Opinión

Todo puede pasar en Ucrania

photo_camera Russian troops on the Ukrainian border

Esto de Ucrania se complica, aunque solo sea porque ninguno de los grandes implicados, Rusia y Estados Unidos, puede perder la cara después de lo que han dicho y hecho. O, dicho de otra manera, no pueden regresar a casa con las manos vacías, sobre todo Rusia que ha desplegado cien mil soldados junto a la frontera ucraniana como instrumento de presión. Tampoco Ucrania, que desearía encontrar una vía para salir del lío que la coloca en su epicentro, pero que no puede renunciar a su soberanía, y desde luego no la UE ni la OTAN. Esta puede ser una de esas situaciones que acaban arrastrando a sus protagonistas a hacer cosas que no desean, como ya ocurrió en la Gran Guerra de 1914-1918 en la que tres de los cuatro emperadores que la protagonizaron eran primos entre sí, que costó la vida a millones de personas y que además no solo hizo perder la corona a tres de los cuatro, sino que sembró la semilla que veinte años más tarde hizo fructificar a Hitler con los resultados ya conocidos. No hay que jugar con fuego y eso es precisamente lo que Vladimir Putin está haciendo en estos momentos.

Es innegable que Rusia tiene sus razones, aunque no tenga razón en la manera de exponerlas y de defenderlas. En 1991 el derrotado fue el comunismo y no Rusia. Pero Moscú perdió dos millones de kilómetros cuadrados en territorios que dominaba y también perdió el estatus de gran potencia (Obama la llamó displicentemente “potencia regional”) además de no ser integrada en la geopolítica que resultó del fin de la bipolaridad y en la que los Estados Unidos se quedaron como única superpotencia. Es cuando Francis Fukuyama erró a lo grande al anunciar “el fin de la Historia” con el triunfo definitivo del liberalismo que se había deshecho de las otras dos grandes ideologías que dominaron el siglo XX: el fascismo y el comunismo. Ojalá no se hubiera equivocado, pero es típico de los imperios pensar que van a durar eternamente, lo mismo creyeron los romanos tras la derrota y destrucción de Cartago. Y ahora resulta que apenas treinta años después de la implosión soviética, Moscú y sobre todo Pekín ofrecen un modelo alternativo de gobernanza global que se parece al nuestro en su componente capitalista pero que difiere en su esencia autoritaria. Y, sobre todo, que se basa en valores muy diferentes de los nuestros.

Rusia ha trazado una línea roja en Ucrania después de que doce exrepúblicas soviéticas se hayan integrado en la OTAN porque siente el aliento de la Alianza en el cogote y tiene sensación de cerco y de asfixia. Cree que Kiev se desliza inexorablemente hacia la Unión Europea y hacia la OTAN y ha puesto los pies por alto. Hasta aquí hemos llegado, ha dicho el Kremlin, donde para empezar no se acaba de comprender la independencia de Bielorrusia o de Ucrania. En un ensayo publicado el pasado mes de junio, Putin se refería a las fronteras de Ucrania y decía taxativamente que “nos han robado”. Lo que el Kremlin quiere son garantías de que Ucrania nunca entrará en la OTAN ni aceptará convertirse en un portaaviones lleno de armas occidentales junto de sus fronteras. Y no se para ahí, porque también exige que los EEUU renuncien a tener armas nucleares en Europa y que se retiren las convencionales que la Alianza ha emplazado en los países Bálticos, Polonia y Rumanía. No está claro qué va a hacer Rusia ahora, si las tropas desplegadas junto a la frontera de Ucrania la van a invadir o si son mero postureo para negociar con más fuerza. Nadie lo sabe.

