Nos enfrenamos a serios dilemas para las estrategias de seguridad de las naciones occidentales

¿Y China qué? ¿Habrá un «telegrama largo» para la UE?

photo_camera José Pardo de Santayana
Introducción

Recientemente, Josep Piqué escribía en Política Exterior que «EE. UU. y Occidente necesitan con urgencia una hoja de ruta clara, un nuevo “telegrama largo” para afrontar el desafío presentado por China»1. El momento no pude ser más oportuno. Este año se cumplen dos aniversarios, el 75.º de la redacción del Telegrama Largo y el 30.º de la disolución de la Unión Soviética (URSS), dos hechos estrechamente vinculados entre sí. El colapso soviético fue, en gran medida, consecuencia de la estrategia de contención propuesta por George Kennan, con la singularidad de que al releer hoy tanto aquella misiva diplomática como el artículo titulado The source of Soviet conduct, publicado un año después en Foreign Affairs con el seudónimo «X», no podemos dejar de asombrarnos por la clarividencia del entonces joven encargado de negocios norteamericano.

En el «telegrama largo», enviado desde Moscú el 22 de febrero de 1946, Kennan analiza detalladamente la cosmovisión y personalidad estratégicas de la URSS de Stalin, producto de la ideología del Partido Comunista Soviético (PCUS) y de la experiencia histórica rusa, y llega a la conclusión de que EE. UU. se enfrenta «a una fuerza política empeñada fanáticamente en la creencia de que no puede haber un modus vivendi permanente con EE. UU., que es deseable y necesario que la armonía de la sociedad estadounidense sea perturbada, que su forma tradicional de vida sea destruida y que la autoridad internacional de su Estado sea arruinada, para asegurar el poder soviético»2.

Teniendo en cuenta que «los soviéticos eran con mucho la fuerza más débil» y que eran «pacientes, flexibles y muy sensibles a la lógica de la fuerza», el diplomático norteamericano proponía la contención como línea de acción a largo plazo, poniendo gran confianza «en la salud y el vigor de la propia nación norteamericana, en sus métodos y su concepción de la sociedad humana». Eran pues las propias contradicciones del sistema de poder dirigido con mano de hierro desde el Kremlin las que debían terminar por socavar los cimientos del peligroso rival de la incipiente Guerra Fría. De ese modo, al final, la sólida torre del bloque comunista se derrumbaría por su propio peso.

En la actualidad, el gran reto geoestratégico es cómo afrontar el desafío presentado por China, la gran potencia emergente cuyo ascenso en todos los ámbitos está transformando los principales parámetros desde los que interactúan y se interpretan las relaciones globales de poder. Lógicamente, lo esencial es cómo se plantea la cuestión en EE. UU. La UE y España deben pues encontrar su encaje en función de lo anterior, así como de sus propias consideraciones.

El asunto es doblemente importante porque, tras la incuestionable victoria que supuso la superación de la Guerra Fría y la primera década del hegemonismo estadounidense que le siguió, desde el 11S, un Occidente demasiado optimista y confiado en sus propias capacidades y referencias parece haber perdido la brújula para encontrar la respuesta más adecuada a los retos estratégicos que han ido surgiendo. Jessica T. Mathews lo presenta en Foreign Affairs con un lenguaje descarnado: «Cuando la gente en otros lugares mira la actuación de Washington en las últimas dos décadas, no ve un liderazgo que inspire confianza. Lo que ve, en cambio, son una serie de desastres realizados por Washington, entre ellos principalmente la invasión de Irak en 2003, la subsiguiente desestabilización de gran parte de Oriente Medio y la crisis financiera mundial de 2008»3.

El propósito de este documento es analizar las lecciones que podemos aprender del proceso de generación de la estrategia tan brillantemente realizado por George Kennan y reflexionar sobre cómo un sabio análisis de una situación «tan intrincada, delicada y extraña a nuestra manera de pensar» puede poner las bases para un designio estratégico exitoso, aplicado en este caso a las relaciones con el gigante asiático. Se llega a la conclusión de que únicamente con una EU de corte federal, integrada de verdad y fuerte se puede pensar en disponer de una estrategia que esté a la altura de los tiempos.

