Cadáveres maniatados, fosas comunes y cientos de tumbas sin nombre son halladas en la ciudad más importante del sur de Járkiv tras seis meses de ocupación rusa

Crímenes de guerra y destrucción, el legado del Kremlin en Izyum

PHOTO/MARIA SENOVILLA - Un médico forense ucraniano examina un cadáver maniatado que ha sido sacado minutos antes de la fosa común hallada a 6 kilómetros de la ciudad de Izyum, que permaneció seis meses ocupada por el Ejército ruso

Cruzamos en silencio a través de un extenso pinar. Caminamos sobre las rodadas que los coches han dibujado en la tierra clara y húmeda, sin asfaltar. Unos minutos después aparece una imagen desconcertante: decenas de hombres y mujeres con batas azules, mascarilla, casco y chaleco antibalas. Están de pie, entre los árboles. En sus manos llevan palas y en sus ojos una sombra que hace presagiar lo peor.

Seguimos andando y aquello se transforma en una auténtica película de terror. En el lado derecho del camino, hay enormes zanjas excavadas entre los pinos; en el lado izquierdo, cientos de tumbas individuales se extienden hasta donde alcanza la vista. 

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Algunas acaban de ser abiertas, y los técnicos del Laboratorio de Criminalística de Járkiv están sacando cuerpos en avanzado estado de descomposición. La mayor parte de los cadáveres están enterrados sin ataúd, envueltos en una manta o dentro de una bolsa de plástico. Un olor indescriptible lo inunda todo.

Se trata de una nueva fosa común hallada en una ciudad ucraniana tras la ocupación rusa. Esta vez ha sido en Izyum, la ciudad más importante del sur de Járkiv. Hoy sólo es el primer día de trabajo.

Las autoridades aseguran que en este paraje hay al menos 445 cuerpos –puede que más–, y entre los primeros cadáveres que han sacado de la tierra ya han encontrado signos de tortura. Algunos están maniatados, otros evidencian muertes violentas por disparos y también por fuego de artillería. 

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Centros de tortura rusos

En el margen derecho del camino, tres técnicos trabajan en una fosa común. Sus rostros están descompuestos. Tiran de las bolsas de plástico que van desenterrando para sacarlas completamente de la tierra, las abren y comprueban su contenido. Después cogen el bulto, cada uno de una esquina, y lo depositan en una fila que cada vez se hace más larga, donde trabajan los médicos forenses.

Al volver a la fosa para buscar el siguiente cuerpo, uno de ellos para un instante y se enciende un cigarrillo. Sus manos temblorosas lo dicen todo. Pienso “ojalá que el humo del tabaco enmascare un poco el olor que flota en el aire, condensado por la humedad de un día de lluvia”,  pero no creo que ese cigarrillo le sirva de mucho. 

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Cuando el forense abre la bolsa donde se encuentra el último cuerpo que han exhumado, se escuchan murmullos entre los policías que están tomando notas del proceso. El cuerpo está maniatado. Las evidencias de tortura y crimen de guerra son incuestionables.

A pesar del impacto de verlo en directo, no es una sorpresa para ellos. Cuando el Ejército ucraniano reconquistó Izyum, el pasado 11 de septiembre, hallaron diez centros de tortura repartidos por toda la ciudad. Así que es de prever que habrá muchas más víctimas con signos de martirio enterradas aquí.

Documentar cada uno de estos casos es crucial para que pueda abrirse una investigación internacional por crímenes de guerra, aunque queda la duda de quién pagara por ellos. A día de hoy es difícil imaginar a Putin sentado ante el Tribunal de la Haya, respondiendo por esta y otras atrocidades, como los bombardeos sistemáticos contra la población civil. Pero las investigaciones deben realizarse de todos modos. 

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Meses de investigación por delante 

La zona arbolada en la que se han encontrado las tumbas está muy cerca del cementerio de la ciudad, pero los enterramientos no tienen nada que ver con los que hay en la necrópolis. Junto a las enormes fosas comunes, a este lado de la tapia hay cientos de tumbas sin nombre, coronadas por una modesta cruz de madera con un número. 336, 337, 338…

Es desolador comprobar hasta dónde llega numeración, sin saber si debajo de cada una de las cruces descansa un niño o un anciano, un combatiente o un médico, un ucraniano o un ruso. Los cadáveres que ya han sido exhumados se van colocando junto a las cruces, a la espera de que uno de los médicos forenses pase para hacer su análisis preliminar.

Uno de los técnicos de bata azul sale precipitadamente de una de estas tumbas, en la que estaba cavando, y sus compañeros le ayudan a echarse agua en los ojos. Parece que con la última palada de tierra ha destapado un nuevo cadáver. Al cabo de un minuto, vuelve a introducirse en el agujero, junto con otro compañero, y sacan el cuerpo. 

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El forense se toma su tiempo con cada cuerpo. Ls observa pausadamente, y después dicta algunas anotaciones a sus ayudantes. Luego abre las ropas –totalmente podridas en la mayoría de los casos– y busca indicios de la causa de la muerte. El proceso lleva un rato.

Cuando acaban, los cadáveres se introducen en bolsas de plástico y se les coloca una etiqueta con los datos que se han recopilado. Hay más de 200 técnicos, forenses y policías de la Unidad de Investigación de Járkiv trabajando a la vez. Tienen previsto exhumar una veintena de cuerpos por día, por lo que los trabajos se van a extender varias semanas. 

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En estas tumbas están mezcladas las personas que han muerto por causas naturales a lo largo de los seis meses de ocupación rusa, junto con los que han perecido bajo las bombas y los que han sido torturados y asesinados por el ejército del Kremlin. Las investigaciones durarán meses –tal vez años– hasta dirimir cada caso.  

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