Opinión

Tirar con pólvora del Rey

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«Disparar (o tirar) con pólvora del Rey» es una frase antigua y de uso muy frecuente, fundamentalmente, en el ámbito político. Expresión, que se solía y suele utilizar cuando alegremente y sin reparo, se emplean muchos recursos ajenos para cubrir cualquier necesidad social, casi siempre en busca de réditos políticos y sobre todo, si el gasto se realiza aunque suponga un gran estipendio.

Es muy frecuente y relativamente sencillo ver que muchos cargos públicos emplean dichos gastos extraordinarios, que no le son propios, en novedosas y costosas iniciativas o para cubrir exigencias no programadas. Gastos, que ni siquiera pueden salir del remanente presupuestario y que para costearlos, es necesario recurrir al patrimonio ajeno con el consiguiente costo y riesgo para los que finalmente los deben sufragar.

Supongo que etimológicamente esta frase entró en el acervo popular porque allá en tiempos pretéritos, los reyes europeos pasaban la mayor parte del tiempo guerreando por notoriedad, envidias, cubrir ambiciones personales, buscando expandir sus territorios o por distraerse sin más; sin importarles el hecho de que las guerras en sí mismas, así como el empleo o mantenimiento de las tropas durante y tras ellas, nunca ha sido cosa barata y pudiera darse en caso, de que algunos incautos pensaban que era el Rey quien los costeaba de sus arcas personales, sin caer en la realidad por la que siempre es al pueblo liso y llano quien, con mucho esfuerzo y gran sacrifico personal, le tocaba rellenar dichas arcas cuando con demasiada frecuencia, se quedaban vacías.

Esta tradición y falsa expectativa de solucionarlo todo a lo grande, muy usada antaño y por desgracia, arrastrada hasta nuestros días aunque no se guerree con tanta frecuencia e intensidad, se usa con mayor frecuencia, por los gobiernos de izquierdas, variopintas coaliciones o asociaciones de países que por contagio o por no quedare atrás, contraen compromisos sin el concurso de auténticos expertos que evalúen sus costes reales y sin estimar mínimamente  el alcance de las decisiones de tipo económico, social e industrial que, por separado o en coalición, se adoptan con relativa alegría y que en breve, dada su intensidad o gravedad, se vuelven contra la política adoptada como un grande y peligroso boomerang.

Es el caso de la inusitada alegría mostrada, sobre todo en Europa, por y para la adopción de drásticas y sangrientas medidas -sobre todo para el bolsillo del contribuyente- en referencia a las necesarias y obligatorias actuaciones individuales y colectivas para “hacer frente o evitar los desastres que propicia el nocivo y creciente cambio climático por la abusiva acción del hombre” principalmente, en lo concerniente a la importante reducción en la emisión de dióxido de carbono (CO2).

Tradicionalmente, los grandes productores de este componente químico como China, Rusia, La India y EEUU y algún otro de menor entidad, se vienen resistiendo al embriagador impulso del resto del mundo en aceptar los compromisos que insistentemente vienen arrastrándose de las pasadas cumbres sobre el cambio climático en Kioto, Madrid o París y algunas más.

Aunque algunos han cambiado un tanto su actitud, muchos, siguen sin dar su brazo a torcer totalmente dado que la alternativa al uso del carbón o el gas -en un mundo en el que queda muy bonito y progre declararse “no nuclear” y cerrar las pocas y restantes centrales de este tipo, aunque sea una energía muy “limpia”- es realmente muy costosa; dependiente de variables e incontrolados factores climáticos (viento, sol y lluvia); claramente insuficiente para cubrir las necesidades totales, aún funcionando todas ellas al unísono y a pleno rendimiento -cosa que nunca ocurre- por lo que resultan incapaces de suplir con garantías todo lo que generan los elementos que se pretende cerrar.

En el viejo Continente, la muy joven e inexperta Europa, con la Alemania de Merkel a la cabeza, lleva años tirando del carro de lo verde (quizá para evitar que la oposición le comiera la tostada a su partido a la hora de retirarse), cerrando gran parte de sus centrales nucleares (no así en Francia) y dando pronta fecha de caducidad a las restantes centrales del mismo tipo. España, como siempre aunque sin generar energías propias y ninguna causa política para ello, ha sido arrastrada por la alemana modalidad.

Inicial impulso, del que los alemanes ya comienzan a arrepentirse o a pensarlo algo mejor; porque, como listos y buenos calculadores que son, han echado cuentas y empiezan a temblar al ver la que en breve se les avecina para sufragar los costos de la energía por el pago del CO2 emitido según la normativa europea; aunque, para evitar entrar en una espiral de precios como en España, Italia o Portugal, llevan tomadas ciertas medidas para reducir los grandes impuestos nacionales que la encarecen.

Mientras tanto, y en espera de alguna otra alternativa en ciernes como las centrales de fisión nuclear, en algunos piases aún se mantiene el pernicioso y costoso uso del carbón para evitar su gran dependencia de la fluctuante, tanto en cantidad como en precios, importación del gas ruso o argelino con el que enfriar sus calurosos lugares turísticos o calentar sus fríos hogares y mover la industria mediana y pesada.

En España, país en el que estamos acostumbrados a la chapuza u ocurrencia del momento, al parche fundamentalmente mediático y por lo tanto poco meditado o improvisado y a hacer las cosas mal con demasiada frecuencia, nos encontramos en este aspecto en una situación de caos y crisis total.