Cosmovisión estratégica soviética

Para el culto y profundo conocedor tanto de la historia y cultura rusas como de la URSS de aquellos tiempos, la personalidad política del poder soviético era el producto de la ideología marxista en su propia interpretación y aplicación y de las circunstancias del poder ejercido durante casi tres décadas en Rusia. El capitalismo (pensaba la élite política soviética) no solo llevaba la semilla de su autodestrucción, sino que se opondría al triunfo de la revolución proletaria allí donde esta se presentara, por lo que el imperialismo, la fase final del capitalismo, conducía inevitablemente a la guerra: de ahí el innato antagonismo entre capitalismo y socialismo. Sin embargo, «la teoría de la inevitabilidad de la eventual caída del capitalismo tenía la afortunada connotación de que no había prisa al respecto», el Kremlin podía ser pues paciente y flexible en la pugna contra las potencias antagonistas4. Estos preceptos se veían reforzados por las lecciones de la historia rusa de siglos de oscuras batallas contra fuerzas nómadas en la vasta llanura no fortificada de la estepa.

«Allí la precaución, la circunspección, la flexibilidad y el engaño eran cualidades imprescindibles que encontraban una apreciación natural en la dimensión oriental de la mente rusa. La dirección soviética no tendría pues reparos en retirarse frente a fuerzas superiores».

Las circunstancias del período inmediatamente posterior a la revolución —la guerra civil y la intervención extranjera, junto con el hecho evidente de que los comunistas representaban solo una pequeña minoría del pueblo ruso— hizo necesaria la instauración del poder dictatorial, sostenido por un despiadado aparato represivo. La oposición interna y externa hizo que los mecanismos de terror se consolidaran. Esto, junto con la durísima experiencia de la Segunda Guerra Mundial, dejó a la sociedad exhausta y desmotivada. A ello hay que sumar que el marxismo, que había situado el modelo de producción en el centro de la interpretación de toda la realidad, resultaba muy ineficiente precisamente por su modelo de producción. «La rigidez ideológica y la lógica represiva crearon una ficción canonizada en la filosofía soviética por los excesos ya cometidos en su nombre».

Al mismo tiempo, su concepto de poder, que no permitía organización autónoma alguna fuera del propio PCUS, requería que su dirección fuera el único depositario de la verdad, lo que se traducía en la infalibilidad del Kremlin y la disciplina de hierro del partido. «Esto no significaba que la verdad fuera constante, sino que era creada, a todos los efectos, por el propio liderazgo soviético» según las necesidades con contumaz orientación al objetivo final del triunfo revolucionario. Una vez establecida por el PCUS una 

determinada línea de acción, toda la maquinaria gubernamental se movía inexorablemente en dicho sentido. «El efecto acumulativo de estos factores dio a todo el aparato subordinado del poder soviético una obstinación inquebrantable y una firmeza en su orientación». Como no se podía apelar a la lógica de la razón ni a propósitos comunes, tampoco era posible encontrar enfoques mentales comunes. Por esta razón, «para los oídos del Kremlin los hechos hablaban más fuerte que las palabras».

Estas consideraciones hacían que «la diplomacia soviética fuera a la vez más fácil y más difícil de tratar que la de líderes individuales agresivos como Napoleón o Hitler». Por un lado, era más sensible a la fuerza contraria, más dispuesta a ceder en ciertos sectores cuando sentía que esa fuerza era demasiado fuerte y, por lo tanto, más racional en la lógica del poder. Por otro lado, no podía ser derrotada o desanimada fácilmente por una sola victoria de sus oponentes. «Los rusos esperaban un duelo de duración infinita, y veían que ya habían conseguido grandes éxitos».

Estrategia de respuesta

En opinión de Kennan, «la persistencia paciente que caracterizaba al liderazgo soviético podía ser contrarrestada de manera eficaz, no por actos esporádicos que representaran los caprichos momentáneos de la opinión democrática, sino únicamente mediante políticas inteligentes a largo plazo, políticas no menos estables en su propósito, y no menos variadas e ingeniosas en su aplicación, que las de la propia URSS»5. Con el tiempo se llegaría a un punto donde incluso la dictadura más cruel terminaría teniendo que ceder ante la realidad económica y psicológica de una sociedad ineficiente y desmoralizada en una contradicción cada vez mayor con los postulados ideológicos.

