Siempre volveremos a Nueva York

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En la placita neoyorquina de Sheridan Square, donde se cortan la Séptima Avenida y la calle Christopher, había un quiosco de prensa apostado a la salida del metro donde yo compraba cada noche religiosamente la primera edición del New York Times del día siguiente. Desde ese punto se veían cercanos y en su esplendor los dos gigantescos faros en la noche de Manhattan, siempre iluminados, como si la actividad en las oficinas del World Trade Center no parase nunca. Un símbolo en todos los sentidos de la febril vida en Manhattan. Las Torres Gemelas eran una guía vital para la gran metrópoli. El símbolo actualizado de la capital del mundo, que tenía sus referentes clásicos en el Empire State y el Crysler Building, sobrepasados por las líneas extremadamente minimalistas de un arquitecto de origen japonés Minoru Yamasaki que regaló a la ciudad su pasaporte estético al siglo XXI. La barbarie se empeñó en que no llegasen a su destino simbólico y a proyectar una estela de humo negro sobre la cabeza de la Estatua de la Libertad, situada solo metros más allá, en la desembocadura del Hudson.

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Las torres duplicadas habían dado a NY un impulso necesitado cuando la ciudad había entrado en la depresión que siguió a la crisis del petróleo. Eran una luminaria frente a los envejecidos edificios que rodean a la bolsa neoyorquina donde se juegan los dineros del mundo entero. Ofrecían tambien el mejor mirador para la bahía neoyorquína adornada por los puentes de Brooklyn y Verrazano que parecían sus guirnaldas en la noche. Le bautizaron al restaurante mirador como Ventanas del mundo (Windows of the world), como si ya supieran que seria los ojos del mundo entero los que se mirasen allí en la mayor tragedia del nuevo milenio. Era uno de los grandes nuevos lujos de la ciudad, al que debía subirse con cierto respeto. No solo por el mal de altura, que obligaba a hacer el trayecto en dos o tres actores por tramos; tambien por la indumentaria requerida. En el país de los cowboys, no se aceptaba subir con vaqueros!

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Como un piano de luz vertical, veías allá al fondo las líneas luminosas de las torres encendidas por pisos hasta el amanecer. Allí tenía sus oficinas el Port Authority, controladora del puerto de Nueva York. Tambien el Secret Service, al que debías solicitar como periodista acreditaciones para accesos a centros de seguridad o para coberturas de visitas de estado. NO solo era el techo del Manhattan desde los setenta, tambien era el “hall” más catedralicio de los suntuosos rascacielos neoyorquinos, que ofrece espacios de gran porte como el del Rockefeller (con sus apabullantes murales del español Josep Maria Sert) o la fantasía celestial que remata la bóveda de la Grand Central Station. Era un hall decorado por la luz que dejaban entrar sus amplísimos ventanales, silencioso a pesar del trasiego por sus mullidos suelos alfombrados, y con un acceso a sus baterías de ascensores con mínimos controles de seguridad. Nadie pensaba en aquellos ochenta en atentados dentro de suelo americano, mientras nos sorprendíamos al regresar a Europa de la policía española bien pertrechada de armas visibles o los carabinieri italianos empuñando metralletas disuasorias. Impensable en Manhattan.

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Con el material que se excavó para dar cimentación de las Torres se ganó incluso una extensión para la sobrepoblada isla de Manhattan, y mientras se asentaba y planificaban nuevos edificios, en ese espacio se celebraron desde montajes artísticos y conciertos reivindicativos como el de los No Nukes, contra las centrales nucleares, tras el accidente en la isla de las Tres millas del año 79. Allí mismo se cortaba la obsoleta autopista elevada que bajaba en paralelo al rio Hudson, la West Side Highway, carente ya de trafico automovilístico, pero apta para recorrerla en bicicleta mirando al agua y a las torres. Paseos de gran placer a cielo abierto fuera de las atestadas calles de Manhattan. Lo urbanamente caduco se codeaba con el nuevo referente alzado en el sur de la isla. 

El imparable impulso renovador de Nueva York quería dejar atrás su nuevo símbolo aportada cada año algún nuevo tótem a su línea del cielo. El arquitecto chino I.M. Pei coloco en Madison Avenue su monumental ATT, poco antes de que la compañía telefónica fuese troceada y el edificio perdiese su función corporativa.  El banco Citicorp levantó su sacapuntas metalizado que salvaba una vieja iglesia al pie de la columna mas gruesa que se imaginan. Otro arquitecto creo un lipstick, un lápiz de labios arquitectónico, etc, etc en aquellos disparados ochenta donde la ciudad no veía limite, ni en el cielo.

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Despues llegó, inopinadamente, el día de la infamia, cuando que Nueva York- y el mundo –fueron privados de sus faros luminosos, para meternos a todos en la edad oscura. El alborozo por la caída del muro, por la nueva era de libertades tras la larga y absurda Guerra Fría, quedó congelado.
Pasados veinte años, con un Nueva York más redimido, vuelto a la actividad, con más rascacielos construidos en estas últimas décadas que nunca, la recompensa por lo sufrido no ha sido suficiente. Y el estigma de que los instigadores ideológicos de aquella infausta acción ahora celebran su regreso al poder disparando metralletas, nos deja el estómago revuelto y la mente perpleja.
Sabemos que Nueva York era y es la capital del mundo, por ser más activa y modernizadora que ninguna otra metrópoli; pero sobre todo lo es porque a pesar de todas las circunstancias, de los miedos sobrevenidos y las amenazadas imposibles de detener Nueva York no se para, como no se puede parar ni el corazón del mundo ni su libertad.

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Ahora hay una nueva luz en el sur de Manhattan. Una llama viva que recuerda a los caídos, un viento permanente que se llevó el olor a piel quemada que tanto tiempo penetró la zona y un espíritu renovado que ha llevado a la ciudad a nuevas cotas de desarrollo que nadie imaginó en los momentos del gran cataclismo. 
El himno de Nueva York dice en su primera estrofa. “Estoy marchándome hoy…” Pero los que hemos sido ciudadanos de ese lugar-  y hoy lo somos todos en el mundo herido –prometemos que “siempre volveremos”, porque en ello nos va el futuro del mundo y la libertad. 

Javier Martin-Domínguez
Periodista, fue corresponsal en Nueva York durante una década.
 

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