El problema kosovar permanece inmóvil a pesar de la formación de un nuevo Gobierno y el incremento de los desacuerdos entre Belgrado y Pristina

Kosovo: entre la cuestión étnica y el mito fundacional

REUTERS/FLORION GOGA - Albin Kurti, primer ministro electo de Kosovo.

Kosovo encara esta década con el desafío de consolidarse como un Estado de pleno reconocimiento internacional y dar una solución duradera a su crisis de identidad, que pasa inexorablemente por el establecimiento definitivo de unas fronteras muy discutidas y una definición integral de su estatus en el complejo entramado balcánico, sin definir por completo, debido a las dificultades que plantea su realidad étnica y política.

La pasada semana, el primer ministro electo del Gobierno kosovar, Albin Kurti, declaró públicamente que 2019 había sido un año anodino a todas luces. “Sin ningún evento importante, sin ningún éxito, sin ningún resultado”, fueron sus palabras a la hora de hacer el balance anual. El líder político del partido por la autodeterminación (Vetëvendosje) refería, probablemente, la falta de progreso en conseguir una independencia legalmente reconocida a nivel global, desafío que constituye el eje central de su incipiente mandato. No obstante, la carencia de hechos notables que señalaba Kurti no es rigurosamente cierta.

Kosovo

La operación policial que llevaron a cabo las fuerzas especiales de Kosovo en su región septentrional, poblada por la minoría serbia, disparó las alarmas en Belgrado, que movilizó y puso en alerta a sus tropas terrestres. Este hecho, fue visto a ojos del Kremlin —principal aliado serbio— como una provocación que deja clara las intenciones de Pristina: acosar a la comunidad eslava del norte del país. Esta tesis, sostenida del lado serbio y apoyada por los rusos, dificulta las negociaciones para trazar una distribución geográfica acorde a la realidad cultural y religiosa del territorio. En este sentido, las conversaciones mantenidas entre los Ejecutivos de Belgrado y Pristina habían tratado de establecer un trueque regional para homogeneizar las provincias serbias con bolsas de población albanesa, en territorio de Kosovo, a cambio de que Serbia pueda incorporar ciertas partes del norte kosovar. 

Se trata de una materia especialmente complicada, puesto que Serbia —al igual que España — no reconoce oficialmente la existencia del Estado de Kosovo y bloquea sistemáticamente su adhesión a los organismos internacionales. Para Belgrado, admitir a todos los efectos la autodeterminación de 2008 supone contravenir la tradición de su principal mito fundacional: el nacimiento de su nación en la Batalla de Kosovo del siglo XIV, frente al ejército otomano. Los ciudadanos albanokosovares, herederos demográficos de la duradera presencia turca, constituyen una sustancial mayoría poblacional en un área que, durante el siglo XX, gozó de privilegios autónomos amparados por la ley yugoslava, pero como parte nominal de la república de Serbia. 

De cualquier manera, el caso de la vecina Bosnia-Herzegovina sirve para ejemplificar que la imposición de fronteras por razón de mayorías o minorías étnicas no termina de cuajar en la antigua Yugoslavia. Mientras que el ‘yugoslavismo’ titiano mantuvo atadas las pretensiones expansionistas serbias a la vez que las aspiraciones secesionistas kosovares, la transición a sus actuales sistemas retroalimenta las demandas territoriales de ambas partes. Aunque las esferas políticas sellaran arreglos de intercambio, el enredado panorama social de sus zonas limítrofes dificultaría cualquier cumplimiento efectivo de lo acordado, tal y como sucediera en escenarios como la Krajina o la Herzegovina occidental. 

Kosovo

Parece que 2020 acabará con la incertidumbre política de Kosovo, escenificada durante el pasado curso, siguiendo el ejemplo de otros países europeos.

Con un nuevo Gobierno, Pristina podrá retomar su tira y afloja con el Gobierno de Aleksandar Vučić, cuya presidencia —al igual que la de sus predecesores— se encuentra marcada por las decisiones en los tribunales respecto a los crímenes de guerra perpetrados durante las guerras de secesión yugoslavas. Para y bien o para mal, Vučić se encuentra ante la problemática de respaldar los veredictos emitidos por un poder judicial serbio que continúa recibiendo acusaciones de falta de independencia por parte de la oposición. Hace escasos días, la corte de Belgrado absolvió al ex militar yugoslavo Pavle Gavrilovic por su presunta implicación en el ataque a la población de Trnje en 1999, que causó la muerte de 27 civiles. De manera paralela, el tribunal ha condenado a su subordinado a 15 años de prisión. Dichas decisiones judiciales condicionan el estado de la disputa serbokosovar.

Actualmente Kosovo cuenta con casi un 90% de población étnicamente identificada como albanesa, frente a un escaso 6% de serbios. Para los últimos, resulta impensable renunciar a un país cuya permanencia al abrigo de Belgrado se toma prácticamente a modo de cruzada, con fuertes implicaciones religiosas atadas a los cimientos de su propia concepción como pueblo. En los últimos años, la injerencia de terceros en este conflicto se ha dejado ver de manera inusitada desde la década de los 90. Serbia, suele encontrar un amigo el tradicional defensor del paneslavismo, la Federación de Rusia; aunque recibe en muchas ocasiones el apoyo de Atenas, debido a sus vínculos comunes derivados del cristianismo ortodoxo. Por el otro lado, Kosovo cuenta con el respaldo de Albania, que alberga grupos nacionalistas con aspiraciones a incorporar el territorio autónomo en su sueño de expansión nacional. Asimismo, la Turquía de Erdogan trata de reforzar su posición en Europa a través de territorios bisagra como Kosovo, que al igual que Bosnia, conservan un importantísimo legado otomano, plasmado en el aumento exponencial de su población musulmana. 

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