Lo que mueve el mundo no es el dinero, sino la fotosíntesis

Estrategias de la naturaleza para una nueva Era empresarial pos-globalización

photo_camera PHOTO/AFP - Los peatones llevan máscaras faciales como medida de precaución contra el coronavirus en Hong Kong, el 13 de mayo de 2020

En estas semanas de excepcionalidad histórica, podemos leer visionarias especulaciones de cómo va a ser el mundo que viene. Ciertamente todas bien intencionadas, pero nadie lo sabe de un modo certero. Quizás en cambio sí que podamos entrever ciertos aspectos positivos que iluminen el final del túnel. La tragedia por las pérdidas humanas y el sufrimiento de muchos no puede ser olvidado ciertamente, pero toca seguir. Muchos autores que estudian el colapso de las civilizaciones, con la experiencia de haber tenido a lo largo de la Historia más de 30, especulan que la actual puede ser vulnerable a los mismos factores que resultaron en la destrucción de los anteriores: la acumulación de deuda (abrumadora hoy en muchos países), la disminución de la rentabilidad energética (hoy debido al agotamiento de combustibles fósiles) y el cambio climático (emergencia climática actual). Cumplimos todas, pero a diferencia de las civilizaciones anteriores que dependiendo del caso pudieron ser una más expansivas que otras, la nuestra es ciertamente la primera en ser verdaderamente global y la primera en tener graves impactos ambientales planetarios, incluyendo la actual extinción masiva de biodiversidad. Por lo tanto, a menos que podamos hacer una transición rápida a fuentes de energía de combustibles no fósiles, materias y procesos circulares y regenerativos, con prácticas empresariales que no incrementen la huella de carbono y el impacto sobre los ecosistemas, el resultado puede ser un colapso mucho más severo y rápido que las civilizaciones precedentes.

Esto representa, sin duda, una perspectiva temerosa, que ahora tras la pandemia de la COVID-19 quizás nos creamos más, ya que contamos con una experiencia vivida en nuestra propia visión del mundo. Esta visión apocalíptica no tiene por qué ser paralizante. Si bien las posibilidades reales de los colapsos ecológico y de civilización global en este siglo están significativamente por encima de cero y con otros colosales problemas que vendrán, tenemos la obligación moral e intelectual de explorar qué estrategias podrían minimizar tal probabilidad, permitiendo los más esperanzadores resultados para todos y, sobre todo, para los que vengan, algo ya definido como la tragedia del horizonte por el Mark Carney (ex Gobernador del Banco de Inglaterra, el 3º más grande del planeta).

Paneles solares de la compañía de energía solar Norsol en Villaldemiro, en el norte de España

Los problemas, así como los retos, a los que nos enfrentamos en este siglo no son simples y no pueden ser resueltos con simples ajustes técnicos o con volver al sistema que los generó. Son problemas sistémicos. Comprenderlos y responder inteligentemente requiere que pensemos holísticamente. El pensamiento holístico surgió durante el siglo XX con la Teoría General de Sistemas y representa percibir las cosas en conjunto y no analizar las partes de modo aislado. Actualmente, la ausencia de pensamiento holístico o sistémico ignora, por ejemplo, que el cambio climático es un efecto cíclico de la huella de carbono que deja la industria y el consumo y que se puede contrarrestar poliédricamente con la reducción del empleo de combustibles fósiles, la captura de carbono mediante múltiples técnicas humanas y naturales (como la reforestación), el regreso a una agricultura orgánica y cercana, alejada de fertilizantes químicos alineada con la biodiversidad de las regiones, una movilidad de mercancías radicalmente diferente, electrificada con suministro cercano e infraestructuras con soluciones basadas en la Naturaleza y, en definitiva, con numerosas soluciones que están esperando ser implementadas.

