Opinión

Sí, la Unión Europea aprobó el fondo de recuperación a costa de grandes cesiones

photo_camera Reunión del Consejo Europeo

La alternativa era el desastre, el principio incluso de la desintegración de la Unión Europea. Ese era el envite, de manera que la montaña no podía conformarse con parir un ratón. Así, pues, la maratoniana cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, el llamado Consejo Europeo, terminó por aprobar el Fondo de Recuperación de 750.000 millones de euros al alba del quinto día de la más larga ópera representada en Bruselas en los últimos treinta años. 

Presentada inicialmente como una obra de buenos y malos, de frugales y manirrotos, de demócratas pata negra y desviacionistas autoritarios, el desenlace ha terminado por conceder a todos un pedacito de gloria con el que presentarse ante su público doméstico con vitola de vencedor, conforme a la nociva, pero al fin y al cabo tradicional, costumbre de que cada uno de los Veintisiete cuente su propia versión de las negociaciones en términos de derrota (casi nunca) o de victoria (casi siempre) sobre sus colegas y homólogos del Consejo Europeo. 

A falta de verificación sobre el terreno, lo acordado es justamente calificado de hito histórico. Es así porque la financiación de ese Fondo de Recuperación se nutrirá por vez primera de deuda conjunta, emitida por la Comisión en nombre de todos los miembros, y dotada con la máxima calificación, la codiciada AAA. Se mantiene la propuesta inicial de la Comisión de los 750.000 millones de euros, si bien ha cambiado la proporción entre subvenciones a fondo perdido –serán finalmente 390.000 millones- y 360.000 millones en préstamos, o sea a devolver, aunque sea en condiciones ventajosas por ser adquiridas en el mercado con la prestigiosa vitola de la triple A de la Comisión. 

Ganan, pues, los dos motores de la UE, Francia y Alemania, que impulsaron tanto la creación del fondo como su cuantía, y ganan obviamente los dos países más endeudados, ambos ya debiendo mucho más de lo que son capaces de producir: Italia y España. Los 140.000 millones que teóricamente recibirá España tendrán la supervisión del resto. Madrid y Roma han esquivado la pretensión de Países Bajos de que cualquiera pudiera examinar y avaluar las reformas de los manirrotos del sur, pero a cambio de que cualquier capital pueda activar el denominado “freno de emergencia”, esto es llevar al presunto país incumplidor ante todo el Consejo Europeo para que se explique y lo justifique. Es una cláusula que, por ejemplo, permitirá a Pedro Sánchez resistirse a cumplir compromisos domésticos como los suscritos con Bildu a propósito de la derogación de la reforma laboral. Por la misma razón, dispone ahora de un argumento muy poderoso para abordar de una vez las reformas en tantos otros campos, que la UE nos venía exigiendo desde los tiempos de Rodríguez Zapatero, pero que ni él ni Rajoy ni hasta ahora Sánchez, por efas o por nefas, no habían encontrado tiempo ni ganas de acometer, cifrándolo todo en la inercia de sectores que, como el del turismo, se han derrumbado con el soplo de un virus. 

Países Bajos, la nueva piedra en el zapato

Huérfanos del autoexcluido Reino Unido, los calvinistas del norte han encontrado en Países Bajos el sucesor perfecto en la UE en cuanto a su capacidad para exasperar al resto de sus miembros. Sin la enorme potencia de Londres los holandeses se han erigido sin embargo en los paladines de la ortodoxia, liderando a los frugales, despectivo término para culpabilizarles por su sentido de la responsabilidad en la administración de las cuentas. Apoyados por Suecia, Dinamarca, Austria y finalmente también Finlandia, han conseguido la mayor de las concesiones: el cheque anual de rabate, esto es la devolución de una parte de sus aportaciones en tanto que contribuyentes netos al presupuesto de la UE. Fue una concesión arrancada por Margaret Thatcher para el Reino Unido, de la que luego se aprovecharon otros países a su rebufo.

La nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, quería acabar con ese “privilegio”, pero al final el duro liberal Mark Rutte lo ha impedido, de modo que, del Marco Financiero Plurianual  (MFP) 2021-2027, que se negociaba en paralelo al Fondo de Reconstrucción, se llevará un pellizco de 1.921 millones, pero inferior a lo que percibirá Alemania (3.671 millones), Suecia (1.069 millones), Austria (565 millones) y Dinamarca (322 millones). Como se ve, algo de lo que alardear ante sus conciudadanos a la vuelta de tan largo como agitado fin de semana en Bruselas. 

Pero, más allá del dinero, la concesión más importante ha sido la que han recibido los dos países más cuestionados respecto de su respeto al Estado de derecho: Hungría y Polonia. La Comisión, con el decidido apoyo de los países más apegados a los valores democráticos en tanto que esencia misma de la UE, llevaba tiempo intentando supeditar la percepción de fondos comunitarios al respeto precisamente de ese estado de derecho. El húngaro Viktor Orban, que cada vez exhibe maneras más ostensibles de autócrata, ha logrado desvincular ambas cosas, lo que se traduce en que tendrá aún más libertad para acogotar a los medios que no siguen sus dictados o cercar a los disidentes. Ese mismo “logro” se lo apuntará la Polonia de Duda y Kaczynski, partidarios de un poder judicial supeditado al poder ejecutivo. Esas tentaciones podrían asimismo apoderarse de algún otro miembro, que podría acogerse a esa ventaja lograda por Orban para darle una vuelta de tuerca a la separación de poderes y a la correspondiente arquitectura institucional del país en cuestión. 

El precio a pagar por la instauración del Fondo de Reconstrucción es caro, máxime si además contemplamos los fuertes recortes previstos en el MEP a las partidas relativas a la innovación y a la denominada transición verde, esta última la principal meta que Von der Leyen se había fijado en su primer mandato como presidenta de la Comisión. Pero, de momento, la UE está viva, afronta con vigor lo más urgente, que es paliar los destrozos de la pandemia, y sienta las bases de una cierta federalización al mutualizar de alguna manera la deuda, emulando así el acto por el que Alexander Hamilton hizo posible el verdadero nacimiento de los Estados Unidos de América.