Opinión

Una visión sobre la guerra de Putin en Ucrania

photo_camera Ejército Rusia

La guerra en las relaciones internacionales. 

Desde los tiempos más remotos, las guerras han representado la principal herramienta de regulación de las relaciones interhumanas. Como afirmó el filósofo inglés Thomas Hobbes, el hombre en su estado inicial era un animal bastante violento (homo homini lupus) y, por ello, en las relaciones con sus semejantes imperaba la regla de la guerra, dentro de la cual el más fuerte lograba imponer sus intereses sobre el más débil. Basado en el principio de la selección natural, este marco estaba más cerca del reino animal que de una sociedad en el verdadero sentido de la palabra. 

Sin embargo, debido a la capacidad de aprendizaje inherente a la naturaleza humana, los débiles empezaron a unirse contra el más fuerte para conseguir enfrentarse a él, e incluso derrotarlo, y compartir los beneficios subsiguientes. De aquí surge uno de los principios básicos de las relaciones internacionales tradicionales: el equilibrio de poder

La humanidad ha progresado mucho desde aquellos tiempos ahogados en la bruma del tiempo. Las guerras han cambiado, bajo el impacto de las innovaciones tecnológicas, y también sus reglas. Las distintas civilizaciones que se sucedieron en la historia de la humanidad consiguieron mejorar y perfeccionar lo que el autor chino Sun Tzu denominó “el arte de la guerra”. Reuniendo grandes masas de gente armada y formando ejércitos formidables, diversos pueblos mantuvieron la supremacía sobre regiones importantes. Al mismo tiempo, sin embargo, aparecieron las negociaciones diplomáticas, que tenían la función de conciliar posturas diferentes e incluso enfrentadas ofreciendo beneficios mutuos que evitaban importantes pérdidas de cada parte en caso de conflicto armado. 

Tras la conclusión de varios tratados internacionales (Tordesillas, Zaragoza, Westfalia), se creó una jurisprudencia internacional, aunque solo en su fase inicial y marcada por traiciones y reorientaciones espectaculares. Con el surgimiento del Humanismo y la Ilustración, esta jurisprudencia emergente estuvo marcada por la idea de una cierta justicia y equidad universales, de modo que se crearon las premisas de una “sociedad universal de naciones” (imaginada por el filósofo alemán Immanuel Kant), que habría vivido en paz, evitando las soluciones bélicas y haciendo hincapié en el diálogo. Por el momento, lo que se desarrolló fue el llamado “concierto europeo”, por el que las grandes potencias acordaron no expandirse demasiado en detrimento de las demás, a cambio de mantener sus aristocráticos órdenes internos. 

Por desgracia, tuvo que pasar algún tiempo hasta que el sueño de una organización mundial que protegiera la integridad de las entidades que la componían (Estados, pueblos, naciones) se hizo realidad. La Sociedad de Naciones fue un primer experimento fallido tras las primeras conflagraciones mundiales del siglo XX. Sobre sus ruinas apareció la ONU, que fue un oasis de esperanza para los pacifistas, pero defraudó muchas de sus expectativas durante la Guerra Fría, cuando su eficacia fue mínima. Sin embargo, el marco jurídico internacional estaba mucho mejor regulado, y las misiones bajo mandato de la ONU parecían calmar las situaciones de conflicto en todo el mundo. 

Sin embargo, a pesar de estos avances positivos, las grandes potencias siguieron velando por sus propios intereses, recurriendo (incluso después de 1990) a la ONU solo cuando les interesaba o para bloquear a sus rivales. Esto disminuyó el importante papel que Naciones Unidas debería haber desempeñado y socavó continuamente la eficacia de un orden internacional de posguerra. Sin embargo, la aparición de las armas nucleares al principio de la Guerra Fría y la formación de poderosas alianzas militares como la OTAN y el Pacto de Varsovia, hicieron que la guerra clásica resultara demasiado costosa para los principales actores internacionales y redujeron así su incidencia, dejando más espacio a las guerras por poderes. Otros países optaron por favorecer una mayor cooperación e incluso una forma compartida de soberanía en las esferas económica y política, bajo la forma de la Unión Europea. 

