El país podría reconocer las singularidades étnicas en la reforma del sector

¿Un nuevo Ejército para Mali?

PHOTO/ALEXANDER KOERNER/GETTY - En la imagen superior, soldados alemanes de la MINUSMA en el mercado de camellos de Gao, en marzo de 2017

Tras la asonada que provocó la caída de Ibrahim Boubakar Keita y la creación del Comité Nacional para la Salvación del Pueblo, que dirigirá la transición política, Mali se enfrenta a uno de sus mayores retos: la reforma del sector de la seguridad en un país en el que múltiples formas de violencia conviven desde hace demasiado tiempo.

Golpes de Estado, insurrecciones armadas de naturaleza secesionista, contestaciones populares, atentados… Así se cuenta la historia contemporánea de Mali, el país que ha condicionado la estabilidad del Sahel, en especial desde que estalló hace casi una década una insurgencia armada en manos de los autóctonos árabes y tuaregs de la región de Azawad (norte de Mali). Este escenario de recrudecimiento de la violencia ha hecho que las autoridades estatales apoyadas desde el exterior pergeñen una reforma de la seguridad que propone la refundación del Ejército. La cuestión es cómo hacerlo. 

Los insurgentes independentistas sentados en la mesa política para la aplicación del Acuerdo de Paz de Argel de 2015 negocian la formación de un Ejército a partir de la característica tribal, árabe o tuareg, lo que cumpliría con una de sus reivindicaciones. Fuentes oficiales en Bamako consideran que esta idea supone la caída del Estado-nación porque desaparece lo nacional: “Una representación armada según parámetros tribales no es viable para el norte, que solo constituye el 10% del conjunto del país”, declaró a Mundo Negro el general Ibrahima Diallo, expresidente del Consejo Nacional para la Reforma del Sector de la Seguridad (RSS). Un Ejército de exclusividad para Azawad y, sobre todo, el reclamo de la gestión territorial del norte de Mali se sitúa en el origen de las incesantes crisis producidas en el país desde su independencia, en 1960. 

Ninguno de los programas de desarme, desmovilización y reintegración (DDR) impulsados por Naciones Unidas (ONU) en un proceso de posconflicto ha funcionado. Con todo, la escena se repite: insurgencia armada, proceso de paz, abandono de las armas, integración en el sistema y… retorno a la violencia. Ahora lo que cambia es la propuesta de la RSS, que tendría que contribuir a perpetuar la paz en el norte. Se trata, sin embargo, de una difícil misión mientras las demandas de los independentistas –que implican, sobre todo, la autogestión de los asuntos económicos sin despachar con Bamako– no sean respondidas de forma satisfactoria. La negativa de la Administración central a la propuesta desembocó en 2012 en un nuevo levantamiento apoyado desde los bastidores de Libia, donde los tuaregs acababan de perder a su padre político, Muamar el Gadafi. 

Las armas circulaban por la región y no tardó el alistamiento de jóvenes en el Movimiento Nacional de Liberación de Azawad (MNLA). Los árabes y tuaregs que integraban las Fuerzas Armadas malienses (FAMA) tampoco se lo pensaron dos veces antes de desertar y unirse a las filas secesionistas que invocaron la independencia y mejoras para las tribus del Azawad independiente. Los secesionistas, que de manera coyuntural se aliaron a los yihadistas asentados en el territorio desde principios del siglo XXI para derrocar a las FAMA, demostraron la fragilidad de estas y, por tanto, del Estado. 

Esta sublevación en la que convergieron dos grupos armados con aparentes reivindicaciones políticas diferentes –aunque con el mismo objetivo de atribuirse Azawad– terminó en una intervención internacional liderada por Francia para devolver a Mali su integridad territorial. A pesar de la Operación Serval, que expulsó a los radicales yihadistas del norte y evitó su propagación hacia el sur, y la posterior Operación Barkhane, que extendió el cordón de seguridad a los países limítrofes de Mali, la región norteña sigue en manos de las élites político-militares de Azawad. Estas ya se han proclamado autosoberanas y actúan como tal con la mediación de la misión de la ONU (MINUSMA).

El Estado aún no ha podido recuperar su soberanía territorial en la zona y todo apunta a que difícilmente lo hará en un contexto en donde las fuerzas internacionales apoyan al secesionismo frente a su mayor amenaza: el terrorismo. “Nuestra guerra no ha sido declarada a los actores de Azawad sino a los yihadistas”, dice un efectivo de Barkhane.

