Luz de gas y Novichok: el caso Alexei Navalny

FOTO DE ARCHIVO: El político de la oposición rusa Alexei Navalny participa en una manifestación para conmemorar el 5º aniversario del asesinato del político de la oposición Boris Nemtsov y para protestar contra las enmiendas propuestas a la constitución del país, en Moscú, Rusia, el 29 de febrero de 2020. REUTERS/Shamil Zhumatov

Dejó dicho el dramaturgo portugués Saramago que ‘“no todo lo que parece es, y no todo lo que es parece”. Si hay algún lugar en el que esto se verifica,  es en la Rusia de Putin. El rocambolesco episodio del envenenamiento del político ruso Navalny con el neurotóxico Novichok (una fórmula desarrollada por la URSS durante de la Guerra Fría,  para permitir la elaboración improvisada de un agente nervioso,  usando productos químicos comerciales)  tiene múltiples interpretaciones potenciales,  y más de un posible ‘cui bono’; seguramente tal y como esperaba quien quiera que autorizase el uso del veneno. 

El modus operandi en el caso Navalny sigue el patrón del envenenamiento de Serguéi y Yulia Skripal hace un par de años en Inglaterra, caracterizado por una desconcertante secuencia de eventos que al desafiar la lógica de libro (por su  aparentemente cúmulo de absurdidades, contradicciones y  chapuzas), siembra dudas que permiten la negación plausible de la autoría.

La cronología del caso Nalvany es digna de un guión del director de cine surrealista José Luis Cuerda, con elementos añadidos de la ceremonia de la confusión que es la película de 1944 ‘Luz de gas’. Lo primero que no parece casar, a primera vista, es que después de que los servicios secretos rusos tuvieran intención de asesinar a Nalvany en Siberia, el disidente ruso siga a día de hoy con vida en un hospital berlinés. Al igual que ocurrió con los Skripals, no parece que las dosis de Novichok usadas en ambos casos garantice la muerte de quienes son intoxicados con él. Por más de que Séneca escribiese que ‘el veneno se sirve en copa de oro’, al infortunado Nalvany le vertieron Novichok en un vaso desechable de una cafetería del aeropuerto en el bebió un té mientras esperaba a embarcar en un vuelo nacional. Una vez en  pleno vuelo, la indisposición de Nalvany llevó a que las autoridades rusas diesen luz verde a un aterrizaje de emergencia, que permitió su traslado a un hospital en territorio ruso. Es dudoso que si no se hubiese autorizado este aterrizaje,  Nalvany hubiera podido sobrevivir. 

Una vez hospitalizado en una clínica estatal, fue estabilizado, sin que conste ningún intento de acabar con su vida en el ínterin, por ejemplo interfiriendo con las máquinas y catéteres que lo mantenían artificialmente con vida. Al tiempo, el equipo médico a su cargo negaba rotunda y públicamente la presencia de tóxicos en el cuerpo de Navalny. Llegados a este punto, Putin accedió de grado a la petición de Merkel a través de un tercero de trasladar  al enfermo,  en una aeroambulancia alemana previamente desplazada a Siberia,  a un prestigioso hospital berlinés, en el que se certificó formalmente que Nalvany había sido intoxicado con Novichok, lo que probablemente descarriló la presidencia alemana semestral de la Unión Europea, y sacó a la palestra a Norbert Röttgen, aspirante a suceder a Angela Merkel al frente del CDU, y frontal opositor a Nord Stream II, el gaseoducto desarrollado para suministrar gas natural ruso a Alemania y que la administración Trump tiene en su punto de mira.

El asunto Navalny tiene consecuencias de segundo orden para los intereses alemanes a medio plazo,  y supone un quebradero de cabeza para Merkel en el corto plazo, sin que esté claro que los costes de una escalada diplomática contra Putin fuesen compensados por una hipotética llegada al poder de Navalny.  Que el opositor ruso combata activamente el sistema de corrupción institucionalizada de Putin no le hace necesariamente favorable a los intereses occidentales. De hecho, es posible que fuese bien al contrario: Navalny es notoriamente nacionalista, fundador del movimiento “El Pueblo”, y favorable a la misma idea de la Gran Rusia que sostiene Putin, al punto de que fue un ferviente partidario de la intervención rusa de 2008 en Georgia, cuando pidió públicamente y con escarnio la expulsión de los georgianos de territorio ruso, secundando así la línea defendida por el ultranacionalista ‘Movimiento Contra la Inmigración’. Del mismo modo, Navalny ha mostrado  hostilidad hacia los antiguos países del bloque soviético que se inclinan hacia occidente, y ha dado respaldo público a los movimientos  separatistas rusos,  tanto en Moldavia como en Ucrania, habiéndose comprometido públicamente a no retornar la península de Crimea a Ucrania cuando llegue al Kremlin.

No es sorprendente,  por lo tanto,  que Merkel se muestre prudente a la hora de gestionar una crisis que se solapa con la de Bielorrusia, y se resista a las presiones que tanto desde la Casa Blanca, como desde la propia Alemania, exigen una cancelación o una moratoria sine die del proyecto Nord Stream II, que se encuentra en su fase final. Si esto ocurriese, Alemania perdería peso estratégico en su relación con Rusia, cuyo principal interés en el proyecto es reducir el volumen del trasvase de gas a través de Ucrania y Polonia, para debilitar la capacidad negociadora de ambos países con la empresa estatal rusa Gazprom y aumentar así su influencia geoestratégica sobre ambos. 

La cancelación del proyecto pondría en tela de juicio la propia seguridad energética de Alemania y buena parte de la Europa central, sin que existan alternativas viables al margen de crear una dependencia de las exportaciones de hidrocarburos de esquisto norteamericano y petróleo del Golfo, toda vez que Alemania procedió al desmantelamiento de su red de centrales nucleares después del accidente de Fukushima.  La precariedad energética es un lujo que la industria alemana no puede permitirse sin perder competitividad, una constatación que ha motivado la movilización de las confederaciones empresariales alemanas y los sindicatos, cuyas demandas no podrán ser ignoradas por el gobierno alemán, ni por extensión por la Comisión Europea, lo que,  presumiblemente,  llevará a una gradual modulación a la baja de la retórica oficial contra Putin, que será inversamente proporcional  al incremento de la fricción en las relaciones transatlánticas. 
 

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