Turbinas eólicas cerca del embalse de la estación de bombeo eólico de Gorona, en la isla canaria española de El Hierro

En definitiva, otro modelo de producción y consumo, otra economía que sea consciente de los principios regenerativos que la naturaleza nos muestra desde hace los más de 3.850 millones de años y que hoy podemos emular. Estos enfoques reconocerían el papel de los insumos, de los productos (bienes o servicios) y las retroalimentaciones del sistema, incluidos los proporcionados por la regeneración del propio suelo, base de la vida. Recordemos que lo que mueve el mundo no es el dinero, sino la fotosíntesis. Un abordaje holístico de todas las acciones de la civilización en el planeta además tendría beneficios secundarios. Por ejemplo, la reducción del consumo de combustibles fósiles daría como resultado un aire más limpio sobre todo en las ciudades, con una clara reducción de enfermedades pulmonares y muertes prematuras; mientras que por ejemplo la agricultura regenerativa no solo secuestraría carbono en el suelo, sino que también haría que nuestro sistema alimentario fuera más sostenible a largo plazo con un incremento de biodiversidad espectacular que mejorarían el bienestar de todos. Además, se generarían millones de empleos en un modelo basado en una economía digital.

Turbinas eólicas de la planta de La Plana donde se presenta el primer prototipo ‘Offgrid’ de Gamesa, una tecnología que puede generar y proporcionar electricidad en zonas remotas y de difícil acceso, cerca de Zaragoza

Donella Meadows sugirió que los puntos de apalancamiento en esa visión sistémica tienen una jerarquía de efectividad, donde los puntos más poderosos abordan sus objetivos, reglas y mentalidades, en vez de los detalles de parámetros y números, que a menudo son, en los sistemas humanos, traducidos como subsidios e impuestos. Un pequeño cambio en una cosa puede producir grandes cambios en el todo. Esto lo estamos viendo en este preciso momento: como un microscópico virus tiene efectos en la economía global entre otras muchas y multivariadas consecuencias. Como apunta el taoísmo milenario, lo blando es más resistente que lo duro. También esto está sucediendo ahora y tiene implicaciones poderosas para uno tema que nos ocupa como es el cambio climático, porque sugiere que subsidiar las energías renovables, penalizando las emisiones de carbono, son en realidad formas bastante débiles de inducir un cambio sistémico. Si realmente queremos abordar un problema profundamente arraigado a nuestra civilización y la de tus hijos y nietos, es necesario que debamos analizar la mayoría de los paradigmas fundamentales de nuestra sociedad, como, por ejemplo, la suposición de que debemos siempre tener un crecimiento económico continuo para alcanzar la prosperidad. Aquí entra en juego la innovación, prácticas e impulsos de la economía tradicional para incentivar el consumo bajo los principios de competitividad que nace a finales del siglo XVIII un poco después de la primera revolución industrial y la teoría de la división del trabajo por Adam Smith. 

Vista aérea de la contaminación emitida por las fábricas de acero en Hancheng, provincia de Shaanxi

Nos han convencido de que la vida es mejor cuando consumimos más y por ende la economía mejora, se crean empleos, y en definitiva el consumo nos hace más felices. En este modelo se ideó el binomio publicidad-crédito para el consumidor y ha traído consecuencias para un planeta finito de recursos, con una población que crece exponencialmente. Para contrarrestar este fenómeno, emerge el modelo de economía circular, emulado de la naturaleza donde el concepto de residuo no existe, que trae consigo una economía colaborativa, digitalizada, con energías limpias, local, distribuida y eminentemente igualitaria, que ha venido desmaterializando el rol acostumbrado que tenía una empresa y el consumidor con una baja responsabilidad hacia los límites planetarios.

El relativamente nuevo modelo de la economía ecológica ha tomado este hecho como un punto de partida, y describe los principios de una economía conservadora de recursos en vez de consumidora. Es también conocida como la economía del estado estacionario ya apuntado por J. S. Mill en el XIX y apoyado hoy por el gran Herman Daly, en el que sería la base de una nueva historia sobre una relación continua y de apoyo mutuo entre la humanidad y la naturaleza. Este modelo ya apoyado por Rifkin, reputado asesor y experto en gobernanza y economía que desmaterializa el bienestar. Más servicios y menos productos. Más valor y menos posesión. Y claro está, sostenible y regenerativa.