En otras palabras, siempre que permanezca la amenaza de naturaleza yihadista, el bastión secesionista es un mal menor. Mientras tanto, las fuerzas independentistas y el Estado siguen negociando bajo los auspicios de la ONU una salida a la crisis basada en el Acuerdo de paz de Argel de 2015.

Mercado en la ciudad de Ménaka, donde se ha desarrollado una campaña para reducir el número de armas entre la población
El problema de la autonomía

La paz de Mali depende, en cierta medida, de la materialización del acuerdo entre el Estado y los insurgentes de Azawad, lo que implicaría una transferencia de enormes atribuciones a la región norte de Mali, es decir, le ofrecería una amplísima autonomía, pero nadie garantiza si eso supondría la clausura de más de medio siglo de enfrentamientos entre los tuaregs y árabes de Azawad y Bamako. Las rivalidades intracomunitarias causadas por el reparto territorial y económico, además de las aspiraciones de acumulación de poder, son también fuente de litigios locales y con un Azawad independiente la previsión es la acentuación de las luchas de poder. 

En este sentido, la RSS –que se plantea por vez primera en Mali– busca rescatar al país reconstruyendo unas estructuras caducas de seguridad. Las autoridades entienden que, reformando el Ejército, la Gendarmería y creando una policía de proximidad en los pueblos y ciudades del norte de Mali con todas las etnias representadas se estarían dando pasos hacia la paz y la estabilidad. Una integración de los insurgentes en la reestructuración de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad (FDS) junto con las FAMA se ve como el camino correcto para restaurar la confianza en las instituciones. 

Hasta el momento, un efectivo bambara desplegado en zona azawí se percibe como un peligro para la población local tuareg. Para cambiar esta lógica, la RSS contempla la creación de un contingente inclusivo del aparato securitario para el que, de momento, no hay consenso. Un sector del secesionismo ha mostrado su indisposición a disentir de sus convicciones aceptando una reforma integral que implique grupos de trabajo mixtos –bambaras y tuaregs–. 

Fuentes de las élites tuaregs consultadas por MN aseguran que la RSS representa para su comunidad la pasarela para refundar un Ejército a partir del principio étnico, lo que significaría que en Azawad no habría representación de los bambaras, cuya mayoría se sitúa en el sur del país. Mientras que para Bamako la RSS serviría para la reconquista de la zona norte del país haciendo retornar a sus cuerpos a Kidal, Ménaka, Gao, Tombuctú y Taoudenni, los secesionistas ven en la RSS la oportunidad de definir un ejército propio para Azawad en el que predominen las tribus del norte. Esta excepcionalidad en la zona sublevada abriría a los insurgentes una alfombra roja para la obtención de beneficios de los tráficos de drogas, armas o personas, entre otras actividades propias de la economía paralela que transcurre especialmente por Azawad.

Manifestación en Bamako el pasado 21 de agosto contra la MINUSMA y la operación Barkhane

El nuevo Ejército al que aspiran los independentistas –y que excluye etnias negras del sur– obedece a los intereses de los actores preponderantes en la región norteña de Mali. El nacionalismo azawí es hoy más feroz que el de los 90 y tiene anhelos de venganza contra las Fuerzas estatales por cómo estas represaliaron a los tuaregs sublevados en la insurgencia de entonces. Las nuevas generaciones tuaregs que han vuelto al combate, a la guerra territorial y a la reivindicación de Azawad no sufrieron esa represión, pero se produjo una transmisión progresiva de la memoria nacionalista. 

Por todo ello, no hay visos de éxito para la construcción de la Unidad Nacional, y menos aún si esta es impuesta, porque seguiría fragilizando los pilares estatales y se vaticinarían más años de violencia. La sombra del terrorismo tendría que ser el estímulo para que Estado y secesionistas se pongan de acuerdo en la aplicación de la RSS. Sin embargo, el interés no se sitúa tanto en proteger a la población de las amenazas como en las ventajas que puedan extraer unos u otros, insurgentes y actores estatales, a partir de este instrumento. 

Mientras la discusión política no termina de clarificarse debido a las divergencias, los grupos yihadistas salen altamente beneficiados de la fragilidad del Estado. Ganan en organización y en reclutamiento. Los jóvenes desprovistos de horizontes a corto plazo y sin confianza en las instituciones optan por la lucha armada y la protección de katibas suicidas como la del Frente de Liberación de Macinas, encabezada por Mamadou Koufa. El rol del Estado necesita revisarse urgentemente por su incapacidad de conservar a sus nuevas generaciones, que ven en la violencia un nuevo oficio.   

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