanos discursos vacíos, tener al Congreso secuestrado, los medios subvencionados y de saber que de haberse actuado antes, bien y con valentía, todo esto, al menos en parte, podría haberse evitado. Consiguiendo, además, que dejemos fuera de foco a nuestros queridos muertos, esos que sufrieron sus últimos momentos, solos o en muy escasa y ajena compañía.                  
            
 

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