Miguel Ángel Blanco

Demonstration of people after the assassination of Miguel Ángel Blanco

Aquellas últimas horas de Miguel Ángel Blanco todavía duelen. Como si el dolor se hubiera quedado guardado para siempre en alguna parte de la memoria. Da igual que hayan pasado 25 años. El olvido nunca llega cuando es difícil de olvidar, cuando no se quiere hacerlo. Aunque duela ese ayer que siempre será hoy. Por lo que significó, por lo que se aprendió, por lo que ha de significar: libertad y paz. Necesarias palabras en tiempos tan convulsos, estos que vivimos con inquietud e incertidumbre, donde los extremos y los populismos remueven las aguas para que aflore la suciedad, para que la confusión se extienda como una plaga, para que el entendimiento se pierda en una noche oscura, para que los fantasmas del pasado reaparezcan con sus odios y venganzas. No todo vale, NO, con mayúsculas, pero algunos políticos han desaprendido la lección. ¿Quieres? Pues dame.

El secuestro y asesinato a sangre fría del joven político del PP, tras dos interminables días de agonía, juntó la repulsa y la rabia con el hartazgo. Ya tocaba vivir en un país donde no hubiera que enterrar a más inocentes, donde las personas no tuvieran que mirar los bajos de su coche, donde los niños no recibieran la noticia de que su padre había volado por los aires o había recibido un tiro a bocajarro. El terrorismo no era solo un problema del País Vasco, era de todos. Habían llegado demasiado lejos y España se pintó las manos de blanco y se plantó. 

El recuerdo pesa tanto como una enorme roca a punto de caer; el miedo renace solo al sentir ese presentimiento que al final fue una realidad. La piedra iba a caer, la muerte cada vez estaba más cerca, y cayó.  Y entonces sí, el gritó fue unánime. Un grito silenciado capaz de perforar los oídos, de pronunciar el mejor de los discursos. Fue el principio de un fin anhelado; tocar fondo para llegar de nuevo a la superficie con la fuerza y el valor que exige decir ya no más, hasta aquí.

Esa cuenta atrás inhumana anunciaba gotas de sangre en un reloj de arena. Se conocía cómo manejaba ETA la palabra crueldad, pero no hasta aquel límite en el que demostró que no existían líneas rojas. Cobardes. Solo tenía 29 años. ¿Su delito? Querer vivir en una tierra libre, luchar por sus principios, retar al miedo. Era un simple concejal de pueblo, de Ermua, en la provincia de Vizcaya con 15.000 habitantes.

Nunca las calles de todas las ciudades españolas habían estado tan llenas a la vez. Nunca. Desde aquel terrible día han pasado 25 años y el recuerdo aún duele. Miguel Ángel Blanco consiguió unir a un pueblo. Ahora, en este aniversario, hasta el rey ha pedido esa unidad que generó el espíritu de Ermua. Quiero creer..., pero no sé si corren tiempos para ser optimista.

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