Tienda cerrada en Madrid, el 4 de mayo de 2020, durante el cierre nacional para evitar la propagación de la enfermedad COVID-19

En estos momentos, la resiliencia, que se define como la capacidad de soportar tiempos difíciles o impactos/cambios en el sistema para, con el tiempo, recuperarse, toma una nueva dimensión. Una comunidad devastada por un tornado o una riada que es capaz de volver rápidamente a la normalidad, es resiliente; al igual que un bosque que ha sufrido un incendio o una sequía y que recupera con éxito su funcionalidad. Cuando se habla de resiliencia, es importante reconocer que estamos hablando de sistemas, y recordemos que estos son grupos, comunidades de relaciones con objetivos comunes pero variados, descentralizados pero interrelacionados. En una ciudad conviven personas, empresas, instituciones, infraestructuras, con objetivos determinados, al igual que en un bosque que es un sistema de relaciones entre especies vegetales, animales, hongos, microorganismos, agua, flujos de nutrientes y patrones climáticos que en su conjunto proporcionan los servicios ecosistémicos.

Entonces, ¿qué es lo que hace que un sistema sea resiliente? Se reduce a la capacidad de adaptarse tanto a la interrupción a corto y largo plazo, mientras se conserva la identidad esencial del sistema. La resiliencia en un sistema ecológico podría ser descrito en términos de cualidades generales, ser biodiversa, contando con amplias reservas de nutrientes, además de adaptaciones específicas como la capacidad de ciertos árboles de producir por ejemplo semillas que sobrevivan a incendios forestales o sequias, para brotar tiempo después. La resiliencia en nuestra especie urbana, donde jugamos un rol determinante, puede involucrar también cualidades como la diversidad (fuentes de ingresos, diferentes profesiones, edades) y la redundancia (opciones de transporte, o de servicios), además de otras relacionadas con la toma de decisiones como la apertura a nuevas ideas (innovación), confianza y fuertes redes sociales (comunidad). El proceso es algo más sofisticado, pues hemos de incorporar nuevos conceptos como el ciclo adaptativo o la ‘panarquía’ pero esto lo dejaremos para otra ocasión.

Tiendas cerradas debido a la COVID-19, en Barrow-in-Furness, al noroeste de Inglaterra, el 18 de mayo de 2020

Resiliencia y sostenibilidad, una vez más, son términos que proceden de la propia naturaleza y entendida por la ciencia. Nosotros, humanos, partimos de sistemas degenerativos que por definición no pueden ser resilientes, en el paradigma actual. De ahí el gran cambio que necesitamos. La sostenibilidad fue una consigna para los ambientalistas durante las últimas cuatro décadas, y hoy incluso se ha convertido ya hoy en una palabra de moda en el marketing empresarial. Más recientemente en cambio, la resiliencia a menudo se elogia como un objetivo superior. No hay conflicto entre sostenibilidad y resiliencia. La sostenibilidad se puede describir como una condición en la cual la sociedad humana no degradará los ecosistemas de los que depende, lo que socavaría su propia viabilidad a largo plazo. Ese objetivo es hoy más relevante que nunca. La resiliencia, por otro lado, trataría de la adaptabilidad de cara a las perturbaciones que vienen. La sociedad necesita desarrollar ambas cualidades hoy día de un modo rápido e intenso, ya que hoy en definitiva necesitamos llegar a ser sostenibles y resilientes.

Un factor importante para la construcción de la resiliencia en los sistemas humanos es hacer que sean menos propensos a producir futuras perturbaciones, es decir en otras palabras, haciéndolos más sostenibles. Así, por ejemplo, si reducimos la dependencia de los combustibles fósiles hoy, la sociedad se vuelve más sostenible porque reducimos continuar con los impactos climáticos y sus terribles consecuencias, pero también se volvería más resiliente porque reducimos las consecuencias económicas del agotamiento del petróleo, el gas y el carbón, así como los ciclos de auge y caída que caracterizan cada vez más a los mercados de combustibles fósiles con ingentes cantidades de capital apalancado. En realidad, la sostenibilidad no es un estado estable, porque nada en la naturaleza persiste sin cambios, todo evoluciona para sobrevivir y así una sociedad sostenible debe ser capaz de adaptarse a las nuevas condiciones, y eso, en definitiva, es la resiliencia.

