Pensar un poder blando para un mundo duro

G20

El excelente artículo de Jorge Dezcallar, ‘Falta de ambición’, publicado en estas mismas páginas, ponía el dedo en la llaga de la inclinación al solipsismo que tanto abunda en España, destacando la imperiosa necesidad que tenemos de dejar de mirarnos el ombligo, y tener el coraje de salir de nuestra zona de confort, para abrir las ventanas al mundo y reencontrarnos con esa vocación global que una vez nos definió como país.

Naturalmente, ocupar el sitio que nos corresponde en el nuevo orden global no se puede  conseguir imitando la fórmula de la homeopatía, confiando en que lo similar contrarreste lo similar, si se administra en cantidades minúsculas. Dicho de otro modo, no podemos seguir fingiendo que nos creemos que con una política ‘low-cost’ de proyección internacional lograremos determinar el espacio cultural que nos corresponde. Los españoles hemos rehuido el debate acerca de la afirmación nacional en un mundo global diluyéndonos voluntariamente en Europa. El problema es que, parafraseando a Margaret Thatcher, Europa no existe. Existen Francia y Alemania, y existe, por supuesto, Inglaterra, que es tan europea que el inglés en la ‘lingua franca’ europea. 

Por eso, estos países, que sí creen en sí mismos, destinan respectivamente 770, 340 y 120 millones de euros anuales a su industria cinematográfica,  mientras que nuestro Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales destina este año un presupuesto de 12 millones de  euros de ayuda a este sector. 

Difícilmente se puede pretender ejercer un poder blando sin apoyarse en una base sólida. Es decir, sin hacer de la cultura una cuestión de Estado, pero también una cuestión de interés social y económico, tal y como entienden nuestros vecinos europeos, y tal y como comprenden los propios Estados Unidos, cuyo poder blando descansa en una generosa combinación de subsidios, deducciones fiscales y medidas proteccionistas, así como en una red de lobbies que sabe encontrar grupos de presión en países como el nuestro, que están dispuestos a socavar su propia industria cultural para asegurar la predominancia anglosajona.

Por consiguiente, para articular una estrategia de poder blando, el concurso del Estado es necesario, pero no suficiente. Y esto es así porque aunque hasta fechas recientes, la diplomacia de corte tradicional fue potestad exclusiva de los Estados, el dinamismo de la globalización y la eclosión de la sociedad de la información ha creado una situación en la las relaciones internacionales han dejando de ser un monopolio estatal para evolucionar hacia una responsabilidad compartida con la sociedad civil en su conjunto, en el que la creciente relevancia pública de empresas multinacionales, ONGs, movimientos políticos, instituciones académicas y lobbies ha permitido el desarrollo de una actividad para-diplomática asimétrica, que no por ser heterodoxa resulta menos eficaz. 

Este nuevo escenario internacional contemporáneo está condicionado por ser líquido, instantáneo y ubicuo, un terreno de juego basado en la información y en el que la única constante es la volatilidad. Si queremos afrontar esta situación con seriedad, España debe disponer de una diplomacia pública actualizada,  que sepa aprovechar este nuevo contexto global para potenciar la divulgación de sus valores, principios y cultura, para mejor servir sus intereses nacionales por medio de la obtención de influencia en todos los ámbitos internacionales, y a todos los niveles, hilvanado un hilo conductor consistente que habilite la coherencia entre las actuaciones y el discurso de la política exterior.

España no puede ignorar esta nueva realidad, ni las oportunidades que de ella se derivan; pero para ello, hemos de tomarnos en serio los desafíos a los que nos enfrentamos, y entender las consecuencias de no hacer nada. En efecto, no solo las agendas globales determinan cada vez más nuestra política interna, sino que en paralelo la fragmentación de los actores internacionales y la consiguiente naturaleza global de las problemáticas requiere dar una respuesta pronta y proactiva que solo puede hacerse de manera eficaz si implica la participación coordinada de agentes estatales y de actores de la sociedad civil. Es necesario que el cuerpo diplomático disponga de una red ágil y de geometría variable, para ser capaz de actuar como correa de transmisión de las políticas de Estado y el avance de los intereses nacionales,  involucrando al cuarto sector. Para ser realmente relevantes a escala global,  hemos de transcender la acción diplomática al uso, superando el viejo “modelo informativo” --que se basaba en la elaboración y difusión lineal de mensajes--  para adoptar un “modelo relacional” con el que la sociedad española es su conjunto pueda formular las relaciones internacionales,  como un proceso social de construcción de relaciones interactivas, cuyo elemento clave sea la implicación de agentes sociales y actores económicos en el desempeño de funciones diplomáticas.

La necesidad de desarrollar el poder blando español es un elemento estratégico clave no solo para resituarnos en el espacio que le corresponde por su importancia geoestratégica, económica y cultural, sino también, y crucialmente, para inducir la cohesión interna fraguando la ambición y la influencia de España en un mundo global del que no podemos aislarnos, sino tomar altura para tener la perspectiva que perdemos al permanecer obnubilados en el ombliguismo al que acertadamente aludía Dezcallar.  
 

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