Opinión

Suecia también se rinde a la mortal evidencia

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Era como la aldea gala de Asterix. Suecia se había convertido en el último gran país europeo en resistirse a la adopción de medidas drásticas para combatir al coronavirus. El primer ministro sueco, el socialdemócrata Stefan Löfven, había esgrimido el “acrisolado sentido cívico y responsable de los ciudadanos suecos” para evitar la imposición de los confinamientos que se han generalizado en prácticamente todo el mundo. 

Löfven se había limitado a decretar el cierre de los centros de enseñanza superiores y a reducir a un máximo de 50 personas las reuniones en las calles, parques o locales públicos. No clausuró las escuelas ni jardines de infancia, y no impuso, sino que solo recomendó abstenerse de realizar viajes que no fueran imprescindibles; a la vez que los mayores de 70 años procuraran quedarse en casa. Pero, cafeterías, restaurantes y todo tipo de tiendas y locales de esparcimiento continuaron su rutina. 

Suecia no siguió siquiera el ejemplo de Dinamarca y Noruega que, como la práctica totalidad de la Unión Europea (UE), habían decretado el confinamiento de la población salvo la que atiende a servicios esenciales, y el cierre de fronteras. Ni siquiera imitó a Finlandia, que decidió aislar todo el perímetro que rodea a Helsinki. 

El panorama cambió el domingo, cuando el Gobierno anunció la cifra de 401 muertos a causa de la COVID-19, un 8% más que los fallecimientos registrados hasta el sábado. Esa cifra rebasa el total de las acaecidas en el conjunto de sus tres vecinos nórdicos. Representa 37 muertes por millón de habitantes frente a los 28 de Dinamarca, los 12 de Noruega y los 4,5 de Finlandia. Al anuncio de la subida del índice de infectados y su consiguiente mortalidad siguieron las preguntas de qué medidas adoptaría el Gobierno, que hubo de reconocer que esta semana sometería al Riksdag (Parlamento) las consiguientes disposiciones de aislamiento y confinamiento.  

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La estrategia de erigir una ‘Herd immunity’ 

Después de Reino Unido, Suecia se rinde así a la evidencia de que su estrategia de permitir una infección paulatina de la población, y su correspondiente inmunización, no le permitiría combatir la pandemia mejor que al resto de la Unión Europea. El primer ministro británico, Boris Johnson, -él mismo infectado- había confiado, al igual que Países Bajos por cierto, en erigir rápidamente un gran contingente de ciudadanos inmunizados (‘Herd immunity’), estrategia que tanto Londres como La Haya abandonaron en cuanto la curva de víctimas se hizo más vertical. 

Pese a todo, el jefe de Epidemiología que guía al Ejecutivo sueco, Anders Tegnell, defiende que no es un error intentar esa autoinmunización progresiva de la población. Estima que las medidas de confinamiento y aislamiento no son en absoluto sostenibles a largo plazo. “Más pronto que tarde -afirmó- la gente ha de salir de casa y hacer una vida normal”, aludiendo implícitamente a que una prolongación en el tiempo de “medidas drásticas” podría desembocar en otras enfermedades, especialmente las de orden psicológico. 

Dada la distribución poblacional de Suecia, la expansión del COVID-19 no es uniforme, de tal suerte que es la capital, Estocolmo, el núcleo urbano donde se observa la mayor explosión de infectados. Y, también, como en el caso de los demás países de la UE, las residencias de ancianos constituyen los mayores focos de contagio. E igual que en España, Italia o Francia, sus cuidadores se quejan de una lacerante falta de equipamientos apropiados, lo que les expone gravemente al virus. 

Asimismo, tanto en Suecia como en el resto de la UE y del mundo, aflora el debate sobre las prioridades, tanto las de orden económico para que el país no se derrumbe, como las de carácter ético, o sea, cómo se ejecuta el triaje de candidatos a las UCIs cuando estas son notablemente insuficientes y los médicos han de decidir quién vivirá y a quién se le dejará morir. Definitivamente, Suecia no era tan distinta al resto de sus socios europeos.