El primer ministro Abiy Ahmed insta de nuevo al pueblo etíope a tomar las armas al tiempo que la ONU denuncia crímenes de lesa humanidad

Etiopía declara el estado de emergencia nacional mientras el TPLF avanza hacia la capital

REUTERS/MICHEL EULER - El primer ministro etíope Abiy Ahmed

El 4 de noviembre de 2020, hace justo un año, el primer ministro etíope Abiy Ahmed ponía en marcha una campaña militar al norte del país contra el Frente de Liberación Popular de Tigray (TPLF, por sus siglas en inglés). Los rebeldes habían desafiado al poder central con la celebración anticipada de unos comicios que no contaban con el beneplácito del jefe de Gobierno, quien los había pospuesto a causa de la pandemia. Aunque el ‘casus belli’ sería el ataque de los insurgentes contra la base del Ejército federal en Mekele, la capital regional, que se saldó con varios muertos.

Abiy lanzó la ofensiva convencido de que la victoria sería cuestión de días. Pero han pasado 365 y el conflicto continúa enquistado. Es más, la balanza se ha inclinado en las últimas semanas en favor de los rebeldes tigrayanos, que han colocado sus fuerzas a tan sólo 320 kilómetros de Adís Abeba después de avanzar sobre la región norteña de Amhara y tomar las ciudades de Dessie y Kombolcha. Haciéndose de esta forma con una ruta comercial clave para ahogar a la capital y mitigar la hambruna en Tigray.

Este revés ha empujado al Gobierno a declarar un nuevo estado de emergencia a nivel nacional para los próximos seis meses. Los ministros de Justicia y Servicios de Comunicaciones, Gedion Timoteos y Legese Tulu, anunciaron la medida con el objetivo de preservar la seguridad de los ciudadanos etíopes. Una propuesta que recibió 48 horas después la aprobación definitiva en sede parlamentaria, donde Abiy mantiene una mayoría reforzada después de su aplastante victoria en las elecciones de junio.

Etiopía

El líder del Ejecutivo instó de nuevo al pueblo etíope a tomar las armas para combatir al TPLF. Un llamamiento que refleja la debilidad estructural de las fuerzas leales a Adís Abeba. Por su parte, los rebeldes tigrayanos ratificaron haber mantenido contactos con el Ejército de Liberación Oromo (OLA), una escisión del Frente de Liberación Oromo (OLF), el grupo independentista que lucha por la autodeterminación de la etnia mayoritaria de Etiopía. De unir fuerzas, el conflicto se expandiría por todo el país.

El fracaso de las fuerzas leales al primer ministro, incapaces siquiera de recuperar posiciones, se explica por la nutrida presencia de efectivos de etnia tigrayana en el Ejército federal. Un factor que justifica la ruptura frontal que se produjo en el seno del cuerpo y la enorme capacidad tanto ofensiva como defensiva de las fuerzas rebeldes. Aunque en este escenario, las fuerzas del Gobierno etíope cuentan con el respaldo del Ejército de Eritrea, un vecino con el que Abiy hizo las paces después su independencia de Etiopía a principios de la década de los noventa.

Existen motivos razonables para creer que ambas partes han cometido crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y limpieza étnica, según la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet. La mayoría de las violaciones registradas hasta el pasado mes de junio habrían sido cometidas por las fuerzas etíopes y sus aliados eritreos mientras ocupaban Tigray. Aunque el TPLF también habría cometido varias masacres. Desde el estallido del conflicto, la organización, dominadora de la política etíope durante dos décadas, pasó a ser considerada “terrorista” por Adís Abeba.

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Para comprender la compleja dinámica de alianzas hay que tener en cuenta que, hasta la llegada al poder de Abiy Ahmed en 2018, la etnia tigraya había controlado el poder desde 1991 de la mano del TPLF, y convirtió al país en un oasis de estabilidad política y económica en mitad de una región volátil. De puertas hacia adentro, sin embargo, el primer ministro Meles Zenawi reprimió a la oposición, laminó la libertad de expresión y desplegó un régimen de torturas. Los tigrayanos sometieron al país a pesar de ser la tercera etnia mayoritaria después de los oroma y amhara, unas condiciones que alimentaron el chovinismo étnico. 

Entonces apareció en escena Abiy Ahmed. Un líder joven, de perfil dinámico y etnia oromo, con planes ambiciosos para modernizar y liberalizar el país. Una vez ocupó el cargo de primer ministro, Abiy puso fin a la persecución a la disidencia, liberó a miles de presos políticos y fomentó la libertad de expresión. Una actuación que le hizo ser nombrado Premio Nobel de la Paz en 2019. Pero el aperturismo económico y cultural se cortó de raíz con el primer reto étnico.

“A menos que todas las partes en Etiopía hagan las concesiones necesarias para lograr el cese de las hostilidades (…) miles de personas más morirán en medio del conflicto y la hambruna. Más guerra también amenazaría la autoridad del Gobierno federal e incluso la integridad y estabilidad del Estado etíope”, recoge el International Crisis Group. “Su colapso tendría consecuencias desastrosas no solo para muchos de los 110 millones de habitantes de Etiopía, sino también para otras naciones del Cuerno de África, todas las cuales limitan con el país”.

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Pero no parece que el conflicto vaya a detenerse. El recrudecimiento de los combates y la retórica agresiva impiden el entendimiento. Las partes se reconocen entre sí, y la dinámica no es nada halagüeña. De esta forma, Etiopía, otrora principal aliado de Estados Unidos en la cruzada contra el terrorismo en el Cuerno de África, así como un reducto de estabilidad en el continente, lucha por evitar un colapso que parece cada vez más próximo”.

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