Opinión

A Trump tampoco le gusta la Corte Penal Internacional

photo_camera El presidente de EEUU, Donald Trump

Con el presidente Donald Trump nadie podrá llamarse a engaño. La tosquedad de sus modales muestra con descaro e insolencia sus intenciones de boicotear o enfrentarse abiertamente a aquellos organismos internacionales que no se ajusten a sus intereses. Los últimos en experimentarlo son los funcionarios de la Corte Penal Internacional (CPI) que investigan presuntas violaciones de los derechos humanos, cometidos por tropas y agentes de seguridad estadounidenses en Afganistán. 

En realidad, Trump ejecuta con más brusquedad lo que sus predecesores en la Casa Blanca han venido haciendo desde la creación misma en 1998 de dicho tribunal, y en especial desde que entrara en pleno funcionamiento en 2002 tras ser ratificado por los primeros 60 países miembros. Fue el presidente Bill Clinton quien apenas un día antes de abandonar el poder firmó por sorpresa en nombre de Estados Unidos la ratificación de la CPI, y fue su sucesor, George W. Bush, el que anuló aquella operación a los pocos meses de sentarse en el Salón Oval de la Casa Blanca. Tampoco el primer presidente mulato del país, Barack H. Obama mostró la menor empatía hacia un tribunal, cuya entronización largamente perseguida fue considerada como uno de los mayores logros de la humanidad: que no hubiera impunidad para quienes cometieren los más graves crímenes contra el Derecho Internacional, desde los atentados a la dignidad humana hasta el genocidio. 

La investigación a los soldados y funcionarios norteamericanos a propósito de Afganistán es un empeño de la fiscal del CPI, la gambiana Fatou Bensouda, que persigue los supuestos delitos de violaciones y torturas realizados no solamente en territorio afgano sino también en cárceles secretas situadas en el Este de Europa, contando así con la presunta colaboración de los países anfitriones de dichas prisiones secretas, miembros por cierto tanto de la Unión Europea como de la OTAN. 

La orden ejecutiva emitida ahora por Trump, que impone tanto sanciones económicas como denegación de visados de entrada en Estados Unidos a los funcionarios de la CPI, se justifica en que “sus actuaciones amenazan con socavar nuestra soberanía nacional”. En realidad, la Administración americana consideró desde el principio que más pronto que tarde el tribunal terminaría por examinar las acciones en el exterior de sus efectivos. Lo prueba el que al filo de la entrada en funcionamiento de la CPI en 2002 el Congreso norteamericano aprobase ese mismo año la Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense, que blindaba tanto a militares como a civiles de ser juzgados por otros tribunales que los norteamericanos. 

Justicia que no es igual para todos

Pese a que en el ambiente global destaque la estridencia de Trump, la CPI tampoco gusta a Rusia, China, India o Israel, grandes potencias que también se han abstenido de ratificar, y por tanto reconocer la jurisdicción de dicho tribunal. Rusia tiene especial interés en que no se investigue su actuación en la anexión de Crimea en 2014  y la guerra que se libra desde entonces en el este de Ucrania; China tampoco quiere que nadie hurgue en lo que ocurre con sus minorías étnicas al oeste y sur del país; Rusia y China han vetado al unísono los intentos del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por activar a la CPI para investigar crímenes de guerra cometidos en Siria; las actuaciones de India en la Cachemira privada de autonomía y definitivamente anexionada tampoco contarían con la colaboración de Nueva Delhi, y en fin Israel abomina de que la CPI abriera a finales de 2019 una investigación por posibles crímenes de su ejército  sobre ciudadanos palestinos. 

No son pocos los que cuestionan la utilidad de la CPI si no puede juzgar a los más poderosos. Muchos africanos piensan que se trata de un tribunal impuesto exclusivamente para (contra) ellos. Su primer investigado fue precisamente el presidente de Sudán, Omar Al-Bashir, que mientras estuvo en el poder se mofó literalmente de la orden internacional para su captura. El segundo fue el líder libio Muammar El Gadafi, cuyo asesinato por linchamiento en 2011 dio el caso por zanjado. Vendría después la primera sentencia, 30 años de condena a Thomas Lubange, dirigente de las Fuerzas Patrióticas de Liberación del Congo, por el reclutamiento y utilización de niños y niñas soldado. En 2016 se impusieron 18 años de prisión para el congolés Jean-Pierre Bemba Gombo por asesinatos, violaciones y pillajes cometidos en la República Centroafricana, y también los nueve años que le endosaron al yihadista Abú Turab por la destrucción de nueve mausoleos y una mezquita, patrimonio de la humanidad, en Tombuctú.

Una letanía africana que provocó que Burundi, cuyo presidente, Pierre Nkurunziza, ha fallecido ahora en plena pandemia del coronavirus, fuera el primer Estado en abandonar la CPI en 2017.