El espacio exterior o ultraterrestre es transparente para una población que, sin embargo, tiene una gran dependencia de este medio

El espacio exterior, una nueva dimensión de la Seguridad

Atalayar_IEE Seguridad Espacio Exterior
La dimensión militar del espacio

El espacio exterior es tecnología, para ser más exactos un dominio de esta. La competencia en el espacio es realmente una competencia tecnológica; nada existe en él ni fuera de ella. A su vez, las Fuerzas Armadas recogen en su nombre una relación con la tecnología; son fuerzas, como se dice, pero significativamente dotadas de un elemento tecnológico, las armas, y evolucionan con ellas. De esta manera, espacio, tecnología y Fuerzas Armadas quedan alineados.

La exploración del espacio exterior es deudora de la competición militar de la Guerra Fría; por sus orígenes quedó así ligada al sector Defensa. La escenificación de la conquista de la Luna fue uno de esos momentos. Aun, es más, para evitar la destrucción mutua, el enfrentamiento entre las superpotencias, la guerra «fría» se desarrolló de modo simbólico, en forma de maniobras militares y en la carrera por el espacio. Este elemento físico fue convertido en un teatro para el enfrentamiento ideológico.

Como resultado, el enfrentamiento se desplazó del plano militar al terreno tecno económico. De este modo, no se materializa físicamente pues se desarrolla en espacios imaginarios y en clave de futuro. El resultado empero fue el desfonde económico de la URSS, su colapso ideológico y, consecuentemente, la quiebra de su voluntad de lucha. La guerra es una actividad del espíritu; se está derrotado cuando se acepta tal cosa. Así y desde el principio quedó acreditado, como sostiene Wang que «la política espacial internacional puede tratarse como la proyección de la geopolítica terrestre»1.

La política espacial fue adquiriendo simultáneamente una orientación más económica y unos horizontes más mediatos y referidos al espacio satelital próximo. Este estaba dotado de una visibilidad más baja pero no por ello obtuvo un alcance ni resultados menores como ha sido, por ejemplo, el caso del programa GPS (Global Position System) de orígenes y usos militares. En este tránsito, el espacio ha perdido en parte el carácter militar con el que surgió —y que sigue existiendo pues hasta el 75 % de los satélites hoy son militares— desarrollándose una nueva faceta de negocio y servicio limitada todavía por el elevado coste de los lanzamientos, pero para la que se intuye un futuro muy alentador.

En todo caso, la competición estratégica en un espacio exterior débilmente regulado — excepto en materia de telecomunicaciones— como en su momento lo fueron los océanos, es una renovada realidad tanto por el desarrollo de tecnologías antisatélite (ASAT) que por su naturaleza agresiva aumenta la posibilidad de confrontación; como por un progreso tecnológico que dota a la exploración espacial de nuevas oportunidades y unos beneficios insondables que fomentan todo tipo de ambiciones2. En este contexto, ser capaz de imponer las reglas se muestra decisivo.

Esto supone un cierto retorno a las posiciones auspiciadas desde el más añejo mercantilismo para el que la guerra no es tanto la continuación del comercio por otros medios como su sustituto3. Al decir del general Monck al solicitar la reanudación de la guerra con los holandeses en 1662 «¿Qué importa esta o aquella razón? Lo que queremos es una parte aun mayor del comercio con los holandeses»4.

La ausencia de derechos de soberanía, el debate sobre la posesión, y la libertad de exploración en el contexto de la posibilidad de elevados beneficios económicos acentúan ahora como entonces tales riesgos. Como refiere Zygmut Baumann, «las guerras posmodernas buscan la promoción del libre comercio mundial por otros medios»5.

El control del espacio

El espacio proporciona discreción y libertad de acción. Su control supone un «dominio de espectro completo», lo cual implica disponer de la capacidad para dominarlo, pero también para negar su uso a otros actores. En las palabras del presidente Trump, «para defender EE. UU., no basta con tener presencia en el espacio, sino que debemos tener el dominio del espacio».

No obstante, este «control total» no es factible para ningún actor individual, incluso para Estados Unidos, dada la escala y el alcance del entorno. Sin embargo y, al igual que en el espacio marítimo y en los otros global commos, es necesario alcanzar un control suficiente para garantizar la libertad de acción6.

