Un siglo de la fundación en cascada de los partidos comunistas

Atalayar_Partidos Comunistas

Hace ya casi dos años que el Parlamento Europeo aprobó por mayoría aplastante una resolución en la que condenaba expresamente al comunismo, equiparándolo al nazismo, porque “ambos regímenes cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones, y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad a una escala nunca vista en la historia de la humanidad”. Llama por ello mucho la atención que el PSOE se haya opuesto ahora a respaldar una propuesta para condenar al fascismo y al comunismo en el Congreso de los Diputados.

Coincide esta negativa con el centenario de la fundación del Partido Comunista de España, que en noviembre de 1921 culminaría la cascada de nuevos partidos, escindidos casi todos ellos de los partidos socialistas de entonces. Seguían la estela del Partido Comunista de Rusia, la nueva  denominación adoptada en 1918 del viejo Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, impulsor bajo el liderazgo de Lenin de la Revolución bolchevique de 1917.

Los nuevos partidos comunistas nacieron en su mayor parte a partir de la ruptura con socialdemócratas, reformistas, anarquistas y especialmente con los socialistas. Tal fue el caso del PCE en España, como también del KPD de Alemania, fundado por los Espartaquistas en 1919; el PCF, surgido en 1920 de la ruptura en el Congreso de Tours de la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO), y del PCI, nacido ya a principios de 1921 por los autodenominados “puros” de Antonio Gramsci. En marzo de aquel mismo año, nueve meses antes que en España, nació en Portugal el PCP. La expansión de aquel movimiento en cascada también se extendería a América Latina, donde alumbraron a sus partidos comunistas casi en paralelo a los de Europa: Argentina en 1918; México, 1919; Uruguay, 1920, Chile y Brasil en 1922, y Cuba en 1925. El que hoy es el Partido Comunista más numeroso y con mayor poder en el mundo, el de China, surgiría en Shanghái el 23 de julio de 1921.

Todos ellos se adhirieron a la III Internacional, la famosa Komintern, dirigida con puño de hierro desde Moscú. La consigna era el activismo permanente, la implantación de sindicatos obreros uncidos al partido, la descalificación constante del poder burgués y del capitalismo, todo ello con la meta de la conquista del poder por el proletariado, con la fuerza de las armas si fuere preciso. La eliminación física de cualquiera que se opusiera se convertiría así en una trágica costumbre.

Primero Lenin y luego Stalin conformaron una dependencia ideológica y de absoluta obediencia de los partidos a la línea marcada por el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), de manera que los primeros enemigos a abatir eran los socialistas, pero también todos los que abogaran por una interpretación distinta del marxismo. Así, no pocos héroes de la primera hora de la Revolución serían liquidados por “revisionistas”, “trotskistas” o “burgueses”, lo mismo que les ocurriría a los que, pese a acatar con perfecta disciplina órdenes y misiones, conservaban la funesta manía de pensar, analizar lo que veían… y desengañarse.

Cien millones de víctimas

El hecho de que Stalin formara parte de la foto de los vencedores de la II Guerra Mundial puso en sordina, o sepultó directamente bajo un espeso manto de silencio, los crímenes del comunismo, no solo los cometidos en los treinta años de terror estalinista sino también los que continuarían después en los países en los que el partido comunista correspondiente alcanzó el poder.

En cien millones de muertos calculan los historiadores que, bajo la dirección del investigador francés Stéphane Courtois, alumbraron en 1997 el voluminoso y documentadísimo Libro Negro del Comunismo. Para establecer cifra tan sobrecogedora hubo que esperar a la caída del Muro de Berlín en 1989 y al estrepitoso hundimiento de la Unión Soviética en 1991, con la consiguiente apertura de los archivos secretos de Moscú, por cierto, hoy de nuevo cerrados por el presidente Vladímir Putin.