La principal incertidumbre sobre la vida política de la URSS se derivaba de los momentos de transferencia del poder de un individuo o grupo de individuos a otro. «Se podía suponer que incluso dentro de una organización tan disciplinada como el PCUS debía haber una creciente divergencia de edad, perspectiva e interés entre la gran masa de miembros del Partido, solo recientemente reclutados, y la pequeña camarilla autoperpetuada de la cúpula dirigente». El eventual rejuvenecimiento de las esferas superiores de autoridad, que habría de ser solo una cuestión de tiempo, podría tener lugar tranquila y pacíficamente, pero «¿qué ocurriría si los rivales en la búsqueda del poder superior apelaran finalmente a estas masas políticamente inmaduras e inexpertas para encontrar apoyo para sus respectivas reivindicaciones?». Si esto llegara a suceder, podrían producirse consecuencias extrañas para el Partido Comunista porque la mayoría de sus miembros únicamente conocían las prácticas de disciplina y obediencia de hierro y no las artes del compromiso y el acuerdo.

En particular, pensaba el diplomático norteamericano —como de hecho fue el caso con Gorbachov, especialmente tras el desastre de Chernóbil (figura 1), donde la propia cúpula del Partido perdió la fe en sus presupuestos ideológicos—, que si la unidad del PCUS y, en consecuencia, su eficacia como instrumento político, se viera dañada, «la Rusia soviética podría transformarse de la noche a la mañana de una de las sociedades más fuertes a una de las más débiles y lamentables».IEEE
Además, frente al mundo occidental, Rusia seguía siendo con mucho la parte más débil. La política soviética era altamente flexible, pero la sociedad soviética contenía  deficiencias que progresivamente debilitarían su potencial total, «lo que justificaría que EE. UU. se empeñara con una confianza razonable en una política de contención firme, diseñada para enfrentar a los rusos con una fuerza contraria inalterable en cada punto donde mostraran signos de usurpación de los intereses de un mundo pacífico y estable.»

La política estadounidense no debía limitarse a mantener la línea y esperar lo mejor. EE. UU. debía influir en los acontecimientos internos tanto dentro de Rusia como del movimiento comunista internacional, para crear en el mundo «la impresión de ser un país que sabe lo que quiere, capaz de afrontar con éxito sus problema internos, con la responsabilidad de una potencia mundial y con la vitalidad espiritual para reivindicarse entre las principales corrientes ideológicas de la época porque la “paralítica decrepitud del mundo capitalista” era la piedra angular de la filosofía comunista». En contraposición, «los objetivos del comunismo ruso debían palidecer, parecer estériles y quijotescos, desvaneciéndose así las esperanzas y el entusiasmo de los partidarios comunistas aliados e imponiendo una tensión adicional a la política exterior del Kremlin». Del mismo modo, las muestras de indecisión, desunión y desintegración interna dentro de EE. UU. tendrían un efecto estimulante en todo el movimiento comunista.

De ese modo, Washington, al aumentar enormemente las tensiones bajo las que operaba la política soviética, impondría al Kremlin un grado mucho mayor de moderación y circunspección para promover tendencias que impulsaran ya fuere la ruptura o la suavización gradual del poder soviético. «Ningún movimiento mesiánico —y particularmente no el del Kremlin— puede enfrentarse indefinidamente a la frustración, sin ajustarse de alguna manera a la lógica del estado de cosas».

Por lo tanto, la decisión recaía en gran medida en la gran potencia norteamericana. «El tema de las relaciones soviético-estadounidenses era, esencialmente, una prueba del valor general de EE. UU. como nación entre las naciones. Para evitar su destrucción únicamente necesitaba estar a la altura de sus mejores tradiciones y demostrar que era digno de ser preservado como una gran nación».

China no es la Unión Soviética

Según Kevin Rudd, ex primer ministro de Australia, una de las pocas cosas en las que Washington y Pekín están de acuerdo en estos días es que la contienda entre ambos países entrará en una fase decisiva en los próximos años, una década en que se vivirá peligrosamente. «Independientemente de la estrategias que sigan las dos partes o de los acontecimientos que se desarrollen, la tensión entre EE. UU. y China aumentará y la rivalidad se intensificará; es inevitable. La guerra, sin embargo, no lo es»6.

