Nubarrones de tormenta sobre el Canal de la Mancha

Brexit

Recientemente, la multinacional de las comidas precocinadas Heinz sacó en el mercado británico una cena de navidad en lata,  con tal éxito que se agotaron las existencias en la primera semana de su comercialización, y ha obligado a la empresa a racionar su venta. El temor al desabastecimiento causado por la tormenta perfecta de la disrupción general de las cadenas de suministro mundiales, y el caos propio que la Gran Bretaña se ha autoinfligido al salir del mercado único,  ha llevado a bastantes británicos a reducir sus ambiciones a conseguir un par de latas de conserva para tener la navidad en paz. Ciertamente, que Downing Street se empeñe en contraprogramar las cumbres internacionales -sea por salchichas, como en el G7, o con la pesca, como en el G20- no da alas a la esperanza. 

Empero, lejos de recular del callejón sin salida en el que está metido,  el Gobierno de su Graciosa Majestad sigue empecinado en huir hacia adelante, amenazando ahora con invocar inminentemente la claúsula del Protocolo sobre Irlanda e Irlanda del Norte que permite a cualquiera de las partes tomar unilateralmente medidas de salvaguardia en caso de que el protocolo genere "graves dificultades económicas, sociales o medioambientales que puedan persistir o desviar el comercio", según estipula su Artículo 16. Más allá del redactado texto legal, en la práctica, hacer uso de esta disposición equivale a declarar a la otra parte la guerra comercial, algo de lo que por suerte para todos el equipo de Von der Leyen  se dio cuenta a tiempo cuando en un alarde de bisoñez estuvo a punto de activarlo durante la disputa por la vacuna de Oxford. 

En esta ocasión, sin embargo, parece que tras constatar que no han surtido efecto las no tan veladas amenazas que  Lord Frost, secretario de Estado británico para el Brexit, lanzó en Lisboa en octubre, la intención de Londres es seguir sin aceptar un ‘sí’ por respuesta, para precipitar la confrontación con Bruselas, haciendo uso de las disposiciones 5 y 7 del susodicho artículo 16, lo cual hará inevitable que la Comisión Europea suspenda el acuerdo comercial entre la Unión Europea y el Reino Unido hasta 2023, algo que a todas luces impactará  seriamente la economía del Reino Unido, y abrirá un frente diplomático con EEUU por poner el riesgo el acuerdo del Viernes Santo que ha mantenido a la isla irlandesa en paz durante 23 años: Londres nunca ha sido capaz de comprender que las negociaciones entre el Reino Unido y la Unión Europea son en realidad multilaterales, por cuanto implican de orquestación de los intereses tanto de los Estados miembros y de los de le EFTA, y especialmente de los de Washington, donde son bien conscientes de los riesgos de una alteración en los equilibrios de poder, por mor de una mala relación entre Londres y Bruselas,  que comprometería la cooperación en materia de seguridad en el teatro euroasiático. 

No es extraño pues que en los últimos días se haya extendido la aprensión en las mencionadas capitales. La señal más clara hasta la fecha ha sido la filtración a un medio inglés de la intención del Gobierno británico de subcontratar un dictamen legal sobre el disputado protocolo, lo que presagia que Boris Johnson quiere prescindir de las matizaciones y cautelas que caracterizan las recomendaciones jurídicas de los funcionarios públicos, para obtener de una firma legal privada una hoja de parra tras la que escudarse para abrir hostilidades comerciales con la Unión Europea.  

De ser esto así, denotaría una considerable disonancia cognitiva en el entorno del primer ministro, porque por más que la letra del dictamen enfatice su carácter táctico, a las capitales europeas no se les escapará su intencionalidad estratégica, por lo que responderán en consecuencia, porque lo que está en juego es la integridad misma del mercado único, y, con ella, el futuro de la integración europea. 

Si bien no será fácil para la República de Irlanda y sus 26 socios dar con una solución transitoria y políticamente aceptable al problema de integrar las dos partes de una nación que quedó dividida en 1919 tras la guerra de independencia,  el prospecto de negociar con quien se toma la máxima del “pacta sunt servanda” a beneficio de inventario, hará muy difícil que la autoridades europeas faciliten de grado el hipotético nuevo acuerdo comercial que los británicos esperan conseguir rompiendo la baraja, sobre todo si la escasez de buena fe empozoña las negociaciones sobre el encaje de la colonia gibraltareña.   

En contra de lo que parecen creer en Downing Street, no faltan en el continente Mazzarinos, Richelieus y algún que otro Maquiavelo, ninguno de los cuales ignora que el acuerdo del Viernes Santo -que está en el centro de los problemas con Londres- recoge la posibilidad constitucional  de realizar un referéndum de reunificación de las dos Irlandas, que, de obtener un resultado favorable, acarrearía unas consecuencias de calado geopolítico análogas a las que tuvo la reunificación de las dos alemanas en 1990. 

Despejado el problema de la anomalía irlandesa, el establecimiento de un tratado de libre comercio con Gran Bretaña y la Unión Europea se situaría bajo los mismos parámetros que cualquier otro país tercero en la vecindad, como por ejemplo Marruecos. Es comprensible, pues, que pueda haber quienes se vean tentados por la música de aquel “muerto el perro, se acabó la rabia” del refrán español, máxime cuando los tratados hacen imposible considerar siquiera la baza británica de establecer una aduana entre la República  de Irlanda y el resto de la Unión Europea, y no hay alternativas realistas al protocolo vigente. 

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