Un martes que puede ser negro

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Asoma en el horizonte Donald Trump, que con toda probabilidad presentará de nuevo su candidatura a la Casa Blanca. Lo hará tan pronto como se conozcan los resultados de las elecciones de mitad de mandato, que tienen muchos visos de arrojar una victoria contundente del Partido Republicano. 

Lo más importante de estos comicios no estará seguramente en comprobar las simpatías de los votantes norteamericanos; al fin y al cabo sus oscilaciones forman parte del juego de la democracia, que en Estados Unidos se ha desarrollado, con todas las imperfecciones que se quiera, de manera impecable a lo largo de toda su historia. Esa trayectoria podría verse interrumpida bruscamente. De hecho, la amenaza de que así sea es real, puesto que no es normal que un 60% de los candidatos republicanos, tanto a la renovación total de los 435 escaños de la Cámara de Representantes, como a los 35 del Senado, amenacen con no reconocer el resultado que arrojen las urnas si no les es favorable. Todos ellos siguen la estela iniciada por el propio Trump, quién dos años después de su derrota ante Joe Biden sigue insinuando que le robaron la victoria, argumento que ha sido rechazado por más de sesenta tribunales de justicia de todo el país. 

La persistencia de tal argumentación ha sido asumida por gran parte del electorado republicano, de tal forma que han interiorizado no solo que el actual presidente, Biden, ocupa ilegítimamente la primera magistratura del país, sino que extiende el manto de la sospecha al resto de las instituciones, lo que equivale a cuestionar la totalidad del sistema democrático. No es, pues, una buena noticia para la superpotencia que encarna un sistema de valores que se opone frontalmente al que ahora mismo representan las otras dos grandes potencias que cuestionan el orden internacional basado en reglas: la Rusia de Vladímir Putin y la China de Xi Jinping. 

Que se tambalee ese liderazgo de las instituciones y valores democráticos es asimismo una pésima noticia para el bloque de países que conforman lo que se conoce como Occidente. No es casualidad que en muchos de ellos hayan aparecido con fuerza y hayan comenzado a extenderse los populistas que también aspiran a hacer tabla rasa del sistema de libertades para sustituirlo por totalitarismos que la historia enseña sobradamente las tragedias individuales y colectivas que acarrean. 

Temor a un recuento largo y a violentos impacientes

No sería un buen augurio que los resultados finales de las elecciones del martes tardaran en conocerse y aceptarse, fruto no solo de lo ajustada que pueda ser la pugna, sino del previsible aluvión de reclamaciones e impugnaciones que presenten algunos perdedores. Están aún muy recientes en la memoria las imágenes del asalto al Capitolio de Washington, y hay inquietantes signos de alarma respecto de votantes dispuestos a echarse al monte o a las calles si las urnas no coinciden con sus propias ensoñaciones. 

No es este el peor momento en que los electores han de escoger entre candidatos y programas diferentes. En esta ocasión, como tantas en el pasado, la economía es la cuestión central, puesto que una inflación disparada y una energía capaz de romper con sus precios cualquier previsión presupuestaria, ha empobrecido notablemente a extensas franjas de ciudadanos. Como siempre que se produce este tipo de situaciones, los demagogos buscan o acentúan el señalamiento de enemigos, y en este caso la diana se ha puesto en la inmigración que, como en tantos otros lugares del mundo, es considerada la culpable más próxima de las propias adversidades. 

Si el Partido Republicano, dominado por Donald Trump, se hace con el control de ambas Cámaras, el mandato de Joe Biden podría darse por concluido, ya que le será imposible aplicar punto alguno de su proyecto de gobierno en los próximos dos años que le restan. A lo sumo, su trabajo quedaría reducido al ámbito de la política exterior en el que no precisa del aval de las Cámaras Legislativas. Y, aun así, habría consecuencias respecto del comportamiento de Estados Unidos, por ejemplo, en la guerra de Ucrania. Europa debería irse preparando para una vuelta a la línea dura de Trump, la que menospreciaba a la Unión Europea y exigía a sus miembros, que también están en la OTAN, más esfuerzo en dinero y medios para ocuparse de su propia seguridad, aunque para ello hubiere de mandarse a tomar viento a lo que todavía quede del estado de bienestar.  

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