Mitos, timos y fragilidades de la familia real británica

Mitos, timos y fragilidades de la familia real británica.

A diferencia de lo que ocurre con las demás monarquías europeas, la británica es no sólo un epítome del nacionalismo imperial inglés, sino la fuente misma de la legalidad constitucional de la que emana el propio sistema jurídico de Gran Bretaña: las leyes del parlamento británico fundamentan su fuerza legal en el asentimiento de la corona, y por lo tanto, todo poder que derive de tales leyes. El ejecutivo actúa bajo prerrogativa real, y con la implicación del consejo privado del monarca, mientras que la justicia se administra en nombre de la corona, y una miríada de instituciones actúan gracias al abrigo de una ‘carta real’ que les concede privilegios ad-hoc.

Por consiguiente, cualquier circunstancia que cuestione la pomposa legitimidad de la casa real, amenaza per se al conjunto del sistema constitucional británico, cuya precariedad deriva, precisamente, de su personificación en la figura de un monarca, cuyo predominio depende del consentimiento implícito de sus súbditos. La fórmula que la monarquía británica eligió para obtener esta adhesión fue usar a la prensa sensacionalista como correa de transmisión de la narrativa representada por la familia real, sobre cuyas espaldas ha recaído la responsabilidad de mantener vivo el mito de la grandeza británica, antes y después de la pérdida del imperio. El marco teórico de este mito fue hijo de su tiempo, y en lo sustancial no difirió de la mentalidad imperial prevalente en la Europa de la época victoriana, que en esencia justificaba la pulsión por la hegemonía blanca en la inferioridad racial de los indígenas de las tierras colonizadas, razonada mediante un uso espurio del trabajo científico de  Charles Darwin, Herbert Spencer y Gustave Le Bon, y de los estudios humanísticos de como Thomas Arnold, Alfred Le Chatelier, Louis Massignon e Ignaz Goldziher. La familia real británica encarnó como ninguna otra el imaginario de un nacionalismo imperial,   paternalista y condescendiente, que asumía con reluctancia la responsabilidad providencial de mantener un orden natural gobernando con la mano firme, pero benigna, del hombre blanco de clase alta, al conjunto de razas inferiores del mundo, que se plasmaban en la prensa de la época como seres infantiloides y atrasados. Lo peculiar del caso inglés es que estos estereotipos siguen formando parte, de una manera más o menso velada,  de una determinada manera de entender el periodismo,   precisamente porque éste retroalimenta la cultura de la supremacía británica predominante entre las clases sociales más favorecidas de Gran Bretaña, y es por lo tanto uno de los pilares sobre los que se sustentan las estructuras aristocráticas que detentan el poder en el Reino Unido. Esta mentalidad ha permeado extensamente en la cultura nacional,  hasta tal punto que la fuerza de la costumbre ha hecho invisible el peso que los sobrentendidos en cuestiones de raza tienen en la sociedad británica, algo que sin embrago no se le escapa a las personas de otros países que se ven en la necesidad burocrática de cumplimentar formularios de clasificación étnica en sus tratos con la administración pública, debiendo consignar no sólo si se es negro, asiático, árabe o caucasiano, sino también si una persona blanca es o no británica.

No es de extrañar, por lo tanto, que las declaraciones de una persona mestiza que había formado brevemente parte de la familia real al contraer matrimonio con el huérfano de la princesa Diana de Gales -a su vez víctima póstuma del amarillismo inglés- hayan provocado lo que a ojos de otras monarquía constitucionales se puede antojar como una sobrerreacción histérica de la prensa sensacionalista. Ya en 2020 hubo reacciones histriónicas en dichos tabloides a raíz de la retirada de estatuas de próceres victorianos que hicieron gloria y fortuna como esclavistas. En aquella ocasión  no fueron más allá de poner en el mismo plano moral lo estético y lo ético, asumiendo un papel de defensores de las tradiciones históricas que desviaba la atención de los problemas raciales sistémicos existentes en Inglaterra y exacerbados por el Brexit. Esta vez, sin embargo, la amenaza ha sido mucho más impactante, porque se ha dirigido al Talón de Aquiles del ‘establishment’ británico formado por la alianza no escrita entre la prensa amarillista y la casa real. Así, las reacciones corporativistas de la prensa tabloide  han sido inversamente proporcionales a la sustancia de las  revelaciones de los Duques de Sussex en el curso de una entrevista en un programa de televisión estadounidense de máxima audiencia, provocando no poca desazón en lo que se conoce como Westminster Village; el perímetro virtual en el que cohabitan y se solapan periodistas y políticos del ‘establishment’, donde no escasea la jocosidad desdeñosa hacia las minorías étnicas,  entre pinta y pinta de cerveza. El propio primer ministro, que fue periodista antes que dignatario, no se ha privado de hacer comentarios extemporáneos que bien podrían haber salido de la boca de Oswald Mosley o de Enoch Powell. 

Paradójicamente, la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea amortiguó la pérdida pecuniaria del imperio, a la vez permitió diferir la revisión del papel que desempeñó el nacionalismo imperial en la configuración de la Gran Bretaña contemporánea, apoyándose en un sucedáneo del supremacismo inglés denominado eurescepticismo. El Brexit cambió todo esto abruptamente, haciendo inevitable que las contradicciones internas de la sociedad británica se tornasen contra sí mismas,  toda vez que un número nada desdeñable de ciudadanos de origen anglosajón perciben como una amenaza existencial la presencia de conciudadanos británicos procedentes de las antiguas colonias, y  que exigen igualdad de derechos y el reconocimiento de su contribución a la actual grandeza del país. Un ejemplo de esto lo encontramos en el relato oficial de la Segunda Guerra Mundial, reducido a una hazaña anglo-americana en la que la participación de varios millones de soldados coloniales asiáticos y africanos en la lucha contra el Eje ha desaparecido de la construcción de una memoria que ha hecho de  Winston Churchill y de la Reina Isabel iconos pop situados más allá de cualquier atisbo de crítica, hilvanando un autoengaño colectivo basado en una mezcla de memoria selectiva, ignorancia de la propia historia, y exaltación folclórica de un pasado tan épico como idealizado. 

Por eso, la entrevista de Oprah Winfrey tuvo el mismo efecto que señalar que el rey estaba desnudo, al decir en público lo que todo el mundo sabía. Y por eso, las confidencias en prime time de la díscola pareja real harán más daño a largo plazo a la legitimidad de la corona del que causaron las veleidades hitlerianas del abdicado  Eduardo VIII, a la sazón tío abuelo de la actual monarca inglesa.

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