Es más, tratar de alcanzar el control total muy probablemente daría lugar a una carrera armamentista que lo desestabilizaría y tendría el consiguiente reflejo geopolítico. La dificultad de lograr un adecuado control espacial radica, como hemos visto entre otros factores, en la profusión de satélites comerciales. Su importancia se incrementará debido a la congestión de órbitas7.

El control espacial a su vez implica su vigilancia, protección y la capacidad de negación. La vigilancia del espacio trae consigo la detección, identificación y el seguimiento de miles de objetos en el espacio. Los satélites eran —y son— la clave de bóveda de elaborados sistemas de alerta temprana para el despliegue o lanzamiento de armas nucleares terrestres. Así, y dada su naturaleza pasiva, discreta y no intrusiva, las labores de inteligencia que se desarrollan desde ellos se plantean como cruciales. Es más, y en atención a ello, sería lógico que un ataque nuclear se viera precedido de otro contra este tipo de sistemas para anular su capacidad de alerta temprana.

En cuanto a la protección constituye una exigencia para garantizar la libertad de acceso al espacio y a permitir la actuación en él. La protección se puede lograr haciendo que los satélites resulten más difíciles de localizar, de atacar o de destruir. Cualquiera que sea la opción elegida, dotar de protección a un sistema significa dotarle físicamente de un mayor peso y tecnológicamente de una mayor complejidad, como el despliegue de constelaciones; consecuentemente por ello supone un gasto adicional.

El tercer componente del control espacial es la negación del espacio, consistente en la capacidad de veto a ciertos sistemas espaciales, e incluso de ciertos satélites comerciales. Esta negación del espacio, al menos en las órbitas bajas, es relativamente fácil de lograr8.

Podemos igualmente analizar el control en la dualidad ofensivo/defensivo; así, tenemos entonces un control ofensivo y un control defensivo del espacio. Ambos son necesarios para, por una parte, asegurar el acceso y libertad de acción; y, simultáneamente, degradar las capacidades espaciales de eventuales adversario desestimulando por esta vía su proceder9.

De hecho, Estados Unidos, desde 2015, está haciendo mucho énfasis en el «desarrollo del control ofensivo del espacio y estrategias y capacidades de defensa activa». «El control ofensivo del espacio» es una referencia clara a las armas antisatélites (ASAT). La «defensa activa» es mucho más una nebulosa, y hace referencia a contramedidas ofensivas indefinidas que podrían adoptarse contra un atacante. Ello acentuaría la militarización del espacio que está teniendo lugar10.

Por ello, conviene seguir elaborando un entramado jurídico ilegalizando acciones agresivas en el espacio, aunque aceptando simultáneamente, en nombre del realismo que la Seguridad demanda, que nada garantiza el respeto de esas normas.

Es más, desde la óptica de las Fuerzas Armadas, la aplicación de la fuerza en el espacio está evolucionando de modo parecido a como lo hizo la aviación. Así, actualmente, las actividades espaciales se centran sobre todo en comunicaciones e inteligencia (de modo equivalente a los globos aerostáticos de observación en el siglo XIX, por ejemplo) pero, igual que sucedió con la aviación, están evolucionando ahora hacia la aplicación de la fuerza primero contra la superficie y, después, en el contexto del medio espacial.

En este sentido, las grandes potencias espaciales trabajan en nuevas generaciones de ASAT basadas tanto en la superficie terrestre como en el espacio. Esta generación de armas estará operativa, se calcula, hacia el año 2025, y forzará un cambio en la filosofía de la guerra. Ello traerá como consecuencia una modificación en el modus operandi y estructura de la fuerza aérea, llamada a ser por su naturaleza el principal actor en este medio11.

Y es que, desde el espacio, recordémoslo una vez más, se prestan relevantes servicios a la sociedad: telecomunicaciones, situación, meteorología, reconocimiento, inteligencia, entre otras... Además de las propiamente militares que deben ser protegidos.

De hecho, desde el punto de vista específicamente militar, existe una notoria dependencia del espacio.