El final de la Guerra Fría, caracterizado por la implosión del campo comunista liderado por la Unión Soviética, trajo nuevas esperanzas para el desarrollo de una verdadera comunidad mundial bajo la bandera de la democracia liberal. Los antiguos países comunistas de Europa Central y Oriental se unieron a la OTAN y a la Unión Europea. Así, algunos autores estuvieron tentados de considerar que la humanidad había llegado al “fin de la historia”. Sin embargo, el resurgimiento del terrorismo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos, presunta potencia hegemónica, hizo ver que los conflictos acababan de entrar en una nueva fase de guerras asimétricas. A la “guerra contra el terrorismo” liderada por Estados Unidos se sumaron muchas naciones del mundo, pero el fracaso a la hora de abordar las causas profundas del fenómeno (como la pobreza, las brechas de desarrollo, la falta de educación, la exportación de armas y la herencia colonial) condujo a victorias incompletas contra organizaciones como Al Qaeda y el Estado Islámico (Dáesh) y a la proliferación de Estados débiles (Afganistán, Irak, Siria, Líbano, Libia, Yemen, entre otros) especialmente en Oriente Medio y el Norte de África (MENA). 

Mientras tanto, algunos actores internacionales decidieron volver a las intervenciones militares para afirmar su predominio en determinadas regiones estratégicas. Este fue el caso de la intervención de la OTAN en Kosovo (1999) o la operación militar de Rusia en Georgia (2008), ambas justificadas por motivos humanitarios (protección de minorías étnicas en peligro) y que desembocaron en la independencia de facto de regímenes secesionistas. Sin embargo, tuvieron una finalidad limitada y se regularon rápidamente a nivel internacional mediante acuerdos diplomáticos de uno u otro tipo. En 2014, tras la revolución de Euromaidán en Ucrania y un inminente Acuerdo de Asociación con la UE, Rusia afirmó que el nuevo régimen de Kiev ya no era legítimo y decidió anexionarse Crimea, violando así la soberanía de un país vecino, reconocida previamente por el Memorando de Budapest de 1994. Al mismo tiempo, Moscú alentó la secesión de los grupos minoritarios rusos de las regiones de Donetsk y Lugansk, en el este de Ucrania, con lo que prácticamente alimentó la guerra civil en Ucrania. A pesar de la mediación de la OSCE a través de los dos acuerdos de Minsk (2014 y 2015), el conflicto persistió en una forma congelada, muy similar a los de Transnistria, Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno Karabaj (todos alentados por las fuerzas rusas de “mantenimiento de la paz”).  

Vuelta al conflicto militar 

El 24 de febrero de 2022, tras los intentos fallidos de Moscú de rescatar de Occidente una esfera oficial de influencia sobre el antiguo espacio soviético, las tropas rusas invadieron Ucrania, con el pretexto de “desmilitarizar” y “desnazificar” el país, a pesar de que ya existía un gobierno soberano elegido democráticamente. Aunque el régimen de Moscú pretenda apuntar solo a objetivos militares, también se bombardearon intensamente infraestructuras civiles y murieron miles de ucranianos inocentes. Esto parece hacernos retroceder en la historia varias décadas. Todas las esperanzas de que avanzábamos hacia una nueva etapa en la evolución de la humanidad, caracterizada por la solidaridad frente a las amenazas globales de nuestro siglo (calentamiento global, pandemias, estrés cotidiano, terrorismo y crisis de identidad) se desvanecieron en pocos días. Escenas de las dos guerras mundiales del siglo pasado o de la guerra civil española del periodo de entreguerras se convirtieron en realidades cotidianas. Oleadas de refugiados ucranianos –incluso de etnia rusa– abandonan el país en dirección a Occidente, que es su última esperanza. El mismo Occidente que, como si imitara el comportamiento conciliador de los dirigentes de entreguerras hacia Hitler, dudó en tomar medidas tempranas contra Vladímir Putin, permitiéndole considerarse un líder mundial sin parangón. 

Más allá de los discursos emotivos y las promesas ilusorias de los líderes occidentales para el heroico pueblo ucraniano atrapado entre dos placas tectónicas del mundo contemporáneo, el juego de poder entre las grandes potencias es evidente. El antiguo hegemón estadounidense empezó a dar muestras evidentes de debilidad, sobre todo tras retirarse –demasiado tarde– de Afganistán, lo que llevó a las potencias emergentes (conocidas genéricamente como BRICS/Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) a albergar la esperanza de poder cambiar el equilibrio mundial. Además, las antiguas grandes potencias europeas demostraron los límites de su planteamiento (los intereses nacionales prevalecen sobre los objetivos comunes) al no esbozar una posición común en el seno de la UE –simbólicamente marcada por el Brexit– y al negociar por separado con Rusia el suministro de los recursos energéticos necesarios para proseguir su desarrollo económico (especialmente Alemania, que renunció a la energía nuclear –en un positivo impulso ecologista–, pero eligiendo un tipo de energía que la hizo profundamente vulnerable y de la que son igualmente culpables los políticos de los dos grandes partidos tradicionales). En estas condiciones, no era de extrañar que Putin intentara recuperar la antigua esfera de influencia soviética. Nadie imaginaba, sin embargo, de qué manera... 

