Serbia, China y Rusia: ¿amigos para siempre?

Rusia y China

Para la mayor parte de la opinión pública europea, los Balcanes parecen situarse en una realidad paralela de la que poco se sabe. Y, sin embargo, la presencia de Rusia en Serbia, sumada a la de China, revelan un riesgo estratégico que anida en el corazón del continente y cuya indiferencia general se corresponde mal con la inestabilidad que la región ha causado en Europa durante siglos.

A pesar de los altos costes en los que Europa ha incurrido a causa del enjambre balcánico, la Unión Europea ha sido incapaz de impulsar una integración amplia de Serbia en el proyecto europeo, facilitando que la invertebración estructural, las carencias financieras, la debilidad institucional y la corrupción hayan incentivado el desarrollo de iniciativas con una notable carga geopolítica por parte de otros actores, entre los que hay que destacar a China, que, tomando como base de partida su presencia en Albania desde los años 50, ha llevado a cabo en la última década una expansión inversora destacable en los Balcanes Occidentales.

La visión china, cuyo eje central pasa por abrir corredores de tránsito hacia los mercados europeos, encuentra un campo abonado en la necesidad de financiación de infraestructuras que tienen Serbia y el conjunto los países de la zona balcánica. A diferencia de las iniciativas provenientes de la Unión Europea, China no condiciona su cooperación a reformas políticas que cuestionen la legitimidad del status quo, ni las inversiones de sus bancos están sujetas a las regulaciones y a los niveles de transparencia de sus equivalentes occidentales, por lo que, en la práctica, la alternativa china resulta mucho más atractiva para los líderes de la región, incluso desde un punto de vista diplomático: Belgrado no tiene inconveniente en reivindicar los derechos de China sobre Taiwán, a cambio de que Pekín no reconozca a Kosovo. 

Otros actores, tales como Viktor Orban, tampoco muestran mayores escrúpulos a la hora de establecer alianzas estratégicas con China para impulsar la modernización de su red ferroviaria, poniendo en marcha un faraónico proyecto financiado y construido por China, que unirá a Budapest con Belgrado, un plan que tiene no poco de provocación a Bruselas.

Este proyecto vendría a confirmar la relevancia del papel de Belgrado en la geoestrategia de Pekín para Europa, que ha situado a Serbia como vértice de las inversiones chinas en los Balcanes, centradas en la energía y el transporte, y caracterizadas por el establecimiento de consorcios con empresas públicas que forman parte de los grupos del poder local establecido y sus redes clientelares, que operan sin cortapisas democráticas, ni restricciones de gobernanza. 

Algunos otros sectores estratégicos beneficiados por la floreciente inversión china afectan a los recursos naturales y a las industrias pesadas asociadas a ellos, tales como la minería y la siderurgia, cuyo control favorece los intereses estratégicos de las grandes empresas estatales chinas, al tiempo que reduce la capacidad normativa de la Unión Europea en materia medioambiental, algo que dificultará aún más la puesta en marcha del Pacto Verde que estaba en el centro de la estrategia económica de la Unión Europea antes de la pandemia; máxime después del éxito diplomático que obtuvo China con la celebración de la cumbre celebrada en Dubrovnik -una plataforma de soporte de proyectos de infraestructura incluidos en la nueva ruta de la seda fomentados por acuerdos bilaterales de inversión con China-, que contó con la participación de Albania, Bosnia, Bulgaria, Croacia, Estonia, Eslovaquia, Eslovenia Hungría, Letonia, Lituania, Macedonia, Montenegro, Polonia, República Checa, Rumanía, Serbia, y, significativamente, Grecia. Un conjunto de países -muchos de los cuales son miembros de la Iniciativa Tres Mares- sin cuyo concurso los grandes proyectos europeos difícilmente pasarán de la fase de planificación, especialmente si exigen sacrificios económicos y prometen beneficios intangibles.

Las fricciones que la crisis pandémica ocasionó entre las autoridades de Belgrado y las de Bruselas dieron a Pekín una ocasión de oro para apuntarse algunos éxitos en el campo de la diplomacia blanda, respondiendo prontamente y con no poco despliegue propagandístico a la petición de asistencia sanitaria solicitada por Serbia, un país cuya pirámide demográfica lo hace altamente vulnerable a la COVID-19, una situación que se hizo aún más complicada por la repatriación en masa de emigrantes serbios desde la Unión Europea, a raíz del debut de la pandemia en Italia. 

Por más que quepa poner en perspectiva el peso actual de las inversiones chinas en Serbia -aún relativamente modestas- y pese a tener en cuenta que el 65% del comercio exterior serbio tiene como destino la Unión Europea, Bruselas cometería un serio error de cálculo planteando la influencia de China en el corazón de los Balcanes en términos transaccionales; cuantitativos antes que cualitativos. Máxime cuando las iniciativas chinas en Serbia requieren una suerte de Entente Cordiale con Moscú, cuyos réditos serán presumiblemente mayores que la mera suma de las partes, y que bosquejan no pocas disyuntivas geopolíticas a medio plazo. 

La próxima parada es la cumbre UE-China, cuya celebración está programada para septiembre de 2020 en Leipzig, auspiciada por la presidencia de la Unión Europea que ejercerá Alemania. Teniendo en cuenta la falta de cohesión europea que la pandemia ha delatado, y a  juzgar por el interés que se han tomado recientemente las autoridades de Bruselas para no incomodar a sus homólogos chinos -censurando un informe sobre los actos de desinformación china a propósito de la pandemia- no parece que el resultado de la cumbre de Leipzig vaya a ser otro que la acomodación de los intereses chinos y la consolidación del excepcionalísimo balcánico como un lastre consentido, que reducirá la autonomía de la Unión Europea tanto como aumentará la ventaja de China sobre los Estados Miembros.
 

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