En todo caso se trata condiciones que EEUU no pueden aceptar porque afectan a la soberanía de Ucrania, porque no puede admitir el chantaje como forma de hacer política, y porque comprende que a los europeos se les ponen los pelos de punta ante el expansionismo nacionalista de Rusia. Tragamos todos, aunque protestando, tras las injerencias rusas en Moldova, en Georgia, y en la misma Crimea. Pero ya no queremos seguir tragando porque también nosotros tenemos líneas rojas y Ucrania o los Bálticos las definen. Tampoco podemos aceptar que Moscú decida si Finlandia o Suecia pueden entrar o no en la OTAN si un día desearan hacerlo. Además, si no defendemos las fronteras de Europa que consagra el Acta Final de la Conferencia de Helsinki (1972) el continente puede saltar en pedazos.

Lo cual no quiere decir que americanos y rusos no puedan hablar de muchas otras cosas como de desarme, de la reanudación de las conversaciones para prorrogar el Tratado START 3 sobre misiles intercontinentales, del Tratado INF sobre misiles de rango intermedio en Europa, que abandonó Donald Trump por entender que Rusia lo violaba, del Tratado Cielos Abiertos, creador de confianza, del despliegue de ciertas armas en Europa, de la celebración de maniobras, del uso de drones, de guerra cibernética... los americanos pueden hablar de muchas cosas con los rusos pero lo que no pueden es ceder al chantaje porque eso después de lo acontecido en Afganistán sería percibido como debilidad, enviarían a señal muy mala al mundo sobre su determinación, tendría muy mala lectura en Europa y podría inducir a China a equivocarse en Taiwán con muy graves consecuencias potenciales.

Esta crisis ha puesto de relieve una vez más la impotencia de Europa, marginada en la negociación de problemas que le afectan de lleno y de manera directa pues tocan a su mismo corazón. Y la UE no ha estado en las conversaciones, aunque sus Estados miembros sí hayan participado en los contactos que han tenido lugar en el seno de la CESCE o de la misma OTAN. Pero somos 27 países con diferentes posiciones sobre Rusia y es difícil tener una política exterior común sin antes ponernos de acuerdo entre nosotros, lo que exigirá fórmulas imaginativas como mayorías cualificadas, abstenciones positivas o lo que sea que nos permita hablar con una sola voz y evitar la necesidad de consenso en todos y cada uno de los problemas de política exterior. Porque por este camino no vamos a ningún lado pues mientras no lo hagamos y no dispongamos de una fuerza militar, nadie nos escuchará ni respetará. Nadie nos tomará en serio, salvo cuando haga falta echar mano de nuestra chequera. Así de claro.

La que tiene todas las de perder, aunque no haya invasión es Ucrania. Ya le han quitado Crimea y Rusia no se la va a devolver por muchas sanciones económicas que se le impongan. Y mucho me temo que lo mismo vaya a pasar antes o después con las “repúblicas de Donetsk y Lugansk”. Si es que las cosas se quedan ahí y no van a peor. De entrada, lo ocurrido meterá el miedo en el alma de Ucrania y pondrá plomo en sus zapatos para una buena temporada.

Hoy en día, tras unos primeros contactos que al parecer no han hecho que nadie cambie su postura negociadora inicial (los norteamericanos dicen que las pretensiones rusas son un “non starter”, o sea no es una base válida para comenzar a negociar), todo puede acabar ocurriendo porque en realidad nadie sabe por dónde va a discurrir el devenir de la historia. Hasta los expertos en Rusia reconocen su desconcierto e ignorancia. Y con cada momento que pasa la tensión aumenta y el problema deja de ser solo Ucrania para convertirse en cómo evitar una guerra en el corazón de Europa. No es alarmismo, aunque personalmente crea que no llegará la sangre al río, por más que no haya que excluir errores de unos u otros que la acaben derramando. Y eso es lo que más preocupa. Es para ponerle a uno los pelos de punta, por muy distraídos que andemos con ómicron y la pandemia, porque nunca hay que olvidar que no hay situación mala que no pueda empeorar, que el nacionalismo es expansivo por naturaleza y que jugar con fuego es muy peligroso.

Jorge Dezcallar, embajador de España