El espacio de la actividad militar

La revolución de los asuntos militares, que caracteriza a las llamadas Guerras de Tercera Generación, se fundamenta precisamente en la tecnología y el espacio: sensores, sistemas de comunicaciones, armas inteligentes… Un conjunto, como hemos visto, asentado en el espacio exterior cuya simplicidad de manejo involucra tremendas complejidades estructurales y de diseño.

Y es que la guerra moderna se basa en el empleo de sistemas en los que se combina a un mismo tiempo inteligencia, comunicaciones, navegación así como otros sistemas espaciales militares. Se trata de buscar el efecto sinérgico de la convergencia y la fusión. Para ello las operaciones centradas en plataforma deben transformarse en operaciones centradas en red. Cada plataforma debe «conectarse, compartir y aprender» dentro de un sistema de sistemas (familias). Ello es posible al poner en común los datos recopilados en todo el espacio de batalla; lo cual solo es posible con el uso de enlaces de comunicaciones protegidos y resilientes12. Pero tales ventajas suponen simultáneamente una vulnerabilidad por la dependencia estratégica que crean13.

La guerra, al ser un hecho integral —y, por ello, precisamente—, se mueve en el terreno multidominio. Esta, en vez de ser una secuencia estricta de operaciones, trata de aprovechar las ventajas fugaces en los dominios a medida que se presentan y utilizar esas victorias para abrir camino a operaciones en los otros dominios.

La llegada del espacio supone necesariamente una transformación en el modo de hacer la guerra. El resultado pretendido es que la fuerza conjunta pueda atacar de forma tan masiva y con tal velocidad y complejidad que abrume las defensas enemigas. La clave es, nuevamente, la integración en una red conectada. La victoria depende menos de las capacidades individuales y más de las fortalezas obtenidas mediante la integración en red14. En esta línea, la Estrategia aeroespacial norteamericana concibe «las actividades espaciales como un recurso único del poder nacional y militar» e incorpora «los principios de la guerra conjunta en las operaciones espaciales».

De esta manera, los servicios basados en el espacio pueden ser transparentes o invisibles para el usuario final, pero impregnan casi todos los aspectos de las operaciones conjuntas y combinadas. Por ello, el dominio espacial debe considerarse tan rutinario como los demás dominios operativos y debe incluirse en los procesos de planeamiento militar, así como en la elaboración de los objetivos y líneas de acción de las campañas conjuntas. Del mismo modo, debería considerarse y, en caso necesario, integrarse, el posible apoyo a las operaciones espaciales por parte de otros dominios15.

El espacio y la zona gris

Por tanto, y atendiendo a su vulnerabilidad y a la relevancia del espectro de funciones que se cubren desde él, el espacio se convierte en un objetivo de interés militar cuyo control confiere un factor de ventaja. Es más, los satélites son objetos muy vulnerables y valiosos; pero son solo los objetos, y no las personas, los que difuminan la gravedad de cualquier posible acción contra ellos al conferir un menor simbolismo en tanto que no explícitamente sangrienta.

Aún es más, las características intrínsecas de este dominio instalan la violencia que se ejerce en él en lo que ha venido a ser denominado la «zona gris». Y es que si, por un lado, el nivel de daños estructurales por un ataque al conjunto de los sistemas espaciales puede ser muy alto; se puede provocar una degradación significativa de las capacidades del oponente y, simultáneamente, un severo daño económico.

Por otro, la letalidad, el número de víctimas humanas directas resultado de la acción es nulo o muy bajo pues esta se realiza en un medio inhabitado y puede ser resultado de una acción ciber. Ello dificulta cualquier actuación de respuesta fuera del referido plano por la propia proporcionalidad que se suele pretender con la represalia.

Además, es difícil de conocer exactamente la situación espacio exterior en caso de conflicto. La «niebla de la guerra» en este medio es mucho más tupida que sobre la superficie terrestre: Y las formas que pueden tomar eventuales ataques resultan mucho más silentes que en el caso de un ataque físico ordinario: jamming, ciberataques, uso de láseres desde tierra u otros satélites, interferencias en el sistema GPS (por ejemplo, Noruega acusó a Rusia de ello durante unas maniobras a finales de 2018). Los ciberataques en el ámbito aeroespacial son una actividad de máxima rentabilidad por el enlace existente entre el espacio y el ámbito ciber y por las repercusiones de tales ataques sobre la superficie terrestre dado que inutilizan el conjunto del sistema lo que le convierte en una infraestructura crítica.