Mucho antes, los antiguos partidos de la Komintern habían operado grandes transformaciones. El más poderoso de los partidos comunistas europeos, el PCI se alejaba de Moscú a raíz de la invasión de Checoslovaquia y el aplastamiento de la denominada Primavera de Praga en 1968. Enrico Berlinguer, secretario general del PCI entre 1972 y 1984, concebía el denominado “eurocomunismo”, también conocido como “comunismo con rostro humano”, orientación a la que se uniría el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, culminación de su radical evolución, que le llevó a convertirse en pilar insoslayable de la transición española de la dictadura franquista a la democracia. Carrillo no recogería en votos y escaños lo que consideraba pago merecido por haber protagonizado, a riesgo de muerte y cárcel, la única lucha real a los cuarenta años de franquismo. Ahora, con el ministro de Consumo, Alberto Garzón, y la de Trabajo, Yolanda Diez, los comunistas españoles han vuelto al poder por primera vez desde 1939, o si se quiere desde 1947, si se tienen en cuenta los gobiernos en el exilio republicano.

No le iría mejor al PCI mejor que a Carrillo. Berlinguer falleció repentinamente en 1984, y el partido, ya en manos del que sería su último secretario general, Achille Occheto, se disolvería en el Congreso de Rímini de 1991. Hoy, Enrico Letta, dirige el transformado Partido Democrático, una lejana sucesión del que alumbrara Gramsci, considerado como uno de los más brillantes teóricos del comunismo.

La desactivación del poderoso PCF

El otro gran partido comunista europeo, el PCF, siempre fiel a Moscú aún después de los alzamientos de Budapest de 1956 y Praga en 1968, fue el principal opositor al general Charles De Gaulle en la V República. El viejo zorro socialista François Mitterrand lo desactivaría mediante el pacto de unión de la izquierda, de socialistas, comunistas y radicales de izquierda. Su triunfo, primero en las legislativas de 1978 y luego en las presidenciales de 1981, le llevaría a implantar en los dos primeros años el programa pactado con George Marchais, y abandonarlo tan pronto como los abultadísimos déficits presupuestarios y la peligrosa deriva ideológica hacia un colectivismo disfrazado, dispararon todas las alarmas en el seno de la entonces Comunidad Económica Europea y en las altas instancias políticas de Washington.

Cual dinosaurio fosilizado, el PCP del portugués Álvaro Cunhal se trajo del exilio a Lisboa la versión más rancia y dictatorial del comunismo. La Revolución de los claveles de 1974 pudo haberlo convertido en la pieza clave de un régimen tan opuesto y pendularmente dictatorial como lo fue el de Oliveira Salazar. Sin embargo, ese extremismo de Cunhal permitió al socialista Mario Soares agigantar su estatura de estadista moderado, encarnación  de un centro izquierda respaldado por una Europa que, como a España, sacaría a Portugal de su aislamiento y consiguiente atraso.

El comunismo en Asia y América Latina

Con la notoria excepción de China, los países en los que el Partido Comunista ha ocupado el poder abominan de una etapa de la que no recuerdan sino el terror y la pobreza, además de haberse venido abajo mitos como su supuesto respeto al medio ambiente.

China ha dibujado un horizonte de nueva sociedad que se extiende hasta 2050. Ya disputa a Estados Unidos la primacía mundial, pelea que tendrá grandes consecuencias –está por ver de qué tipo y calidad- para todo el mundo. El PCCh dispone de un líder, Xi Jinping, cuyas directrices han sido encumbradas a la categoría de pensamiento, en paridad con Mao Zedong.

Vietnam mantiene un régimen propio con muchos rasgos similares al chino. Ha disparado su prosperidad mediante el abrazo a una economía capitalista, pero establece el poder incontestable del Partido Comunista, cuya principal base de legitimación es haber logrado infligir la primera gran derrota a la poderosa maquinaria de guerra de Estados Unidos.

No es el caso de Corea del Norte, la primera monarquía hereditaria comunista en el mundo, ya con tres monarcas sucesivos desde Kim Il Sung. Una tentación, la de nombrar sucesor a los vástagos, en la que intentan caer sátrapas y dictadores en otras latitudes.

Y, en fin, en América Latina, aparte del caso de Cuba, los partidos comunistas son minoritarios o se han transmutado en fuerzas de izquierda con otras denominaciones. Esa tendencia desembocó en una explosión de gobiernos progresistas después de la liquidación de las dictaduras militares. Los excesos del chavismo venezolano provocaron que  sucediera una ola conservadora, que ahora apunta de nuevo a otro movimiento pendular.  
 

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