Opinión

Revivir el euro-mediterráneo espíritu de Barcelona

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Fue la primera y más ambiciosa e innovadora iniciativa de la Unión Europea en política exterior. Se trataba nada menos que de convertir al espacio euro-mediterráneo en “una zona de prosperidad compartida”. En aquel 1995 existía un ambiente realmente propicio: la UE se había fortalecido a través del Tratado de Maastricht; Israel y la Organización para la Liberación de Palestina estaban en vías de solucionar su contencioso tras la firma de los Acuerdos de Oslo, y por si fuera poco Europa contagiaba su euforia y entusiasmo derivados de la unificación de Alemania. La Conferencia de Barcelona, un empeño personal del presidente Felipe González, bien secundado por el jefe entonces de la diplomacia española, Javier Solana, terminó por alumbrar una expresión: el espíritu de Barcelona, sinónimo de optimismo, esperanza y cooperación multilateral.

No hace falta demasiada perspicacia para examinar los resultados de aquel empeño y concluir que la situación geopolítica es indudablemente mucho peor que entonces, y lo que es todavía más dramático, con una marcada tendencia a un deterioro aún mayor.

Ambas orillas del Mediterráneo no pueden resignarse al engañoso statu quo actual, sobre todo Europa, cuyos desarrollo, prosperidad y liderazgo han de anclarse por fuerza en el norte de África. Será de todo punto imposible que logre los tres objetivos si en la orilla sur no se produce el gigantesco salto adelante que modere las desigualdades, internas en primer lugar, y con relación a los países europeos que tiene en la orilla de enfrente. No es un propósito fácil de realizar, sobre todo si se tiene en cuenta que desde aquella Declaración de Barcelona, esa corona de países árabes norteafricanos ha pasado de 260 a 440 millones de personas, muchas por tanto muy jóvenes y atacadas por el síndrome de la desesperanza ante la falta de perspectivas tangibles de futuro.

Resulta reconfortante, sin embargo, comprobar que la sociedad civil y diversos estamentos europeos se ocupan en la búsqueda de caminos y soluciones que revivan aquel espíritu de Barcelona con nuevas herramientas políticas, económicas  y diplomáticas. Y es de resaltar al respecto el informe realizado por el Real Instituto Elcano, el CIDOB y la Fundación Friedrich Naumann, recién presentado en Madrid. 

Contagiar valores o importar infecciones

Una frase rotunda en dicha presentación de uno de sus redactores, Haizam Amirah-Fernández, resume a la vez la urgencia y la necesidad de acometer nuevas acciones, y el peligro que se cierne sobre toda la cuenca en caso de permanecer impasibles: “Si Europa no contagia buen gobierno y valores democráticos será contagiada ella misma por la autocracia y el iliberalismo”

Desde aquella declaración de Barcelona 1995 hasta hoy han sucedido demasiadas cosas, y casi todas dramáticas: los atentados del 11-S, los levantamientos populares en todo el norte de África en las mal llamadas “primaveras árabes”, la catástrofe climática que, además de al sur de Europa, está provocando severísimas sequías y hambrunas en el vecino continente, y en fin la sucesión de guerras y conflictos que evidencian una creciente radicalización de posiciones, tanto entre vecinos como en lo que respecta a la mirada que las dos orillas del Mediterráneo se proyectan entre sí: de una parte, Europa, que contempla gradualmente al sur en términos de seguridad, en todas sus variantes; de otra, un norte de África, pero con extensiones también hacia el centro y sur del continente, que se ve sacudido por el sarpullido del resentimiento y las cuentas pendientes del antiguo colonialismo europeo.

Contrariamente a la imagen injustamente extendida de que la UE descuida al Mediterráneo, este espacio ha sido y es objeto de su atención preferente, tanto en lo que respecta a iniciativas diplomáticas y medios económicos como de cooperación en múltiples campos. No es empero bastante, y ahí está desgraciadamente el fracaso –sí, fracaso- de los objetivos incumplidos de la Conferencia de Barcelona.

Convendría por lo tanto leer atentamente las recomendaciones del informe ‘Creating Euro-mediterranean bonds that deliver’ para crear e intensificar los lazos que unen. Hacen falta personas e instituciones que bajen el diapasón de las tensiones, y el apoyo decidido a ello de ambas orillas, en el convencimiento de que sin el progreso y la cooperación conjuntos no serán dueñas de su futuro.

Hay que desmentir con hechos la nefasta profecía de Edgar Pisani en el prefacio al libro de Robert Bistolfi, “Euro-méditerranée: une región à construire”: “… En las regiones de regulación interplanetaria no estará jamás la euro-mediterránea… porque como tela de fondo late la incomprensión cultural, los recuerdos amargos, los sueños contradictorios, las cosmogonías, y a veces el desprecio y el odio…”

Mayor intercomunicación y menos muros de separación o cierres de fronteras parecen pasos imprescindibles para propiciar el entendimiento. Eso era el espíritu de Barcelona, aquella hermosa declaración que suscribieron los entonces 15 países integrantes de la UE y 12 del sur del Mediterráneo: Argelia, Chipre, Egipto, Israel, Jordania, Líbano, Malta, Marruecos, Siria, Túnez, Turquía y los Territorios Palestinos (Gaza y Cisjordania). Espíritu que es urgente revivir, siquiera para sobrevivir en un mundo sobre el que se ciernen ahora mismo bastantes amenazas