A Rusia se le agita el vecindario

Vladimir Putin

Putin siempre ha pensado que la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) fue un maremoto y una catástrofe. En lo de que fue un tsunami no le falta razón porque con la URSS desaparecieron también de una tacada el comunismo, la Guerra Fría, el mundo bipolar, la amenaza de la destrucción mutua asegurada y el mismo imperio ruso en su versión post-zarista. Pero para él y muchos otros rusos fue también una catástrofe sin paliativos porque lo que era una superpotencia, la URSS, se ha convertido en lo que Barack Obama calificó de “potencia regional” que ha perdido su “glacis” de seguridad y que está rodeada por países hostiles de la OTAN, por un lado, y por una China en proceso de crecimiento desbocado (económico, pero también militar), por el otro.

Putin vive obsesionado con la idea de devolver a Rusia su pasada grandeza, de convertirla de nuevo en una superpotencia con la que haya que contar para decidir la marcha de un mundo que de ninguna manera quiere dejar en las manos de norteamericanos y chinos. Para eso cuenta dos bazas muy poderosas: un territorio enorme con salidas al Atlántico, el Pacífico y el Ártico; y el pueblo ruso, consciente de su historia y de pertenecer a un gran país, un viejo imperio venido a menos sin saber muy bien cómo, y dispuesto en su nacionalismo a aceptar sacrificios para recuperar la “grandeur” perdida. Pero tiene también debilidades como son una población pequeña y envejecida en comparación con sus rivales inmediatos, y una economía débil no solo por su tamaño pues es similar al de Italia sino porque basa sus exportaciones casi de forma exclusiva en el gas y el petróleo, que en estos momentos tienen precios bajos. Y, además, padece sanciones impuestas por la comunidad internacional por su comportamiento en Ucrania y por su anexión de la península de Crimea, que nadie puede pasar por alto tanto por su ilegalidad manifiesta como por el precedente que puede suponer para otros casos como Taiwán. Por si fuera poco, el autoritarismo creciente de Putin parece quitarle apoyos y simpatías dentro y fuera de casa.

Para lograr estatuto de gran potencia, el Kremlin pelea por encima de su peso y hay que reconocer que Putin lo está haciendo muy bien, particularmente en Oriente Medio, donde con su respaldo a Bachar al-Asad se ha convertido en la influencia dominante en Siria; y en la misma Libia, donde apoya sin tapujos al mariscal Haftar en su envite por el poder. Pero estos designios se ven complicados por su política europea y en el Cáucaso.

En Europa porque Moscú no logra normalizar sus relaciones con la Unión Europea y sus países miembros. A sus políticas en Ucrania y Crimea se añade ahora su respaldo al pucherazo de Lukashenko y contra las demandas -que no cesan- de libertad y democracia en Bielorrusia, porque Putin no puede permitir que se inicie allí un camino democrático que sea un “mal ejemplo” para Rusia, que acerque a Minsk a la UE y -lo que aún sería peor- a la OTAN, aumentando así la sensación de cerco que ya le da a Moscú la pertenencia a esta organización de las repúblicas bálticas. Que Rusia nunca haya tenido un régimen democrático no quiere decir que deba ignorar los deseos de otros de alcanzarlo. Y eso Putin no lo quiere ni fuera ni dentro, como demuestra el reciente envenenamiento del conocido opositor Alexander Navalni, en la línea ya sufrida por otros antes que él.

También en el Cáucaso se le complican las cosas a Putin. En Kirguistán, antigua república soviética (donde durante la guerra de Afganistán hubo hasta 2014 una base norteamericana) los desórdenes se suceden tras el aparente pucherazo de las últimas elecciones, finalmente anuladas por la Comisión Electoral sin lograr que cesen las protestas. La última noticia es que el Parlamento ha elegido primer ministro a un individuo liberado por los manifestantes de la cárcel donde estaba por secuestro. Lo único que faltaba es que las mafias lleguen al poder. Las llamadas repúblicas TAN de Asía central (Kazajstán, Uzbekistán, Kirguistán, Tayikistán y Turkmenistán), que un día formaron parte de la URSS, son hoy terreno de competencia entre Rusia, China y una Turquía que con Erdogan es otro país que pelea por encima de su peso como demuestra con sus intervenciones en Siria y Libia 
(curiosamente en contra de la posición rusa), además de su disputa con Grecia, Chipre, Egipto e Israel por el gas del Mediterráneo oriental. Y Moscú ve con disgusto y preocupación que le disputen la influencia en territorios exsoviéticos.

El problema más complicado para Rusia es el eterno conflicto entre Armenia, cristiana, y Azerbaiyán, musulmán, por el enclave de Nagorno-Karabaj situado en Azerbaiyán y poblado por armenios. Cuando ambos países eran repúblicas soviéticas no había problemas, pero con la independencia llegó la guerra y Moscú ayudó a un frágil acuerdo en 1994 que luego no se ha cumplido. Los enfrentamientos se han reanudado estas semanas con muchas víctimas civiles. La posición de Moscú, que tiene una base militar en Armenia, se ve comprometida por el hecho de que Turquía ha tomado abiertamente partido por los azeríes con los que le unen vínculos étnicos, mientras sus malas relaciones con Armenia vienen de atrás (recuérdese el genocidio armenio cometido en 1916). Ahora Ankara ha enviado mercenarios sirios a luchar por Azerbaiyán y los armenios dicen que también un avión turco derribó uno propio. Los rusos han logrado un alto el fuego precario... y que no se respeta, mientras que Irán mira con mucha inquietud esta lucha en su vecindario entre potencias lejanas.

Son problemas para Putin porque no puede pretender proyectar la imagen de poder global si no logra solucionar los problemas en los territorios surgidos de la vieja Unión Soviética, y para eso necesita también meter en cintura a una Turquía cada vez más díscola. No lo tiene fácil.

Jorge Dezcallar. Embajador de España

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