Mientras que Washington ve los avances de China como un desafío al actual sistema internacional y su posición de liderazgo, Pekín percibe las acciones de EE. UU. como un esfuerzo para impedir el desarrollo de China, y en última instancia también como una amenaza para la posición de gobierno del PCCh. Las controversias sobre el comercio, la tecnología, el mar Meridional de China, Taiwán y Hong Kong son ejemplos recientes del deterioro de la relación chino-estadounidense con implicaciones de alcance global que pueden presionar a otros Estados para que tomen posición en la lucha entre ambos colosos7.

El dilema en Occidente es pues triple: evitar a toda costa la catástrofe que se derivaría de una guerra entre las grandes potencias; diseñar una estrategia que impida el ascenso de China a la primacía global; y, si esto no es posible a un precio razonable, encontrar el mejor encaje posible en el orden internacional que se derivaría de la emergencia del gigante asiático, lo que supondría el final definitivo de un orden internacional configurado por los ideales democráticos de inspiración occidental.

Al comparar la situación provocada por la URSS con el actual reto de la emergencia de la República Popular China (RPCh), debemos empezar reconociendo que Pekín sí que estaría dispuesto a encontrar un modus vivendi, aunque solo fuera porque esto allanaría su camino para convertirse en la primera potencia mundial. «El PCCh confía cada vez más en que para finales de esta década, la economía de China habrá superado finalmente a la de EE. UU. como la más grande del mundo en términos de PIB clásico. Mientras tanto, la potencia asiática sigue avanzando también en otros frentes8.» Washington, por el contrario, considera que las políticas de entendimiento con China no han dado los resultados esperados y teme que cualquier tipo de modus vivendi termine de dar la puntilla a lo que queda del orden internacional liberal, abriendo el camino a un sistema internacional muy incierto donde Washington y Pekín compitan por el liderazgo global en condiciones cada vez más favorables a China.

Por otra parte, cuando Deng Xiaoping afirmó: «no importa si el gato es blanco o negro, lo importante es que cace ratones», devolvió al PCCh el contacto con la realidad y dio primacía a la eficacia de las políticas sobre la ideología9. El actual Estado chino no está construido sobre una gran falsedad, aunque muchas de sus premisas colisionen con la visión occidental de las cosas y, muy en concreto, de los Derechos Humanos. El Partido tiene un discurso que el pueblo entiende y un proyecto de recuperación de la grandeza perdida que la nación comparte. El pragmatismo chino supone, además, que Pekín, a diferencia del Moscú soviético, no tiene ningún interés capital en promover una ideología o modelo concretos.

En las última cuatro décadas, el Dragón Rojo, que ha sacado importantes lecciones de lo que salió mal en la URSS, ha dado un salto espectacular en las condiciones de vida de la población, lo que le otorga una enorme legitimidad ante su ciudadanía, con un respaldo popular de cerca del 80 %. El nacionalismo, instigado desde las instancias de poder, que instrumentaliza el siglo de las humillaciones, está generando una gran cohesión de la nación china detrás de sus líderes, pudiendo considerarse a aquella más resiliente que a la propia sociedad estadounidense, fracturada tras la etapa de Trump y cansada de sus responsabilidades internacionales.

Carece pues de sentido emprender una estrategia de contención. En este caso, es la gran potencia norteamericana la que actúa bajo la presión del tiempo y no hay razones de peso para pronosticar el colapso chino, una sociedad, sin duda, con muchas contradicciones —ninguna de ellas insuperable—, pero que, en las últimas décadas, ha demostrado una asombrosa capacidad para sobreponerse a las dificultades que se le han ido presentando.

Los puntos más vulnerables del régimen chino son las aspiraciones separatistas de los territorios de Sinkiang y Tíbet, frente a los que China ha impuesto una implacable política represiva, y el potencial arraigo de movimientos democratizantes que pudieran cuestionar la legitimidad del PCCh. Este es consciente de ello y se ha dotado de medios muy avanzados para el control de la población. Al mismo tiempo, para afrontar mejor la 

resistencia de otras potencias a su imparable ascenso, Xi Jinping ha concentrado mucho poder en su persona y reclama que el Partido cierre filas en torno a su liderazgo.