Situación, que supone un hándicap para un gobierno que se pasó bastantes años en la oposición criticando a su antecesor porque la política energética de aquel suponía un gran desencuentro con la sociedad tras subir, en aquellos tiempos, los precios en un pequeño porcentaje y se hartó de hacer vanas promesas de corregirlos seriamente y proteger a los más necesitados de tales desmanes.

Promesas, que trató de cumplir nada más hacerse con el poder y que ha olvidado por completo en menos de dos años. A fecha de hoy, y al menos en la Comunidad de Madrid, decenas de miles de familias siguen sin percibir en este 2021 una de las ayudas prometidas por el Gobierno de Pedro Sánchez, el Bono Social Térmico.

Como resultado de lo anterior, el precio de la luz, impulsado por diversos factores endógenos y exógenos, es hoy en día cuatro veces más caro que cuando ellos prometían la arcadia energética (en estos días el megavatio llegará a los 200 euros, y al alza, en su hora punta), la luz sube a todos por igual y no respeta ni a los ciudadanos que viven de un pequeño sueldo, una subvención o una pensión, ni tampoco a las pequeñas o medianas empresas, ni a las grandes fortunas o importante industrias que consumen cuantiosas cantidades de energía; por lo que incrementos tan importantes como los presentes, suponen una subida de sus precios de producción difíciles de absorber a costa de los cada vez, más reducidos beneficios.

Por si fuera poco, a los mayores costos mencionados hay que añadir el gran incremento del precio de los derivados del petróleo (líquidos y gaseosos) lo que supone un encarecimiento directo de los precios de la producción de energía eléctrica y repercuten en los del transporte de los productos, el mantenimiento del ciclo del frio, su almacenamiento y la misma distribución. En consecuencia, el IPC sube proporcionalmente a lo anterior, lo que influye directamente en la capacidad y el nivel de consumo de los ciudadanos y a corto plazo, en los compromisos adquiridos por el gobierno para el mantenimiento del poder adquisitivo de los salarios mínimos y pensiones en próximas revisiones.

Sufrimos un gobierno que a pesar de confesar ser socialista y comunista hasta la medula, vive de, por y para los impuestos. Allá donde atisba un resquicio de donde sacar un céntimo al ciudadano y al pequeño o al gran empresario, se lanzan a su captura incumpliendo con ello su promesa de sólo freír a impuestos a los que más tienen; hoy en día, todos sufrimos su vorágine recaudatoria y sus sucesivos zarpazos.

Ha sido precisamente en el precio a pagar por la energía (de cualquier recibo de la luz, la Hacienda pública recauda casi el 60% de su importe) y de los carburantes, que no por su valor real, en dónde el gobierno ha encontrado uno de sus mayores filones recaudatorios. Impuestos de los que, unos son heredados, otros nuevos y la mayoría como resultado de concesiones o pagos a cuenta de ofertas anteriores para imponer determinados cambios en la forma de obtener la energía.

A pesar del enorme bocado que llega a las arcas del estado por este concepto y en lugar de reducirlos a límites más razonables, tras muchas presiones, tiras y aflojas, el gobierno ha optado por un doble juego; bajarlos temporalmente -cómo mucho hasta abril del año que viene para volverlos a recuperar trascurrida dicha fecha- y meterle un palo a los beneficios de las empresas eléctricas quitándoles una serie de ingresos (posiblemente también temporal), que por cierto, habían sido pactados con ellas hace años a cambio de diversas y costosas inversiones y modificaciones en la red para hacerla más competitiva por su actualización y mayor eficiencia. 

Como todo lo que suele vendernos el gobierno y sobre todo, su presidente; no solo gira en el entorno de la mentira, casi siempre es provisional, lo suele rectificar y se encuadra en los parámetros de lo que se conoce como “pan para hoy, pero hambre del mañana” porque al ser temporal su aplicación, la vuelta a los mismos parámetros, transcurrido cierto tiempo, supone simplemente un traslado del problema sin haberlo solucionado.

Por otro lado, toda drástica e hiriente medida adoptada contra lobbies o empresas multimillonarias, enlazadas con fuertes inversores o importantes entidades bancarias afincadas en diversos territorios con tendencia al independentismo o la autosuficiencia; legislada de forma precipitada, populista, drástica, en caliente y sin escuchar a todas las partes implicadas, sin duda tendrá repercusiones inmediatas o a corto plazo en la estabilidad económica, la seguridad jurídica a futuro, e incluso, también en la estabilidad parlamentaria.

Con respecto a este último punto hay que pensar que aquellos territorios y los partidos políticos de corte nacionalista o separatista que los gobiernan, son contrarios al interés general del Estado, muy recelosos de la inmunidad de las empresas en ellos afincadas y, como sucede en este caso, forman parte sustancial de la alcayata en la que se apoya el gobierno de la nación para seguir adelante en su mandato o para aprobar sus necesidades legislativas.

El precipitado Decreto aprobado esta semana por el ejecutivo supone un mazazo a las eléctricas  a base de recortarles unos 4.000 millones los beneficios y dejar de percibir las arcas de Hacienda unos 2.000 millones de euros, y aunque será de forma provisional, ha tenido una rápida respuesta bursátil en los dos primeros días desde su publicación en los que dichas compañías perdieron más de 7.500 millones en su cotización. 

Todos los gobiernos populistas, que gastan a manos llenas un dinero que no tienen y tiran de dicho recurso como antaño se hacía con la pólvora del Rey, acaban encontrando en esto su talón de Aquiles por lo que, tarde o temprano, los imprudentes y felices tiempos del “pan y circo” se tornan contra ellos, porque al pueblo, por muy vago, comprado o con pocas luces que tenga, cada vez pide más pan y le gusta menos el circo.