Opinión

Luz de gas ruso

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Es célebre la leyenda urbana según la cual el magnate estadounidense de la prensa  William Randolph Hearst, conminó al corresponsal gráfico destacado en Cuba, Frederic Remington, a tener paciencia con la falta de acción bélica en la isla caribeña, asegurándole que ya se encargaría él de proporcionare una guerra que fotografiar.  El resto, (’¡recordad el Maine, al infierno con España!’), es historia.

Con este tipo de asuntos pasa un poco como con el cuento de aquél pastorcillo fantasioso, quien de tanto falsear con la llegada del lobo logró a la postre que nadie le creyese a la hora de la verdad. Teniendo en cuenta los más recientes precedentes del  testimonio de Nayirah antes de la primera guerra del Golfo, y el de Colin Powell antes de la segunda, parece aconsejable adoptar cierto escepticismo a la hora de asumir la verosimilitud de los casus belli según salen de las rotativas.

La particularidad informativa de este renqueante año que termina es que, a falta de una ocasión para la guerra, tenemos aparentemente dos, una en Taiwán y  en Ucrania la otra. Que tanto China como Rusia tengan con toda probabilidad las mismas ganas de entrar en guerra con Estados Unidos que tenía España en 1898, no impide que detalladas  informaciones sobre la inminente ocupación de Ucrania por el ejército ruso, publicadas por tabloides como Bild, se reproduzcan por doquier, mientras noticias de índole similar respecto a una invasión china de Taiwán se publican un día sí,  y el otro también.

Naturalmente esto no obedece al azar, por cuanto ambos asuntos entrelazan la actual política exterior estadounidense, lo que a su vez incita a rusos y chinos a mover pieza, si bien más en el terreno geoeconómico que en el militar. Y dado que desde  la crisis del petróleo de 1973 no hay factor con mayor peso en la economía que la energía, el suministro de hidrocarburo ruso ocupa el centro del tablero de juego, sin que a priori esto represente un talón de Aquiles para Moscú. Antes al contrario, a pesar de la luz de gas característica en el debate sobre el gaseoducto Nord Stream 2.

Así, la postura más ortodoxa en Europa aboga por cancelar la entrada en funcionamiento de esta infraestructura energética, dando por hecho que meramente  amagar con esta baza actuaría como elemento disuasorio de la actividad rusa en su antigua zona de influencia.  Sin embargo, tal postulado sólo se sostiene si se omiten dos factores cruciales: de una parte, porque es la propia empresa estatal rusa Gazprom la que ha ejecutado los trabajos de ingeniería del proyecto, cuyos costes han ascendido a unos 9.000 millones de euros, la mitad de los cuales han corrido a cargo de inversionistas europeos, que verían irremisiblemente perdido  lo invertido si el gaseoducto no comienza a operar, mientras que, gracias a unos ingresos adicionales de 35.000 millones de euros obtenidos por el precio al alza derivado  de la carestía en el mercado energéticos, Gazprom ya ha cubierto con creces sus costes en Nord Stream 2, sin tener que incrementar un ápice sus exportaciones de gas.

Por otra parte, la sintonía entre Moscú y Beijing ha facilitado el acuerdo para la puesta en marcha de proyecto Power of Siberia 2, un gaseoducto de 2.600 Km entre Yamalia-Nenetsia y Mongolia, operado por Gazprom y que será propiedad de empresas estatales de ambos países. Una vez que entre en funcionamiento en 2030 -tras una inversión cercana a los 1.000 millones de euros- el gaseoducto hará llegar a China unos 40.000 millones de m³ de gas anuales, procedentes de los mismos yacimientos destinados a abastecer el suministro de Nord Stream 2.

Este entendimiento entre Putin y Xi, nuevos compañeros de viaje, no sólo relativiza la eficacia geopolítica de cancelar Nord Stream 2, sino que mitiga por añadidura el riesgo geoestratégico que para China supone la futura presencia en su vecindad de submarinos nucleares australianos, con capacidad para bloquear el Estrecho de Malaca, la arteria a través de la cual navegan los petroleros procedentes del Golfo Pérsico, sin cuyo suministro la industria China quedaría paralizada.

Con todo y así, no parece que la Unión Europea disponga en realidad de herramientas con las que oponerse a la doble pretensión rusa -recogida en la propuesta de pacto de seguridad planteada por el viceministro de Relaciones Exteriores Sergei A. Ryabkov-,  de recuperar los acuerdos de Minsk II de 2015, en lo que atañe a las estipulaciones para que Ucrania lleve a cabo los cambios constitucionales necesarios para otorgar autonomía a la región del Donbás, por una parte; y de establecer una ‘finlandización’ de facto, sino de Iure de Ucrania, por otra, mediante la cual el país sería libre de elegir su propio sistema político interno y de asociarse económica y políticamente con la Unión Europea, pero absteniéndose de ser miembro de la OTAN. Es decir, alineando su política exterior a la de Rusia.

Máxime si, según se indica, los mandatarios de Rusia, India y China oficializaran en el marco de los Juegos Olímpicos de Invierno en Beijing la adopción conjunta de un sucedáneo plenamente operacional del sistema de  transmisión electrónica de transacciones entre las instituciones financieras, conocido como SWIFT, radicado en Bélgica, y que es fundamental a la hora de imponer sanciones económicas y embargos por parte de Estados Unidos y la Unión Europea contra terceros países.

En este contexto, poco puede sorprender que la OTAN haya hecho llegar al Ministerio de Relaciones Exteriores ruso una propuesta para entablar conversaciones formales acerca de los contenciosos abiertos el 12 de enero de 2022, y que Moscú esté considerando participar en las mismas. Desde la óptica de Putin, Occidente ha sido el primero en pestañear.