Washington teme al expansionismo chino —al menos en su entorno inmediato, sin olvidar la reunificación con Taiwán—, algo que ha caracterizado a casi todas las potencias dominantes anteriores, incluido EE. UU. China, que fue víctima desde mediados del siglo XIX a mediados del XX de las ambiciones expansionistas de las potencias occidentales —además de las de Japón y de Rusia—, es inmune a las consideraciones morales de Washington o de las capitales europeas. Sin embargo, una gran potencia comercial como ella necesita un contexto internacional razonablemente estable.

¿Una estrategia de confrontación?

En un documento anónimo, de un ex alto funcionario del gobierno estadounidense con gran conocimiento y experiencia en China, publicado con el desvelador título de The Longer Telgram: Towards A New American China Strategy se propone una estrategia de enfoque integral, detallando la forma de ejecutarla, en unos términos que invitan a la comparación con el histórico documento de George Kennan10.

Partiendo de la convicción de que, «el ascenso de China, debido a la escala de su economía y de sus fuerzas armadas, a la velocidad de su avance tecnológico y su cosmovisión radicalmente diferente a la de los EE. UU., impacta profundamente los principales intereses nacionales estadounidenses y que la China de Xi Jinping ya no es sólo un problema para la primacía de EE. UU., sino que presenta un reto serio para todo el mundo democrático», el autor propugna una respuesta de confrontación a la que convoca a todas los aliados de Washington para hacer que China regrese al statu quo estratégico anterior a Xi Jinping.

Sería extremadamente peligroso, afirma, plantear una estrategia frente a la RPCh basada en la suposición de que el sistema chino está inevitablemente destinado a colapsar desde dentro, mucho menos en hacer del «derrocamiento del PCCh» el objetivo declarado de dicha estrategia. Esta debe aprovechar las oportunidades que presenta la división en el seno del Partido sobre la dirección de Xi Jinping y sus vastas ambiciones.

«Los miembros veteranos del partido están muy preocupados por la dirección política de Xi e indignados por su permanente demanda de lealtad absoluta. Temen por sus propias vidas y por el futuro sustento de sus familias. De particular toxicidad política son los informes desenterrados por los medios internacionales de la riqueza amasada por la familia de Xi y los miembros de su círculo político íntimo, a pesar del vigor con el que este ha llevado a cabo la campaña anticorrupción11».

El foco central debe dirigirse pues a las líneas de fractura de la política interna china en general y en relación con el liderazgo de Xi en particular, para «hacer que los líderes de élite china lleguen a la conclusión colectiva de que lo mejor para el país es seguir operando dentro del orden internacional liberal liderado por EE. UU., en lugar de construir un orden rival, y que está en el mejor interés del PCCh, si desea permanecer en el poder en el país, no intentar expandir las fronteras de China o exportar su modelo político más allá de las costas de China»12.

Para ser eficaz, según el autor desconocido, la estrategia de EE. UU., plenamente coordinada con los principales aliados para que se adopten medidas conjuntas en respuesta a la RPCh, debe comenzar por atender las debilidades económicas e institucionales internas de China, apelando a la famosa sentencia de Clinton: «¡es la economía estúpido!». Además, «EE. UU. tendría que reequilibrar su relación con Rusia, le guste o no».

Se trata así de un planteamiento, sin duda inteligente, que propone lo mismo de lo que se acusa a la RPCh y que requiere de un gran frente de aliados democráticos que ponga su confianza y su futuro en manos de Washington.

Sin embargo, parece contraproducente porque, con gran probabilidad, conseguiría lo contrario de lo que pretende, realimentando aún más la espiral de rivalidad. Claudicar ante las presiones norteamericanas supondría para la RPCh aceptar la superioridad moral y el liderazgo de la gran potencia occidental, algo que repugna a la mentalidad china, más aún, viniendo después del trato que la china imperial recibió durante el sigo de las humillaciones. Ahora, China, superada la fase de desarrollo y perfil bajo que

Deng previó necesaria, se siente fuerte y cree que ha llegado el momento de volver a la normalidad histórica.
Tampoco parece previsible que el establishment de Washington vaya a asumir fácilmente una política de entendimiento con Rusia, sin la cual las posibilidades de éxito caerían drásticamente. Por último, se pide a los aliados tanto occidentales como asiáticos que confíen su desarrollo económico y su seguridad a una apuesta que, pondría a todos bajo una gran presión y, en caso de fracaso, dejaría a los Estados más vulnerables a los pies de los caballos chinos.

