Pos-Brexit: de la convivencia a la conllevanza 

AFP/JOHN THYS  -   El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez (izq.), el presidente francés, Emmanuel Macron (der.), y la canciller alemana, Angela Merkel (der.), examinan documentos durante una cumbre de la UE en Bruselas el 20 de julio de 2020 

Divorcio consumado. Reino Unido y la Unión Europea, que ya no dormían juntos desde que el 52% de los que votaron en el referéndum de 2016 ganaron la partida, han decidido separar sus caminos desde las cero horas del 1 de enero de 2021. ¿Definitivamente? Eso es imposible. La geografía no cambia, de modo que las casas británica y europea seguirán adosadas por más barreras que se hayan impuesto mutuamente en las estipulaciones económicas de su acuerdo de divorcio.


Fue nuestro insigne filósofo, José Ortega y Gasset, el que acuñó el término “conllevanza” para describir la posible mejor relación de Cataluña con el resto de España, una vez descartada la imposible independencia. Puede ser también adecuado para enmarcar la que en adelante seguirá uniendo a la UE con el primero de sus miembros, y no precisamente menor en tamaño e importancia, que ha decidido abandonar el hogar común.


Pese a que el tocho del acuerdo posbrexit supera las dos mil páginas queda aún mucha letra pequeña por desarrollar, y sobre todo plasmar en la diaria relación práctica entre las dos orillas del Canal de la Mancha. Ahí están como aperitivo las imágenes de los miles de camiones varados en las carreteras de acceso al Eurotúnel y a los puertos británicos, al tiempo que los supermercados del país se vaciaban de productos a toda velocidad, merced a esa pulsión tan humana, o sea también tan británica, de acaparar por miedo al desabastecimiento. 


La UE, aliviada pero hastiada por un divorcio tan dificultoso, ha preferido no hacer sangre y ensalzar que “ponemos las bases para un nuevo capítulo de nuestra relación” (Angela Merkel). Obviamente, ningún entusiasmo en la presidenta de la Comisión Europea: “Este acuerdo nos permite dejar atrás el Brexit” (Ursula von del Leyen). Respiro profundo del primer ministro irlandés, Micheal Martin: “Es un buen compromiso y un resultado equilibrado”. 


Frases de compromiso que permiten a Boris Johnson, “tal vez el dirigente más amoral y mentiroso que ha tenido Gran Bretaña desde Enrique VIII” según Xavier Mas de Xaxás, proclamar a los cuatro vientos que Londres “ha recuperado las riendas de su destino”. Pues, vale. 


La realidad es un poco más cruda. Su acceso al mercado único europeo, al que destina casi la mitad de sus exportaciones, queda preservada por las reglas europeas. Sus pretensiones de hacer a sus empresas más ventajosas mediante regulaciones más suaves y flexibles que las europeas  en materia de medio ambiente, condiciones de los trabajadores y subsidios públicos, se han estrellado contra la firmeza de una Unión Europea que sabe que su principal tesoro es precisamente su mercado único extremadamente garantista. 


Gibraltar, entre los flecos pendientes


Johnson se había pasado con armas y bagajes a las nutridas filas de los que aspiran a desintegrar la UE, aprovechando que Donald Trump se había puesto a la cabeza de semejante movimiento. Las promesas de aquel de que Londres podría trocar sus grandes ventajas con la UE por un paradisiaco acuerdo comercial con Estados Unidos, tienen todas las trazas de quedar en el olvido con el próximo inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, que, con las cautelas que se imponen, vuelva a contar con la Unión Europea y restablezca los puentes, habida cuenta de la guerra geopolítica y comercial que ya se está librando a cara de perro con China. 


Como en toda separación, el abandono de una meta común y en definitiva de encarar el futuro con una sola visión, debilita a ambas partes. Que uno sufra más que otro no es consuelo más que para los tontos o para quienes no pueden desprenderse de las ansias de venganza. Ójala le vaya bien al Reino Unido, aunque quepa dudar mucho de que alcance el venturoso futuro que auguraba Johnson. La UE no podrá bajar la guardia en ningún caso, y mantener el mismo espíritu y solidez que ha mantenido el equipo negociador capitaneado por el francés Michel Barnier, respaldado por supuesto por Veintisiete jefes de Estado y de gobierno que se han convencido para siempre – a la fuerza ahorcan- de que el sálvese quién pueda era garantía de que todos se ahogarían.

 
Quedan muchos flecos por desarrollar, aunque esta vez todo será presumiblemente más rápido: ratificación por el Parlamento de Westminster y la del Europarlamento, que dará su acuerdo cuando hayan pasado al menos dos meses de su entrada en vigor provisional el 1 de enero. Esta vez no será en cambio necesaria la premiosa y puntillosa ratificación del acuerdo por parte de hasta 42 parlamentos nacionales y regionales (sí, así de atomizada está pese a todo Europa). Están, por ejemplo, ignorados en el acuerdo los servicios financieros, o sea qué pasará por ejemplo con la City, que aporta a ella sola el 7% del PIB británico.

Y, también Gibraltar, cuestión que la UE deja enteramente en las manos de España y de su negociación bilateral con el Reino Unido. Una ocasión probablemente única de cambiar la dinámica que ha propiciado la existencia de una colonia en suelo europeo, con la tercera mayor renta per cápita del mundo, rodeada de una comarca, el Campo de Gibraltar, con uno de los mayores índices de pobreza y delincuencia, a causa del sustitutivo tráfico de drogas, de toda la Unión Europea. Mantengamos de momento la esperanza en que no se malgaste esta oportunidad, porque de no aprovecharla quizá haya que aguardar al menos otros tres siglos de frustraciones.  

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