La situación de Rusia 

Rusia no es actualmente ni más ni menos de lo que se conocía. Aunque pretende ser una potencia emergente, el Estado ruso sufrió un fuerte declive tras la disolución de la URSS, especialmente en términos económicos y demográficos. La transición a la democracia y la economía de mercado estuvo marcada por el empobrecimiento de los ciudadanos de a pie y el ascenso de poderosos oligarcas en la intersección de la política y el crimen organizado. El gobierno de Putin dio a Rusia la ilusión de que podía volver a ser un actor global relevante basado en la exportación de recursos energéticos y armamento. Durante un tiempo este arreglo funcionó y parecía que Rusia volvía a estar para siempre entre las naciones civilizadas que apoyan una economía mundial integrada (especialmente bajo las normas de la OMC).  

Esta percepción se basaba en la ilusión de que los valores de las élites culturales, científicas y deportivas rusas eran una expresión de toda la sociedad. En cambio, la permanencia del régimen de Putin en el poder se basaba en la supervivencia del sistema soviético en formas ligeramente modificadas, basadas en el clientelismo, el nepotismo, el darwinismo social, la militarización y la sumisión a los poderosos de turno para sobrevivir. Básicamente, Rusia nunca tuvo ningún tipo de tradición democrática, lo que dejó su huella en la evolución de la mayoría silenciosa (homo sovieticus) que apoya al antiguo oficial del KGB en el poder. 

Sin sobresalir, Putin consiguió, junto con el sistema de gobierno heredado que modificó según sus propias preferencias, llamado la vertical del poder o “el sistema” (systema), mantener el equilibrio interno y crear la ilusión de la posibilidad del regreso de Rusia a la cima de las grandes potencias mundiales. Esto también se benefició de la aguda crisis de liderazgo de Occidente y de los llamados “idiotas útiles” como Gerhard Schroeder, Silvio Berlusconi y Donald Trump. Durante las dos últimas décadas, Rusia ha vuelto al primer plano de los acontecimientos internacionales, ya sea como mediadora o como aliada decisiva. Al mismo tiempo, sin embargo, a nivel interno el régimen de Putin sólo ha conseguido suprimir cualquier oposición política significativa (deteniendo a miles de jóvenes activistas e incluso alentando el asesinato de personalidades independientes como Anna Politkovskaya, Boris Nemtsov, Sergei Skripal, o el envenenamiento y detención de Alexei Navalny), sustituir a poderosos oligarcas por otros obedientes, cerrar canales de medios de comunicación independientes, ONG y construir un Estado autoritario bajo la llamada doctrina de la “democracia soberana”. Además, el régimen de Putin está apoyando regímenes autoritarios (Cuba, Nicaragua, Siria, Venezuela), movimientos de extrema derecha (Agrupación Nacional de Francia, Alternativa para Alemania, la Liga de Italia, Jobbik húngaro) y espías criminales en todo el mundo (al estilo clásico de la Unión Soviética).  

Los principales mensajes del Kremlin se basan en la antigua propaganda soviética, acusando a Occidente de todos los males del mundo y reivindicando la superioridad de un supuesto modelo alternativo, que sin embargo no abarca la realidad. Putin gobierna como un zar de facto, ignorando las reglas democráticas, hecho demostrado por la manipulación de la Constitución rusa para volver a la presidencia en 2012 e incluso modificando este documento fundamental en 2020, con el fin de permanecer en el poder hasta 2036. La democracia simulada se caracteriza por el predominio del partido Rusia Unida y el apoyo de una “oposición títere” bajo la forma de grupos nacionalistas, comunistas y populistas (comunistas, LDPR y Rusia Justa).  

Pero lo que Putin creó en 20 años se derrumbó en pocos días, ya que atacó precipitadamente a Ucrania, esgrimiendo razones imaginarias, procedentes de la mitología política rusa del siglo XIX apoyada por las corrientes eslavófilas y euroasiáticas. La ilusión de poder hizo creer a Putin que puede hacer cualquier cosa, dado que Occidente parece estar en una pendiente descendente en su evolución, tras la lucha contra el terrorismo y la pandemia. Pero esta ilusión no tuvo en cuenta el hecho de que su poder se basa en la coacción de la sociedad rusa (por ejemplo, se obligó a los jóvenes a alistarse para luchar en una guerra de conquista de antiguos territorios del Imperio ruso –la llamada Malorrusia–) en beneficio de un estrecho grupo en el poder (los llamados siloviki, o gente de las estructuras de seguridad).  