Cualquier estrategia que pretenda detener la emergencia de la RPCh y forzarla a volver al orden internacional anterior tendría mucho en común con este intento cuestionable, aunque intelectualmente sugerente, para afrontar el desafío presentado por una China revisionista. Toda opción en dicho sentido tendría el inconveniente principal de que, de no conseguir su objetivo —algo bastante probable, dado que los aliados asiáticos de EE. UU. no desean alinear las posiciones estratégicas y económicas, como indica la reciente firma de RCEP13—, dejaría un panorama geopolítico todavía más tenso, altamente inflamable y cada vez más difícil de abordar.

El Strategic Survey 2019 ya afirmaba: «el orden global basado en normas es ahora objeto de nostalgia estratégica occidental14». Intentar rebobinar la última década de evolución del orden internacional para volver a la casilla de salida es poco realista y contrario a la más elemental sabiduría.

Sin embargo, no se puede desistir en el esfuerzo para que el panorama global se configure lo mejor posible, sin renunciar, al menos allí donde se encuentre el consenso necesario, a unos valores y unas referencias que han permitido altas cotas de paz y de desarrollo —incluido el de China— y carecen de una disyuntiva mejor.

Ante los difíciles dilemas a los que nos enfrentamos, la única alternativa que invita a la esperanza es una valiente apuesta por una UE de corte federal. Sus Estados por separado ya no tienen masa crítica geopolítica suficiente para controlar su propio destino. Sin embargo, tanto si se mantiene una posición más firme frente a China, como si se apuesta por la coexistencia, una Europa fuerte y con personalidad geopolítica propia contribuiría por si misma a equilibrar a China y estaría en mejores condiciones tanto para sumar sus esfuerzos a los de EE. UU. como para defenderse de las ambiciones que una China dominante pudiera tener.

Conclusión

Al releer tanto el «telegrama largo» como The source of Soviet conduct no podemos dejar de asombrarnos por la clarividencia de George Kennan, por la profundidad del análisis psicológico e ideológico de la élite política que dirigía con mano de hierro la URSS, por la sabiduría que muestra en la elaboración de la estrategia de contención y por el acierto en la predicción sobre el modo en que sucumbiría el imperio soviético.

Se trataba de un sistema de poder convencido del antagonismo entre las fuerzas revolucionarias, de las que se consideraba la vanguardia, y las sociedades capitalistas que harían todo lo posible para perpetuar su sistema de explotación del proletariado. Persuadido de que la historia estaba de su lado, el PCUS era muy flexible y paciente para afrontar dicha batalla. La verdad, al servicio del proyecto revolucionario, era objeto de toda clase de manipulaciones, lo que le hacía refractario a la razón, pero sensible a la lógica de los hechos.

Al mismo tiempo, acosados por dentro y por fuera, los bolcheviques habían puesto en pie una despiadada dictadura, prisionera de una espiral de represión interna. La combinación de rigidez ideológica y gobierno del terror drenaban las energías de la sociedad, desatendía muchas de las necesidades de la población y a muy largo plazo el régimen comunista se volvería insostenible. Antes o después, la verdad se abriría camino y al mirarse en el espejo descubrirían al monstruo.

Gorbachov creyó que podía corregir el rumbo, pero las divisiones dentro del Partido — como había predicho el diplomático norteamericano— con la inestimable contribución del accidente de Chernóbil llevaron a la debacle y el castillo de naipes se derrumbó.

La China de Xi Jinping, a diferencia de la URSS, tiene un discurso coherente que el pueblo entiende y un proyecto de recuperación de la grandeza perdida que el corazón de la nación —la etnia Han— comparte. La RPCh ha sabido resolver los problemas materiales de su población y cuenta por ello con un respaldo popular de cerca del 80 %.

