Opinión

Los padres de la culpa

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La culpa es ancha e infinita. Todo lo que ocurre, preferentemente lo malo, tiene un culpable, aunque la opinión pública, que es muy proclive a buscar quién es, pocas veces acierta y nunca por unanimidad. La imaginación de las personas sobrevuela la realidad de los hechos y la imaginación o la sospecha de algunos enseguida salta las barreras de la cautela y la convierte en noticias que en pocas horas cobran credibilidad.

La pandemia de la COVID-19 es un tema propicio para albergar todo género de mentiras, de especulaciones, de bulos, de críticas y de opiniones convertidas en dogmas de fe. Hay muchas dudas sobre este virus maldito y el desconocimiento propicia el desbordamiento de la imaginación. Lo primero es buscar al culpable y, cuando el culpable no aparece, se inventa y se le adorna con pelos y señales.

Desde que el coronavirus irrumpió en nuestras vidas, la imaginación popular y, con frecuencia, la malevolencia de intereses variados no han cesado de perturbar la esencia de la verdad conocida. Y aquí ha entrado en juego la culpa. Alguien tiene que ser culpable. ¿La evolución de la naturaleza, la influencia del cambio climático, la incidencia de malos hábitos? Vayamos a saber. 

El rumor de que podría tratarse de un virus artificial fabricado por los chinos para hacerse con la supremacía internacional pasó rápidamente a ser atribuido a Estados Unidos que, con las mismas intenciones, lo habían regado por el mundo empezando por la propia China e Irán, los países que de una forma u otra incomodan a la superpotencia política, militar y económica que propugna Trump.

El tiempo transcurre sin que el virus enseñe sus patitas, y ahora que la pandemia ya está extendida por los cinco continentes, vuelven a ser los intoxicadores de Washington los que recogen esa teoría que la ciencia desdeña. Lo que importa es buscar culpable y empezar por arriba: China. Cambian las tornas. Luego, ha habido tiempo para ir bajando la crítica y, ahora, pasa a recaer sobre los gobiernos.

Es bastante probable que los gobiernos no hayan reaccionado con suficiente antelación y que no estén haciendo lo más apropiado. Pero los gobiernos, sean de derechas, de izquierda o libre pensionistas, siempre son el pararrayos sobre el que recaen las responsabilidades de todo lo que pasa, particularmente lo malo. Resulta curioso estos días leer prensa extranjera y comprobar como las acusaciones contra los gobiernos de cada país son sustancialmente las mismas.

Las hay más justificadas, como las que pesan sobre los presidentes de Estados Unidos, México, Brasil o el primer ministro británico, que poco menos que reaccionaron riéndose del peligro que se venía encima. Pero también recaen con unanimidad de criterio con los de Italia, Francia, Bélgica, Alemania o España. Hay coincidencia porque los resultados son los mismos: las personas se mueren y ni la ciencia, y menos la política, consiguen salvarlas.

Nadie que haya visto fallecer a un pariente suele sentirse satisfecho de lo que se ha hecho por salvarle. Y lo mismo ocurre con las medidas preventivas. Todos propendemos a ver equivocadas algunas, excesivas otras e innecesarias las demás. La culpa puede ser de las autoridades que las decretan, pero pocos asumen que haberlas incumplido poniendo a prueba el riesgo para los demás afecta la suya. Claro que la autoculpa no es previsible.