Además, existe, como comúnmente sucede en la «zona gris», incertidumbre en cuanto a lo sucedido y dificultades en la fehaciente atribución de la procedencia de la agresión y aún en cuanto a si esta es tal o tan solo un fallo del sistema. Esto sitúa a las acciones en este ámbito en el contexto de lo que ha venido a ser denominado como «guerra política» o como un paso preliminar —y hasta razonable— en la dirección de un eventual conflicto armado16.

Puesto que las operaciones militares están llamadas a ser operaciones multidominio y, como hemos visto, no son tanto secuenciales como integrales; puede suceder que vencer en el espacio no suponga vencer; pero lo que está meridianamente claro es que ser derrotado en el espacio supone perder17. Y eso reclama de un esfuerzo de previsión acorde.

La respuesta que puede darse desde un Estado de derecho ante un reto de semejante naturaleza como un ataque en la «zona gris» es consecuentemente compleja, pues se trataría de una actuación indudablemente agresiva y dañina, pero no sangrienta. Esta, además, habría de implementarse sobre quien, para más ende, proclama su inocencia, niega el hecho y aunque todo apunta hacia una actuación culposa, no hay pruebas fehacientes ni definitivas de la misma por más que se intuya. Y eso cuando, el uso de las capacidades agresivas de un Estado democrático está tasado, sometido a la legislación internacional y sujeto a control nacional e internacional.

No obstante, hay analistas que defienden que los países no están interesados en este tipo de actuaciones por no perder sus propios satélites como represalia. Además, el uso de medidas «cinéticas» de destrucción podría generar relevantes cantidades de basura espacial —uno de los grandes problemas actuales del espacio, pues contamina las órbitas y puede generar graves daños— e iniciar una reacción en cadena y, con ello, dar origen a una suerte de «derbi de demolición» parecido a la destrucción mutua asegurada trasladada a nivel espacial y que haría inexplotables los espacios satelitales. Pero también la existencia de organizaciones terroristas y criminales de terceros que pueden llegar a dotarse de estas capacidades —aún a nivel ciber—, hace adecuado especular estratégicamente sobre esta eventualidad.

Así, al igual que sucedió en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en la que ninguno de los actores involucrados empleó armas químicas poniéndose de acuerdo implícitamente entre sí dentro de la dialéctica que es la guerra, sucede con los ataques a los satélites. Y es que se conformaría una dinámica extrema lose-lose por la vulnerabilidad de los satélites y el daño que se recibiría en una infraestructura tan crítica e importante, y que se transmitiría a todas las cadenas en tierra que se apoyan en ellos. Eso, subrayarlo nuevamente, no quita que pudiera aparecer un tercer agente con interés por el caos derivado de algo así.

Al mismo tiempo, en esta lógica implícita, tampoco se ha alcanzado todavía ningún acuerdo espacial que sirva a su estricta y verificable prohibición de armas de uso tan discutible conforme a lo dispuesto en el Tratado del Espacio Exterior. Ni tampoco ningún código de buenas prácticas en el espacio, como el que la UE propone en línea intelectual con los Documentos de Viena sobre Medidas de Confianza y Seguridad. Ello requiere de más transparencia y construcción de confianza entre las naciones con capacidad espacial, pero que se ve rechazado por las potencias revisionistas que aceptándolas perderían un factor que les permitiera resolver la desventaja con la que se mueven en el ámbito espacial.

Este sería un primer paso de unos acuerdos que cada vez serán más urgentes y perentorios. Tal y como reconoce la Estrategia de Seguridad Aeroespacial Nacional para hacer frente a retos de tal magnitud y coordinar una presencia creciente, es esencial la cooperación internacional en todas las áreas de modo que se garantice la interconectividad, interoperabilidad y desarrollar acuerdos técnicos para intercambiar al menos información de vigilancia espacial.