Profundicemos algo más. En el mundo de las tecnologías de la información, por ejemplo, las redes informáticas, tan importantes hoy y mañana, construir resiliencia significa dar soporte al procesamiento distribuido y almacenamiento de información en red. Descentralización y redundancia son palabras clave. Si tuviéramos que traducir esa estrategia a las comunidades sociales, podría implicar localización en lugar de globalización y eso significaría alentar un cierto nivel de redundancia en los servicios e inventarios, en oposición a la racionalización radical de las cadenas de suministro. Esto ofrece algunas pistas importantes sobre cómo deberíamos pensar en un modelo renovado de una economía comunitaria si la resiliencia fuera, y debiera ser, nuestro objetivo. En algunos aspectos, la resiliencia económica es justo lo contrario de lo que ofrece la eficiencia económica. Suena fuerte, pero es así. La eficiencia económica persigue la identificación y el uso de proveedores de menor coste y esta reducción redunda en el sistema (productos baratos, empleabilidad…).

Además, la eficiencia económica tiende a conducir a una mayor especialización con profesiones muy específicas de acuerdo con sus habilidades, y las regiones de los países se especializan de acuerdo con su abundancia relativa de recursos (minerales, agua, energía o mano de obra). La eficiencia también conduce a la estratificación económica, tanto dentro de los países y entre regiones (a medida que la fabricación se traslada a lugares con menores costes laborales). La reducción de la diversidad económica puede ser eficiente, pero también reduce la resiliencia. Lo estamos sufriendo en la actualidad con la crisis de la COVID-19, cuando la mayor parte del suministro de material sanitario, por ejemplo, ha de venir de China, en vez de proceder localmente. Pero el problema va más allá, mucho más allá. Estamos de acuerdo en que, para identificar a los proveedores más baratos y trasladar la producción a los lugares con los salarios más bajos y las regulaciones laborales y ambientales más flexibles, se requiere de esfuerzos e inversión, pero a medida que aumenta la escala de producción, también lo hace el requisito de infraestructura: transporte, distribución, gestión de residuos, etc. Las eficiencias de escala también producen ineficiencias sistémicas en otras partes del sistema, como, por ejemplo, la pérdida de empleos bien remunerados o incluso la pérdida de sectores completos por imposibilidad de competir por precio. Al principio, esas ineficiencias y costos son mínimos, pero gradualmente, a medida que se implementa la estrategia, resulta en una vida útil limitada.

Pero es peor que eso. La mayoría de las recompensas retornan a la compañía, pero el coste va cada vez más en la dirección de la sociedad en su conjunto. Así, la globalización, junto con la automatización, por ejemplo, ofrece otro camino hacia la eficiencia de la economía ya que la mano de obra suele ser el mayor coste de partida para las empresas pudiendo ahorrar dinero al reemplazar a los trabajadores por robots, y esto ocurre tanto a escala nacional como internacional. Nuevamente, eso puede aumentar las ganancias en el futuro cercano haciendo que los productos sean más baratos para los consumidores, pero los empleos y los salarios se reducen drásticamente.

Finalmente, llegamos al punto en que menos personas pueden permitirse el lujo de comprar productos y esto ya perjudica a todos, incluidas a las empresas. Podemos pensar de este modo que la eficiencia económica es anti resiliente.

Agricultores plantan arroz en un campo cerca de Banda Aceh, Indonesia

Un resultado final de la búsqueda de la eficiencia económica es la globalización económica donde el mundo entero se convierte en un mercado integrado, y donde cada empresa tiene acceso a mano de obra y materias primas más baratas y donde los materiales y los bienes se envían a largas distancias para aprovechar la rentabilidad. Y ahí es donde estamos hoy. La anti-resiliencia de la globalización, muy diferente a la internacionalización, resulta en parte de la disminución creciente de los rendimientos de la eficiencia económica. Pero, además, las larguísimas cadenas de suministro que nos permite consumir productos a más de 10.000 km de distancia dependen de la disponibilidad de un transporte barato que, a su vez, dependerá de un combustible barato. El agotamiento del petróleo, así como su condena por su relación con el calentamiento del planeta y sus consecuencias, plantea un serio límite para seguir confiando en la globalización, y eventualmente en el mantenimiento de las cadenas de suministro actuales.