Como preveía que EE. UU. haría resistencia a su ascenso a la cumbre del poder mundial, el PCCh ha apelado al nacionalismo e instrumentaliza el siglo de las humillaciones para cerrar filas frente a la injerencia exterior. La política represiva en los territorios periféricos y el creciente control de la población en general son actitudes defensivas frente la percibida amenaza que las ideas democráticas suponen para la integridad territorial, la cohesión nacional y el liderazgo del PCCh. El resultado es una China determinada, resiliente y dispuesta a recuperar la centralidad perdida, que ha puesto la confianza en su tamaño y la vitalidad de su economía, pero que no pretende imponer su propio modelo a los demás.

El tiempo juega a su favor y el régimen político tiene pleno control del gigante asiático. No parece que haya ninguna estrategia con garantías que permita pensar en detener su ascenso a un precio razonable. Difícilmente se podrá dictar a la RPCh lo que deba hacer dentro de sus fronteras, pero el mundo sigue siendo muy grande y hay muchos actores que seguirán influyendo en el devenir histórico.

La pugna está servida, entran en juego dinámicas de la geopolítica clásica, pero también compiten factores inmateriales de valores, creencias e ideologías, así como la eficacia de los distintos modelos de sociedad.

En este contexto, la UE debe reconocer que hay un «telegrama corto» para ella: «O esta se integra de verdad, con personalidad geopolítica propia, o corre el peligro de convertirse en objeto de interés arqueológico». Si a esto unimos que las naciones occidentales sean fieles a los valores de justicia, libertad y dignidad humana que son la esencia de la civilización a la que pertenecen, hay esperanza de futuro, indistintamente de lo que China haga o deje de hacer.

Siguen siendo válidas, en un sentido extendido, las palabras de Kennan cuando expresaba «cierta gratitud a la Providencia que, al proporcionar al pueblo estadounidense este desafío implacable, ha hecho que toda su seguridad como nación dependa de que se una y acepte las responsabilidades de liderazgo moral y político que la historia pretende que asuma15».

Bibliografía
  1. 1 PIQUE, Josep. “EEUU necesita un ‘telegrama largo’ sobre China”, Política Exterior, 5 de febrero de 2021. Disponible en: https://www.politicaexterior.com/eeuu-necesita-un-telegrama-largo-sobre-china/
  2. 2 KENNAN George F. The Long Telegram, 22 de febrero de 1946. Los entrecomillados que van a continuación proceden todos de este documento.
  3. 3 MATHEWS, Jessica T. “Present at the Re-creation? U.S. Foreign Policy Must Be Remade, Not Restored”
  4. Foreign Affairs, marzo-abril de 2021.
  5. 4 X (KENNAN, George F.). “The source of Soviet conduct”, Foreign Affairs, julio de 1947. Los entrecomillados de este apartado proceden todos de este documento.
  6. 5 Ibidem.
  7. 6 RUDD, Kevin. “Short of War. How to Keep U.S.-Chinese Confrontation From Ending in Calamity”, Foreign Affairs, marzo-abril de 2021.
  8. 7 ALMÉN, Oscar, ENGLUND, Johan, OTTOSSON, Björn. “Great Power Perceptions How China and the
  9. U.S view each other on political, economic and security issues”, FOI-R-5040-SE, enero de 2021. FOIR5040.pdf.
  10. 8 RUDD, Kevin. op. cit.
  11. 9 SHAMBAUGH, David, YAHUDA, Michael. International Relations of Asia, Rowman & Littlefield, segunda edición, 2014
  12. 10 “The Longer Telegram: Toward A New American China Strategy”, Atlantic Council strategy papers, The Scowcroft Center for Strategy and Security, 2021. Disponible en: https://www.atlanticcouncil.org/wp-content/uploads/2021/01/The-Longer-Telegram-Toward-A-New-American-China-Strategy.pdf
  13. 11 Ibidem.
  14. 12 Ibidem.
  15. 13 REINSCH, William Alan, CAPORL, Jack. “At Last, An RCEP Deal”, CSIS Critical Questions, 3 de diciembre de 2020. Disponible en: https://www.csis.org/analysis/last-rcep-deal
  16. 14 Strategic Survey 2019, International Institute for Strategic Studies (IISS), octubre de 2019.
  17. 15 X (KENNAN, George F.). “The source of Soviet conduct”, Foreign Affairs, julio de 1947.




 

José Pardo de Santayana*
Coronel de Artillería DEM Coordinador de Investigación del IEEE

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