Opinión

Sáhara Occidental, el gran olvidado

photo_camera Western Sahara

Las últimas semanas han supuesto un revés para la causa saharaui en España. El Frente Polisario parece haber perdido el apoyo del Ejecutivo. A nivel político, esto se ha manifestado tanto de forma práctica -la ministra de Exteriores ha ordenado dejar de reconocer los “pasaportes diplomáticos” emitidos por el Frente Polisario- como simbólica -la bandera de la RASD no fue incluida en el acto institucional del día de África el pasado 25 de mayo. El varapalo ha sido aún más duro a nivel jurídico, pues el Tribunal Supremo ha dictaminado que los nacidos en el Sáhara Occidental antes de noviembre de 1975 dejan de tener acceso automático a la ciudadanía española. Esto se suma a una recomendación por parte de Exteriores de no visitar los campamentos de refugiados saharauis en Argelia ante un posible atentado terrorista el pasado invierno, que fue interpretado por el Polisario como un intento de aislar a la organización.

El conflicto del Sáhara Occidental, atascado desde hace más de cuatro décadas, ha supuesto un quebradero de cabeza para la mayoría de los gobiernos de la democracia española. Por un lado, como potencia administradora en 1975, España tiene una responsabilidad moral respecto a los habitantes de su antigua colonia -o provincia, tal y como era denominada en la época franquista-, a quienes prometió un referéndum de autodeterminación que jamás se celebró. Por otro lado, las relaciones con Marruecos son esenciales para cualquier gobierno español, especialmente en un contexto como el actual en el que las autoridades marroquíes se encargan del ‘trabajo sucio’ de controlar los flujos migratorios que parten del África subsahariana. El irredentismo marroquí sobre los antiguos territorios españoles no es negociable, de modo que para mantener una relación cordial con los vecinos del sur la mayoría de los líderes españoles han optado por el pragmatismo y se han limitado a protestar de forma tibia ante los abusos marroquíes. 

Marruecos, recordemos, ocupó el Sáhara a finales de 1975 junto con Mauritania -con el beneplácito de España, que afrontaba la sucesión de Franco- y causó el desplazamiento forzoso de varias decenas de miles de saharauis, que desde entonces viven en varios campos de refugiados a lo largo de la frontera con Argelia. El Frente Polisario, una organización armada surgida en los años 70 y que se arroga la representación del pueblo saharaui, organizó la resistencia frente a los invasores con el apoyo de Argelia. Desde entonces, Marruecos ha erigido un muro de arena y minas antipersona de 1.700 km de largo para impedir que el Polisario y los refugiados saharauis puedan acceder a los territorios ocupados. Además, los sucesivos ejecutivos marroquíes han impulsado campañas de colonización y repoblamiento con la esperanza de alterar el balance demográfico ante un hipotético referéndum. Mientras tanto, la misión de la ONU para la región, la MINURSO -por cierto, la única misión de la ONU sin un mandato para denunciar abusos de los derechos humanos-, se ha limitado a observar impasible y posponer indefinidamente la organización del referéndum.

A nivel internacional, el Polisario y la RASD se encuentran cada día más aislados. Marruecos ha sabido moverse hábilmente tanto a nivel diplomático como económico, ganando apoyos en la ONU y la Unión Africana y asegurando la inversión de grandes empresas europeas, a pesar de las restricciones impuestas por la UE. En los territorios ocupados del Sáhara se extraen fosfatos, arena y modestas cantidades de petróleo, y en sus aguas territoriales hay ricos caladeros de pesca. Durante los últimos años, Marruecos ha conseguido varios contratos con empresas extranjeras para la explotación de estos recursos, a pesar de que esto va en contra de la legalidad internacional. Como de costumbre, los negocios y la ‘realpolitik’ se han acabado imponiendo en las relaciones diplomáticas y comerciales. Marruecos controla el territorio y sus recursos y ha sabido ejercer su poder blando, mientras que el Polisario, cuestionado recientemente por su falta de democracia interna, tan solo puede apelar a la legalidad internacional, los derechos humanos y la resolución de la 1974 de la Corte Internacional de Justicia. Si bien los argumentos morales son poderosos para la sociedad civil española y occidental, que ha organizado numerosas campañas de solidaridad y apoyo a los refugiados saharauis, los gobiernos suelen guiarse por criterios estratégicos y económicos. 

El principal obstáculo al que se enfrenta la RASD es la indiferencia internacional, incluso entre los propios árabes. El Polisario no cuenta con apoyos entre los países árabes más allá de Argelia. Los movimientos populares del Levante y el norte de África, siempre atentos a la causa palestina, apenas han prestado atención a la ocupación marroquí del Sáhara, a pesar de que la situación de los refugiados saharauis es objetivamente mucho peor que la de los palestinos. De hecho, la RASD o el frente Polisario son bastante desconocidos entre la sociedad civil árabe, quizá por falta de interés de los medios de comunicación o por las sutiles presiones de la monarquía marroquí. Personalmente he conocido a activistas por los derechos humanos de varios países árabes que no habían oído hablar nunca del Sáhara Occidental y que no me creían cuando les contaba sobre la ocupación y la construcción del muro. Del mismo modo, a medida que pasan los años cada vez menos españoles conocen la problemática del Sáhara, pues no se suele enseñar en las escuelas e institutos. 

La situación es sin duda difícil para los representantes de la RASD y del Polisario, que además del aislamiento internacional deben hacer frente a cierta disidencia interna representada por la Iniciativa Saharaui para el Cambio y, recientemente, el Movimiento Saharaui por la Paz.  Este último ha sido acusado por medios afines al Polisario de ser una herramienta al servicio de los intereses de la monarquía marroquí, pues parecen apoyar la salida autonomista defendida por Rabat. Por si fuera poco, la crisis del coronavirus ha paralizado muchos de los programas de ayuda humanitaria que la sociedad civil española llevaba a cabo en los campamentos de refugiados saharauis. Uno de los más célebres, ‘vacaciones en paz’, mediante el cual cada verano muchas familias españolas acogían a niños saharauis, ha sido suspendido hasta, por lo menos, el año que viene. Por suerte, la COVID-19 no parece haber llegado a los campamentos de refugiados, que se arriesgaban a sufrir una crisis sanitaria sin precedentes dada la escasez de médicos e infraestructura.

El Sáhara Occidental, desgraciadamente, no parece ser más que un molesto obstáculo para las relaciones hispano-marroquíes. Independientemente de la naturaleza política del Frente Polisario o de las relaciones con la RASD, el Estado español lleva más de cuatro décadas haciendo caso omiso de miles de personas que, hasta 1975, eran ciudadanos españoles de pleno derecho, pues al fin y al cabo el régimen franquista se jactaba de no tener colonias sino provincias. A pesar de que el realismo y los intereses estratégicos y económicos suelan primar en las relaciones internacionales, resulta difícil asimilar el desinterés de los gobiernos españoles por el pueblo saharaui.