Atacar al cambio climático requiere que reduzcamos el petróleo y la huella de carbono asociada, de un modo dramático y rápido. Ya hay formas para ello que, sin duda, van a provocar una relocalización de la economía y una ralentización de la misma a la que no estamos aún preparados. Hemos de entender que, cuando gastamos dinero en el consumo local, se produce un efecto multiplicador aumentando la riqueza local, aportan impuestos locales, se fija empleo, sabemos a dónde va el dinero (no así en una gran superficie), turismo y emprendimiento. Las urbes dependen del exterior para obtener suministro diario de sus necesidades como así se indica en su huella ecológica. Una gran simbiosis, donde se estrechan vínculos entre los diferentes integrantes, como si de un bosque se tratara. 

En estos momentos, más que nunca, necesitamos una alternativa al modelo económico y la relocalización ofrece beneficios relevantes para una sociedad hambrienta de empleo y un planeta que, aunque no nos necesita, debemos salvar para nuestra propia supervivencia. La relocalización generará empleos locales, aumentará la diversidad de ocupaciones y de habilidades, aumentando el capital social y natural, así como la riqueza de las relaciones entre las personas que viven dentro de las regiones. Es importante entender que cualquier discusión sobre localización versus globalización se trata de tendencias, no de estados finales absolutos pues no olvidemos que nuestro objetivo a la postre es desarrollar una resiliencia comunitaria encontrando un equilibrio entre centralización y descentralización, así como entre eficiencia económica y la redundancia que fomente la resiliencia por el otro. Por supuesto que no toda la eficiencia económica es negativa, pero el péndulo ha oscilado últimamente demasiado a favor de la globalización y la centralización, y tenemos que reequilibrarla hacia la resiliencia. La globalización, además, ha incrementado la desigualdad que claramente reduce la sostenibilidad y la resiliencia de la sociedad en su conjunto. En este sentido, las agrupaciones empresariales en forma de cooperativas cuyo capital pertenece a los trabajadores y/o sus clientes también agregan capital a la sociedad, pero en esta ocasión de un modo mucho más distribuido donde, además, los integrantes están más involucradas e interesadas en el proyecto empresarial.

Existen de todo tipo: las cooperativas de crédito son de servicios públicos, de vivienda, fabricación y las más conocidas de agricultura, donde se fomenta deliberadamente el voluntariado, una membresía abierta con control democrático de sus miembros, así como la participación económica e incluso la cooperación entre cooperativas y la preocupación por la comunidad integrante y local. En este sentido, emerge con fuerza una economía redistributiva, glocal y que considera también los límites del sistema que soporta la vida, la biosfera y que ya es contemplada como válida para las Naciones Unidas: es la economía del donut de Kate Raworth. La construcción de la resiliencia comunitaria a través de la relocalización de la economía y otros elementos anejos pueden tener muchos beneficios secundarios y lo vemos florecer en sectores tan importantes como la generación de energías limpias (Alemania continua con más energía solar que España), alimentación orgánica y regenerativa; ecoturismo, eficiencia en la construcción, o la moda sostenible, solo por citar algunos sectores.

Entender y aplicar la tecnología más longeva y la única sostenible y regenerativa que conocemos, la de la naturaleza, que además muestra caminos poliédricos en la aplicación de su propia economía que depura la innovación más eficiente procedentes de los genios naturales que perduran y comparten espacio en la nave espacial Tierra, tiene beneficios para todos.

Nuestra mirada al mundo natural ha de ir mucho más lejos que un mero almacén de materias primas, un supermercado de alimentos o últimamente un gran vertedero. No solo tenemos la obligación moral solidaria de conservar y regenerar los ecosistemas de los que dependemos, sino que tenemos, además, la oportunidad de aprender de ellos ahora y para siempre.

Manuel Quirós es doctor y profesor en el Instituto de Empresa, consultor y cofundador de la Red Internacional de Biomimesis.

Gloria Marlene Díaz es docente en la Facultad de Administración de Empresas y directora de Emprendimiento en la Universidad Externado de Colombia.

Contacto: Dr. M.Quirós: [email protected]

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