Me llamo Kaoutar D., tengo 23 años y soy estudiante de medicina, un alma rifeña, en proceso de descubrirme a mí misma y al mundo

“Me puse el velo con 5 años”

Portada niña rifeña

Me llamo Kaoutar D., tengo 23 años y soy estudiante de medicina, un alma rifeña, en proceso de descubrirme a mí misma y al mundo. 

Nací en una familia rifeña conservadora, desde mi más temprana edad entendí que había reglas que seguir. De niña, era la hija perfecta, era brillante, extrovertida, educada y la religión jugaba un papel primordial en mi vida. Mis primas hablaban de costura y moda, yo sin embargo prefería escuchar las conversaciones de los hombres de la familia.

Jugaba a ser imán, daba mi opinión sobre lo que “halal” o “haram, jugaba a juzgar todo inconscientemente. Ante la pregunta de cómo logar la perfección como musulmana, la respuesta era fácil: ponerme el hijab.

Me puse el hijab a los 5 años, es cierto que fue mi propia decisión, pero a esa edad dudo mucho que comprendiese la complejidad de mi decisión, así como tampoco de mi convicción. Parece de locos, pero tenía ganas y sucumbí a ellas.

Mis padres me dijeron que me lo quitase, que era demasiado joven; sin embargo, no insistieron, al menos no tanto como con el hecho de que “no iban a comprarme la muñeca que había visto el finde semana pasado en una tienda”.

Poniéndome el velo me convertí en una especie de virgen María, en un símbolo de pureza, el de una persona que no cometía errores, la más cercana imagen de la perfección en mi religión y cultura. Recibía atención e innumerables halagos, no paraban de decirme “quiero que mi hija sea como tú”, mis padres recibían cumplidos por la educación que me habían dado, y se enorgullecían por mi decisión en el fondo. 

Niña rifeña

Lo curioso es que, a medida que pasaba el tiempo, en cada ocasión que tenía para quitármelo lo hacía, algunas fiestas, casas de amigas etc.; sentía que había nacido en una casa en la que había demasiadas reglas y en una ciudad Nador, donde había más aún, sobre todo en los temas que tenían que ver con la vestimenta las relaciones con el sexo opuesto, incluso con mis propios primos y eso me daba mucho que pensar.

Conforme fueron pasando los años, me empezaba a sentir hipócrita, me ahogaba cada vez más con ese hijab. Sentía que había caído en mi propia trampa, envidiaba las niñas de mi colegio que llevaban vestidos, pero inconscientemente me decía que era “haram” en cualquier caso. El ambiente escolar era tóxico, no era feliz tenía gustos diferentes a los de mis compañeras y era la más brillante de clase y por lo tanto la niña favorita de los profesores, me gané enemigos sin querer. Sentía la tensión constante y necesitaba mantenerme en lo alto siempre, por el miedo a que los demás me vieran caer y pudieran divertirse por mi fracaso.

Si toda esa presión no era suficiente, desarrollé una creencia negativa hacia y contra mí misma: me sentía fea, por lo que lo único a lo que me dedicaba era a estudiar. 

Sin embargo, en mis momentos más íntimos, tenía un pequeño ritual, muy simbólico. Me colocaba enfrente del espejo, con el pelo al aire (que yo imaginaba liso y brillante), y me sentía como otra “yo” que vivía sin un velo, otra “yo” que si era guapa, y en mi fuero interno pensaba que si un día me lo quitaba sería feliz. 

En el instituto todo mejoró y yo me sentía mejor que en mi anterior colegio. No obstante, seguía sintiéndome mal conmigo misma y mi carácter extrovertido empezaba a contrastar con el estereotipo de “ser una buena musulmana”, es decir, tranquila, pura, dócil, con ropa modesta y que tenía una relación directa con mi hijab. Empecé a darme cuenta de que no tenía ninguna de esas características.

Mis ideas empezaron a cambiar y aunque me sentía hipócrita con Dios, me di cuenta poco a poco de que “ser buena” se trataba más bien de tratar bien a los demás, de no juzgar al otro, de actuar en conformidad con la idea de que la religión está entre Dios y cada persona individualmente y que sobre todo, el hábito no hace al monje. Me sentía hipócrita porque a mi alrededor todo era hipócrita, la sociedad en sí. Empecé a ver a chicas liberadas sexualmente poniéndose el hijab para transformar su imagen y que la sociedad les perdonase todos sus supuestos pecados, otras los llevaban más acorde a la Sharía y su intención era evitar llamar la atención, pero la realidad más dura es que toda aquella que se lo quitaba era una “puta”.

Después del examen regional en el instituto, sentía que no podía más; había intentado quitarme el hijab muchas veces, pero la respuesta de mis padres me disuadía: “¿Quieres que piensen que te vas a prostituir? ¿Qué dirá la gente? Puede que no apruebes el examen de acceso a la universidad y la gente malpensará. ¿Has pensado en el honor de la familia? Cuando te pones el hijab, es para siempre.” 

Sé que era su manera de quererme, de protegerme, de intentarme hacerme razonar a su modo, de evitar que cometiese un error (para ellos), de promover mi imagen de perfección. 

Sin embargo, seguí mi instinto y me lo quité. En casa me ignoraron, pero poco a poco se fue normalizando. Mi cabello, al fin libre, saboreaba la humedad del aire y sobre todo mi nueva realidad. 

En el instituto estaba ansiosa por las reacciones de los demás, pero todo pasa, y da igual lo que hubiese hecho, que todo el mundo hubiese hablado de ese tema durante un periodo a la espera de la próxima novedad. Todo el mundo acaba acostumbrándose. Borré todas mis fotos en hijab de las redes. 

Después de quitármelo, no sabía cómo gestionar mi pelo, ningún peinado me valía y acababa llevando moños frustrados, hasta que descubrí que mi cuero cabelludo y mi pelo en sí estaban enfermos, tenía un problema de ph por estrés y otros gérmenes oportunistas que el uso de hijab había empeorado. Mi fantasía de pelo liso y brillante, no se hacía realidad y mi madre y mi hermana me repetían que era el castigo de Dios. 

Me gradué de bachillerato, aprobé el bac, a día de hoy, cuando algo no me va bien, me dicen que es castigo de Dios. Empecé un tratamiento para el cuero cabelludo, y ahora tengo el pelo que quería, todo pasó.

Hoy me siento realizada, liberada, sigo teniendo fantasmas que no consigo espantar del todo, pero sigo aprendiendo. 
Aprendí muchas cosas en el proceso de quitarme el velo, pero la más importante sin duda es que en mi sociedad siempre se hablará de las decisiones que tomemos las mujeres, hagamos lo que hagamos. 

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