Así, el líder ruso confunde lealtad con competencia y cantidad con calidad. El fracaso, al menos tal y como se puso de manifiesto durante la intervención militar de los últimos meses, a la hora de someter a una nación joven como Ucrania, revela las debilidades capitales del Estado ruso. La falta de una adecuada des-sovietización condujo al fracaso de la transición rusa hacia una economía de mercado y una democracia, enmascarada por el concepto ficticio de “democracia soberana”, en realidad una autocracia disfrazada, una imitación fallida del modelo chino de comunismo totalitario con valores capitalistas. Sin una base económica sostenible, Rusia está demostrando estos días que, lejos de ser una gran potencia emergente, es un Estado neosoviético decadente, aferrado a una incierta asociación con China y Estados canallas como Irán y Corea del Norte para sobrevivir en un mundo cada vez más complicado.  

Por supuesto, la posición de China es importante y puede generar una solución de apaciguamiento para el problema de un líder impredecible de tipo hitleriano como Putin (la anexión de las regiones de Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk por parte de Rusia es comparable a la anexión de los Sudetes y Austria por parte de la Alemania nazi en 1938), o Pekín puede utilizar esto para acelerar su ascenso global. De hecho, China es la principal potencia emergente de este siglo, pero su disputa con Estados Unidos (en Taiwán y, en general, en todo el este y el sudeste asiático) podría acercarla a Rusia. La elección de China podría determinar el futuro de la humanidad durante muchos años, ya sea en forma de una nueva guerra fría (las armas nucleares no permiten una nueva guerra mundial en el sentido clásico) o de una dura competencia en el terreno económico. Una nueva guerra fría podría durar más que la anterior y cambiar el mundo para siempre, posiblemente siguiendo las líneas divisorias esbozadas en 1984 de George Orwell. 

Conclusión 

Independientemente de que finalmente consiga conquistar militarmente Ucrania (pero sin someterla, dada la creciente rusofobia de los ucranianos), el error estratégico de Putin no puede ocultarse. Se explica por su aferramiento a un pasado soviético idealizado, que de hecho se puso patas arriba tras la fatal intervención en Afganistán en los años ochenta. La expansión de Rusia no puede garantizar su seguridad, dado que la hostilidad de Occidente hace a este último aún más coherente y unificado. Como mucho, puede generar las condiciones internas que determinaron la revolución bolchevique y el colapso del imperio ruso hace un siglo. Desde este punto de vista, Putin parece más próximo a Nicolás II que a Pedro el Grande (como le gustaría ser), dado que el mantenimiento del statu quo le habría garantizado un mandato hasta la muerte natural y un lugar seguro en el libro de oro de la historia rusa. No debemos olvidar que la inmensa mayoría de los dirigentes rusos murieron en el cargo o fueron asesinados por sus propios súbditos. Lo que Putin no comprendió es que la cooperación con Occidente (al menos con la Unión Europea) podría haber aportado a Rusia más prosperidad económica y estabilidad, generando al mismo tiempo menos inseguridad. Sus puntos de vista seguían anclados en la ideología estalinista de los años cincuenta, dominada por una visión de suma cero sobre la seguridad internacional. 

Ahora, Rusia está cada vez más aislada a nivel internacional y nadie en Moscú parece ganar nada con esta intervención militar, salvo la industria armamentística. La única solución posible podría ser una implosión del régimen de Putin y la democratización de Rusia (por inverosímil que pueda parecer). Cualquier otra opción sólo perpetuaría el conflictivo estado de los asuntos mundiales (una paz duradera con anexiones es sólo una ilusión, como lo fue la paz temporal de entreguerras), conduciendo a un retorno al mundo bipolar (junto a EEUU y China respectivamente) y a un deterioro general del nivel de vida de la gente común.

George-Vadim Tiugea es licenciado en Ciencias Políticas en inglés por la Universidad de Bucarest y posee un Máster en Relaciones Internacionales por la misma universidad.

IFIMES - Instituto Internacional de Estudios sobre Oriente Medio y los Balcanes, con sede en Liubliana (Eslovenia), tiene estatus consultivo especial en ECOSOC/ONU, Nueva York, desde 2018.