Un Papa en el corazón del mundo

Pope Francis Iraq

Francisco, el 266º Papa de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, culminó con indudable éxito el viaje más arriesgado de su pontificado. Periplo religioso, por supuesto, por varias ciudades de Irak, la antigua Mesopotamia, cuna de Abraham, el padre de las tres religiones monoteístas, y, por consiguiente, de la civilización que ha marcado la historia del mundo en los últimos 5.000 años. También, claro está, de consecuencias políticas, que cabe calificar de positivas en la medida en que ha demostrado que por encima de los escombros del odio y de la guerra pueden alzarse sentimientos fraternales de respeto, síntomas inequívocos de esperanza. 

Este anciano Papa, de 84 años, aquejado de no pocas dolencias, ha desoído todas las llamadas a la “prudencia” que desaconsejaban el viaje. Trayecto que no pudo realizar Juan Pablo II, el pontífice más viajero de la historia, ni tampoco Benedicto XVI, uno de los intelectuales más profundos y brillantes de las últimas décadas a caballo de los siglos XX y XXI. Ninguno de los que ocuparon antes la silla de San Pedro había vuelto a la cuna misma de la civilización, correspondiente geográficamente a Irak, un país que el presidente George W. Bush había prometido retrotraer a la edad de piedra. Y, a fuerza que, entre la temible dictadura de Sadam Husein, la sangrienta guerra de desgaste con Irán, las dos guerras contra los Estados Unidos de Bush padre y Bush hijo, y el brutal califato de Daesh, han estado a punto de conseguirlo. 

Las heridas de Irak siguen abiertas y no se curarán fácilmente. Además de la inmensa destrucción material que aún tardará mucho tiempo en reconstruirse, el odio se apoderó de muchos corazones. Los suníes, dominadores con Sadam, machacaron a la mayoría chií mientras que los suníes extremistas de Daesh declararon la guerra sin cuartel a los chiíes de Irak y Siria, pero sobre todo a los cristianos, mandeos y yazidíes de la antigua Mesopotamia. Los saqueos, torturas y todo tipo de exacciones contra ellos, difundidos ampliamente en todo el mundo mediante videos de impecable factura técnica, provocaron la huida y drástica disminución de la minoría cristiana, reducida a apenas 200.000 miembros desde el millón y medio existente a principios del presente siglo. Y azuzaron hasta abrazar el islamismo más radical a muchos jóvenes musulmanes europeos a que se embarcaran en una supuesta “yihad”.  

Desmontando la dinámica del odio

A esa exigua minoría cristiana Francisco les ha llevado el mejor mensaje posible: demostrarles que no están solos, decirles que Dios no les ha abandonado y que, a pesar de todas las agresiones y penalidades sufridas, es posible que puedan volver a coexistir en paz con los creyentes en el mismo Dios, aunque sea a través de diferentes religiones. El Papa ha desmontado la dinámica del odio que, como en tantos otros lugares del mundo, se había instalado en Oriente Medio, ese conglomerado en el que pareciera imposible otro tipo de relación que no sea la del lenguaje de la fuerza. 

Piedra angular del viaje ha sido la entrevista sostenida con el ayatolá Alí Sistani, la principal autoridad religiosa de Irak, del que Francisco obtuvo la promesa de respetar y proteger especialmente a esa minoría cristiana. Un diálogo que también se traduce en la reemergencia del Papa romano como un actor e interlocutor político internacional de primer orden. Un papel que se había ido reduciendo desde la desaparición de Juan Pablo II, con gran satisfacción por cierto de quienes pugnan, especialmente en el seno de las acomodadas sociedades occidentales, por destruir la huella cultural y civilizatoria del cristianismo en general y del catolicismo en particular, y erradicar de paso la dimensión más espiritual del hombre, convirtiéndolo así en más fácilmente manipulable. 

En la patria de Abraham el papa Francisco no ha inventado mensajes novedosos. “La verdadera religiosidad es adorar a Dios y amar al prójimo. La ofensa más blasfema es profanar el nombre de Dios odiando al hermano”, o “la fraternidad es más fuerte que el fratricidio, la esperanza es más fuerte que la muerte, la paz es más fuerte que la guerra”, son suscribibles por cualquier dirigente de buena voluntad que no esté poseído por el odio y el afán de venganza. 

Sí ha sido pionero Francisco en acompañar con su presencia al conjunto del pueblo iraquí en el arduo camino de su reconstrucción. Así se lo reconocía el presidente iraquí, Barham Saleh, en su despedida. El país, obvio es reconocerlo, sigue siendo escenario de guerra, y, por consiguiente, de la lucha personal y colectiva de sus habitantes por la supervivencia, lo que supone una enorme corrupción. Nada nuevo por otra parte, máxime en semejantes circunstancias. El Papa, que como señalara Stalin, sigue sin disponer de divisiones militares, ha abierto no obstante un camino de esperanza. A los grandes dirigentes de la región y del mundo corresponde transitarlo y ensancharlo o empecinarse en difuminarlo.   

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