Putin impone la “verdad” del stalinismo

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El comunismo atesora desde su fundación un botín de más de cien millones de muertos. Su ideología totalitaria se enfrentó a otra no menos criminal, el nazismo, y la mayor consecuencia de aquel enfrentamiento fue la II Guerra Mundial, que hasta la fecha es la conflagración con mayor número de víctimas, entre ochente y ciento veinte millones, según se contabilicen o no los que quedaron inválidos para siempre o terminaron falleciendo más tarde a causa de sus secuelas.

Que la Unión Soviética se alineara en el bando vencedor de aquella Gran Guerra Patria, como se la denomina en Rusia, se tradujo en la implantación forzosa del régimen totalitario comunista en la mitad este de Europa, que ahogó todos y cada uno de los intentos de países como Checoslovaquia, Hungría, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia por optar a sistemas políticos de convivencia democráticos. La victoria sobre el nazismo sirvió, pues, de excusa para consagrar no sólo la supuesta bondad del totalitarismo comunista sobre el nazi-fascista sino también para blanquear todos los crímenes realizados por las sucesivas revoluciones comunistas que se implantaron posteriormente, con ejemplos tan contundentes como las de China, Corea del Norte o Cuba, por ejemplo. En aquella gigantesca operación universal de blanqueo Moscú invirtió ingentes cantidades de dinero, cientos de miles de agentes y todo tipo de medios, científicos y técnicos, para infiltrarse y convencer a las élites intelectuales de las democracias occidentales de que la bondad de los fines revolucionarios comunistas justificaba con creces los excesos que pudieron cometerse. 

El derrumbamiento del Muro de Berlín y de la URSS puso al descubierto las grandes mentiras del sistema, donde una “nomenklatura” de privilegiados siempre se beneficiaba de las penurias del pueblo, y donde presuntas verdades como el igualitarismo, el derecho a la autodeterminación de los pueblos o el ecologismo no eran sino enunciados que cuando alguien los enarbolaba de manera independiente a los dictados de Moscú, se arriesgaba al arresto, al confinamiento y tortura en presidios remotos o a la ejecución extrajudicial sin contemplaciones.

Una histórica resolución del Parlamento Europeo

Pese a la fuerte resistencia de partidos políticos y organizaciones de izquierda, el Parlamento Europeo terminó por aprobar una resolución el 19 de septiembre de 2019, en la que se equiparaba al comunismo con el nazismo y condenaba a ambos por igual. Una resolución incorporada a su vez por diversos parlamentos nacionales de los países integrantes de la Unión Europea, aunque en algunos otros, especialmente el de España, ni siquiera se contempla, menos aún ahora por razones obvias.

Esa resolución fue interpretada por el presidente ruso como “un supuesto completamente demencial”. El antiguo coronel del KGB (Comité para la Seguridad del Estado) vio de golpe el peligro que ello conllevaba, no solo respecto de la reinterpretación de la historia que se ha enseñado en la inmensa Rusia, sino también de que sus innegables pulsiones totalitarias (persecución y desmantelamiento de toda oposición política, invasión y apropiación de territorios como la península de Crimea o descaradas acciones de apoyo a la secesión en Ucrania o en los países bálticos) se relacionaran con el innegable afán expansionista e imperialista ruso.

En consecuencia, el presidente Vladimir Putin hizo aprobar por la Duma una ley que él mismo firmó y promulgó el 1 de julio pasado, por la que se prohíbe expresamente dudar del carácter bondadoso y heroico de la “Victoria” sobre la Alemania nazi, y mucho menos equiparar a los dos sanguinarios líderes de aquella contienda, Hitler y Stalin. Es más, el famoso pacto firmado en 1939 por los ministros de Exteriores de la época, Joachim von Ribbentrop por el III Reich, y Vyacheslav Mólotov por la URSS, por el que ambos totalitarismos se repartirían Polonia, solo tendrá una interpretación verdadera: la de que “la URSS solo aceptó firmar el documento después de agotar todas las alternativas y fueran rechazadas todas las propuestas soviéticas para crear una coalición antifascista en Europa”.

Tal es la preocupación de Putin de que no quede resquicio alguno a que algún historiador, investigador, periodista o simple ciudadano pueda cuestionarse siquiera esa “Verdad” oficial, que ha puesto en marcha una comisión suprema para velar porque no se introduzca la menor duda. El decreto de Putin dota a la comisión de plenos poderes para supervisar en todos los órganos e instituciones del Estado cualquier texto, circular, disposición o iniciativa legislativa en la que pueda colarse el más mínimo matiz capaz de empañar esa versión oficial. La nueva Comisión de la Verdad dispondrá así de plenos poderes para censurar “cualquier acción que afecte a los intereses nacionales de la Federación Rusa en el ámbito de la preservación de la verdad y la memoria histórica”.

Como reza en las advertencias cinematográficas sobre los guiones de los hechos que se narran, también podría decirse en este caso que cualquier parecido con otras normas similares en algún otro país de la geografía terrestre es mera coincidencia.  

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