Opinión

No llores por mí Argentina

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La crisis política, y de rebote económica, que sufre Argentina desde hace muchos años se revive estos días con el escándalo de la condena a seis años de prisión e inhabilitación de por vida de la vicepresidenta, expresidenta y esposa de presidente, Cristina Fernández de Kirchner. No por menos esperada la noticia, anunciada ayer por el juez federal Julián Ercolini, ha desencadenado la doble reacción, de entusiasmo entre la oposición y de protestas violentas que se teme vayan en aumento los próximos días por parte del peronismo que une su capacidad de reacción del mismo modo que escenifica sus diferencias entre sus frecuentes divisiones.

La imagen de corrupción que compartía el matrimonio Kirchner, desde los primeros días de la presidencia del marido, Néstor, era sobradamente comentada  entre los argentinos lo cual no fue obstáculo para que durante más de una década se mantuviera en el poder, primero él como presidente, luego ella como presidenta y actualmente como vicepresidenta, siempre con un amplio respaldo popular en elecciones que, dicho sea de paso, en cuanto al ala del peronismo que representan era el centro  de frecuentes motivos de discordia entre otras ramas de la curiosa e imperecedera  herencia política del general Perón, el dictador que gobernó en los años cuarenta del siglo pasado y dejó detrás unos principios políticos filo-fascistas que mantienen  en el ambiente político  un utópico recuerdo social.

El ritmo de enriquecimiento de la familia Kirchner nunca dejó de crecer desde que alcanzaron el poder y los detalles y nombres implicados en la corrupción que encabezaban eran sobradamente conocidos y motivo de denuncias de la prensa, víctima a menudo de amenazas y medidas coercitivas, así como de la propia calle. La condena contra la vicepresidenta va unida a la de uno de sus cómplices más conocidos, el empresario Lázaro Báez, adjudicatario de las grandes obras públicas. Un ejemplo fue lo que ocurrió en la provincia de Santa Cruz donde Báez arrasó con cincuenta y un contratos, de los cuales cumplió veintisiete y dejó sin terminar el resto después de haber cobrado el importe. Se calcula que sus beneficios en los últimos años rebasaron los 80.000 millones de dólares.

Nada más conocerse la noticia, la vicepresidenta, conocida por su carácter voluble, autoritario e irascible reaccionó con una de sus explosiones de ira, acusó a los jueces de ser una mafia, y se engrandeció anunciando despectivamente que nunca más concurrirá a ningún cargo público, promesa innecesaria si se tiene en cuenta que la condena la incapacita para intentarlo. El presidente de la República, Alberto Fernández, que había sido jefe del gabinete de Cristina durante su presidencia y al que impulsó a la candidatura a la Jefatura del Estado quedándose ella en el segundo plano – aunque enseguida entraron en conflicto de competencias –, salió inmediatamente  en su defensa, acusó a los jueces de haber condenado a una inocente a quien “los poderes fácticos” persiguieron a través de los medios y de jueces complacientes.