Navalni, Lukashenko y la adormecida comunidad internacional

Navalni

Siendo opositor en la personal democracia que ha instaurado Vladimir Putin, en Rusia es tan peligroso pasear por el puente situado junto al Kremlin, tomar el ascensor para subir a tu domicilio, o pasear con tu hija por un parque de Salisbury, en Reino Unido. Incluso lo es tomar el té en un aeropuerto. Todas ellas son actividades de riesgo cuando uno es disidente en la Rusia del contemporáneo zar nacionalista.

Quienes se vieron inmersos en las circunstancias antes descritas, Boris Nemtsov, Anna Politkovskaya y Serguéi Skripal y su hija, además de los cientos de opositores que son encarcelados por manifestarse en las calles (derecho universal del ser humano que se ve amparado en las sociedades occidentales y pisoteado en muchos países), saben bien cual es el jarabe que les espera a los discrepantes, pero sus conciencias fueron mucho más determinantes que sus temores. Todos ellos son mártires de la lucha por la democracia, como ya lo es también Alexander Navalni envenenado con alguna sustancia tóxica cuando bebía esa taza de té en el aeropuerto de Siberia

En este verano del coronavirus, con los gobiernos del mundo entero improvisando medidas para atajar los contagios por la nueva enfermedad, los viejos métodos totalitarios son ignorados como si no existieran. La respuesta al envenenamiento de Navalni se pierde en el maremágnum de cifras de la COVID-19, como si la lucha por la libertad en el mundo, se llame como se llame el país donde se esté coartando, fuera menos relevante que la lucha por la salud pública. Sólo el Gobierno alemán ha emprendido acciones concretas, con las exigencias de Merkel de una investigación transparente que nunca se producirá, y con la habilitación del hospital universitario berlinés de La Charité para tratar de sacar al intoxicado de su contaminación.

Los gobernantes del mundo entero, muchos de ellos aficionados a las redes sociales para difundir sus obsesiones y su propaganda, callan ante estos hechos, o, en el mejor de los casos, emiten tímidos comunicados cuyo principal objetivo es no soliviantar al presidente ruso, que sigue campando a sus anchas geoestratégicas en el planeta mientras Donald Trump es considerado como el mal de todos los universos. ¿Alguien se ha preguntado hasta dónde habría llegado la indignación mundial y la exigencia de responsabilidades y sanciones contra estados Unidos si el envenenado hubiera sido, pongamos por caso, Bernie Sanders?

Los arsenales de veneno en poder de los servicios de seguridad rusos deben ser inagotables. Se ha utilizado, siempre sin que nadie pueda probar la autoría, polonio-210 radiactivo, la toxina del Himalaya, el gelsemium, o el destructivo y letal Novichok, un agente nervioso que con sólo entrar en contacto con la piel atenaza los tejidos y colapsa el sistema nervioso de la víctima. Si se hiciera un análisis sobre estos sucesos, sobre estos atentados políticos contra personas que reclaman democracia real en su país, Putin no saldría bien parado. Pero puede descuidarse el líder postsoviético: el listón implacable de la limpieza democrática y de la pulcritud no se ha colocado para él ni para su país, ni para Turquía ni Venezuela ni Irán. Ese listón lo dejamos para los norteamericanos, siempre que el próximo noviembre no voten lo que se considera adecuado para el bienestar mundial. 

La somnolencia internacional no se limita este verano del coronavirus a los juegos envenenados que dan con los huesos de los opositores rusos en las camas de hospital. Las condenas a los métodos dictatoriales del presidente bielorruso Lukashenko han brillado por su ausencia, más allá de las testimoniales que se restringen al ámbito diplomático. No se escucha con la fuerza que debería la voz de la UE, que tiene a su lado geográficamente a dirigentes como este que reprimen con el Ejército las manifestaciones populares. Y aquí volvemos a la denuncia anterior: el dictador de Minsk no es condenable para buena parte de los gobiernos. La situación en Bielorrusia no preocupa a los mandatarios de izquierdas del mundo. La ONU de António Guterres no ha pasado del comunicado escrupuloso, y ha evitado hasta ahora convocar de urgencia su Consejo de Seguridad donde está Rusia, a quien hay que dirigir las exigencias de respeto a las libertades en ese país para que a su vez lo exija a su patrocinado. 

Las últimas detenciones que se han producido confirman las intenciones de Lukashenko de continuar con su deriva represiva de las protestas por el fraude electoral. Y en este caso de Bielorrusia cabe el mismo interrogante que en el caso Navalni: ¿qué estaríamos escuchando estos días si el presidente bielorruso fuera brasileño y se llamara Bolsonaro?

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