Este no se ha alcanzado aún por las dificultades técnicas que implicaría pues, partiendo de la definición de lo que es un arma antisatélite —algo nada fácil— debería incluir las armas antisatélites instaladas en tierra como las que China probó, en 2007, y, de nuevo, en julio de 2014. No viene mal recordar, nolens volens, que el desencuentro entre China y Estados Unidos se fue activando desde esa primera prueba, que parece señalar un hito en esas relaciones.

En fin, mucho se especula sobre pruebas e investigación en materia ASAT —incluyendo pruebas de misiles— realizadas por potencias revisionistas como Rusia y China. Incluso India que rivaliza con China como la gran potencia de Asia-Pacífico ha realizado pruebas exitosas de este tipo de armas, en 2019, incorporándose a tan selecto club.

Además, Estados Unidos —que sí ha apoyado el código de conducta antes citado, que, como hemos visto, desactivaría la menor capacidad en este ámbito de los Estados revisionistas— dispone de una notable ventaja en el tablero espacial que este tipo de tratados restringiría sin conferirle ninguna ventaja real frente actores que se limitarían a su cumplimiento formal.

Este país, a la vista de esta situación, desclasificó en 2013 su Programa de Conciencia Situacional del Espacio Geosíncrono (GSSAP, en inglés), capaz de monitorizar órbitas altas de la Tierra y hasta de relacionarse con otros satélites para inspeccionarlos de cerca. Tal gesto, previsiblemente, supone una suerte de aviso a navegantes, en previsión de eventuales ataques contra sus instalaciones espaciales18.

Es más, y por señalar la dualidad implícita de toda la tecnología, referir que EE. UU. podría utilizar los sistemas de defensa de misiles balísticos, sus aviones espaciales de largo alcance X-37B e incluso el referido programa GSSAP fácilmente podrían ser transformados en armas para la guerra espacial19.

No obstante, y en esa dialéctica intrínseca al enfrentamiento, la respuesta a las armas ASAT a corto-medio plazo, como señala el coronel Calvo Albero, es la progresiva miniaturización de los satélites, que han consolidado los CubeSats implica también una considerable reducción en los costes de lanzamiento y puede convertir los esfuerzos por destruirlos en algo antieconómico. En algunos casos, ni siquiera hace falta un lanzamiento espacial, y los microsatélites pueden ser lanzados desde un caza a gran altura, como en el programa español Pilum. Además, aunque un sistema ASAT pudiese interferir, destruir o retirar la mayor parte de una flota de microsatélites, no costaría mucho volver a colocar en órbita una nueva flota20.

En fin y como resultado práctico de todas estas inquietudes, en la cumbre de la OTAN de 2018, esta organización acordó desarrollar la Política Espacial de la Alianza.

La Alianza Atlántica considera expresamente que el espacio es imprescindible para las funciones de mando y control de las operaciones y como apoyo en la toma de decisiones, por lo que es esencial en la política defensiva y de disuasión. En palabras de su secretario general, «El espacio es parte de nuestra vida diaria. Puede aprovecharse con fines pacíficos, pero también agresivamente. Los satélites pueden ser bloqueados, pirateados o atacados. Las armas antisatélite pueden inutilizar comunicaciones y servicios de los que depende nuestra sociedad».

En 1947, la Fuerza Aérea de Estados Unidos, conforme se fue tecnificando el espacio aéreo, se liberó del Ejército de Tierra para convertirse en un servicio independiente y dotado de una lógica propia. Lo mismo sucede hoy con la fuerza espacial: la aparición del espacio como un dominio operativo está impulsando la creación de un ejército militar independiente que se servirá de la Fuerza Aérea en todo aquello relativo al apoyo e infraestructura fundacional (fuerzas de seguridad, gestores financieros, etc.)21.

En esta razón, la renovada relevancia estratégica del espacio exterior quedó definitivamente sancionada cuando, en 2018, Estados Unidos creó las Space Forces como un servicio independiente, una sexta rama de las Fuerzas Armadas, algo que va más allá de lo formal del Mando Unificado Espacial creado en 1985 e integrado como un mero mando componente en el Mando Estratégico en 2002. Su propósito es «organizar, entrenar y equipar a las fuerzas espaciales para proteger los intereses estadounidenses y de sus aliados en espacio y para proporcionar capacidades espaciales a otras ramas militares estadounidenses».

Esto convierte al espacio formalmente en un ámbito más de las operaciones militares dotado de unos 15 000 efectivos y un presupuesto de 15 400 millones de dólares en 2021. Previamente, en 2017 publicó su Estrategia de Seguridad Nacional donde el espacio ocupaba un lugar relevante; y, posteriormente, en 2020 una nueva Estrategia Nacional de Seguridad para el Espacio, acreditando su renovado interés que la creación de este sexto servicio deja más que patente y dota de una voluntad de permanencia.

Moscú y Pekín censuraron el proyecto, diciendo que de implementarse infringiría el Tratado sobre el Espacio Exterior y suscrito por EE. UU. que prohíbe la militarización del espacio. Rusia, además, se negó a renovar un contrato con la NASA para el traslado de astronautas de EE. UU. a la Estación Espacial Internacional22.

Este país, por su parte, ha tenido una fuerza espacial en los periodos que van de 1992 a 1997 y de 2001 a 2011, pero ahora este mando es parte de las Fuerzas Aeroespaciales Rusas —o VKS— que incluyen las aéreas. Así mismo, China tiene un departamento de Sistemas Espaciales en sus Fuerzas Armadas, y una Fuerza de Apoyo Estratégicos con estos fines23.

Francia ha anunciado, en 2019, la creación del Mando Espacial dentro de la Fuerza Aérea con la idea de transformar esta. Como prueba de la relevancia de las referidas circunstancias, en julio de 2020, la ministra de Defensa francesa anunciaba el cambio de denominación de la fuerza aérea francesa que pasaba a denominarse Ejército del Aire y del Espacio, con toda la carga simbólica y funcional que ello trae consigo.

En el caso de nuestro Ejército del Aire, la ministra de Defensa, Margarita Robles, ya ha abierto la puerta a un proceder similar. Referir que, en 2018, el jefe de Estado Mayor del Ejército del Aire aprobó la directiva para implantar la capacidad de vigilancia espacial en este ejército. Mientras el Departamento de Seguridad Nacional ha aprobado también la Estrategia de Seguridad Aeroespacial Nacional con el objetivo de proteger las infraestructuras españolas en el espacio aéreo y ultraterrestre, así como el Consejo Nacional de Seguridad Aeroespacial con el objetivo de garantizar la seguridad del espacio aéreo terrestre y ultraterrestre.

Conclusiones

El espacio exterior es una realidad en la vida cotidiana. Pese a la poca visibilidad con la que cuenta, a su carácter transparente para el usuario, condiciona una parte significativa de la actividad económica de nuestras sociedades.

Y se transforma en una infraestructura crítica, más aún, en un dominio adicional en el ámbito militar que se suma a los ya tradicionales. Ello se debe a la elevada tecnificación de la práctica totalidad de la infraestructura y también a la alta posibilidad de efectos en cadena derivados de la gran interconectividad sobre la que se sustenta el sistema.

Es precisa una particular y específica toma en consideración que atienda a su naturaleza simultáneamente vulnerable y de alto valor. Las operaciones militares del siglo XXI son operaciones multidominio, en las que el espacio se plantea como esencial. Y es clave para el desarrollo de la revolución de los asuntos militares, pues permite la vigilancia planetaria y el apoyo de acciones en tierra. Todas las operaciones militares llevadas a cabo por Occidente y posteriores a la Guerra Fría se han servido del espacio. Ser derrotado en el espacio es ser derrotado en términos absolutos.

La guerra es un hecho social y, en tanto que tal, alcanza a allí donde llegue el hombre, ya sean estos lugares físicos, espacios simbólicos o dominios del conocimiento. Quien no atienda a su demandante naturaleza, inevitablemente se verá flanqueado o incluso derrotado. Si el ser humano llega al espacio o a las redes sociales, hasta allí mismo llega la guerra que es una actividad no tanto militar como política y de enfrentamiento de poderes. Y por ello está dotada de una dialéctica y una lógica propia.

Federico Aznar Fernández-MontesinosAnalista del Instituto Español de Estudios Estratégicos.

Referencias Bibliográficas:
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