La explosión del puerto de Beirut ha sido la puntilla para un país que es escenario de luchas regionales por la hegemonía, multitudinarias protestas populares, luchas políticas comunitarias y una rampante crisis económica

Líbano, un país dividido

Atalayar_ruinas puerto Beirut

Líbano ha sufrido durante los últimos meses unas fuertes protestas sociales, continuos cambios de Gobierno, el golpe de la pandemia del coronavirus y una impresionante explosión en el puerto de Beirut de varias toneladas de nitrato de amonio. Además, sufre una de las deudas públicas más elevadas del mundo que sobrepasa el 160% del PIB y a la que dedica cerca de la mitad de su presupuesto, siendo el país del mundo que más refugiados por habitante tiene, con 156 refugiados por cada 1.000 habitantes. El sistema político da señas de agotamiento, acosado por la corrupción sistémica, las luchas confesionales y las protestas sociales, que piden un cambio en el país. Para comprender cómo ha llegado Líbano, la Suiza de Oriente Próximo, a esta situación, es necesario remontarse unos años atrás. 

Líbano es un país determinado por la variedad de confesiones religiosas que se encuentran en su territorio y que han derivado a lo largo de los siglos en la creación de comunidades. Esta multiculturalidad cuenta con musulmanes y cristianos, pero dentro de estos grandes grupos hay diferencias importantes entre los maronitas y los cristianos católicos o entre los chiíes y suníes, así como entre los demás grupos que componen la compleja realidad de comunidades de Líbano, como los drusos. Este pequeño trozo de tierra entre el Mediterráneo y Siria formaba parte de este país, pero la influencia de Francia, Estado del que fue colonia, consiguió desgajar este territorio del resto del país con la intención por parte de París de mantener una importante influencia sobre la comunidad cristiana, muy numerosa en la región. 

Atalayar_bandera Hizbula

Esta separación entre grupos comunitarios llegó a su peor momento en las décadas de los 70 y 80, cuando quince años de guerra civil dieron al traste con uno de los países más prósperos de Oriente Próximo. Los Acuerdos de Taif de 1989 pusieron fin a una guerra civil entre comunidades, condicionada por la constante presencia de potencias extranjeras en el país. Este acuerdo permitió definir la realidad política de la posguerra, basada en una división de los poderes del Estado que ponía a las diferentes comunidades en el centro del tablero político, estableciendo un reparto al 50% de los asientos del Parlamento entre cristianos y musulmanes. Los principales cargos políticos han sido repartidos entre las comunidades con el objetivo de repartir el poder entre los diferentes grupos del país, pero la consecuencia de esto ha sido la creación de redes clientelares y la desarticulación de un Estado dividido, que no encuentra una identidad en común con la que construir un proyecto nacional incluyente. 

Las divisiones comunitarias en Líbano han sido largamente instrumentalizadas por las diferentes potencias regionales e internacionales, que buscan apoyar a un grupo determinado con el objetivo de aumentar su influencia sobre el país. Durante la guerra civil los diferentes actores internacionales financiaron generosamente a los distintos grupos en liza, con el objetivo de asegurarse una mayor cuota de poder. Más recientemente, la visita de Macron tras la explosión del puerto de Beirut recordaba los tiempos en los que el país del cedro seguía dependiendo de París, que ha tenido y sigue teniendo gran poder de influencia. Estados Unidos comenzó una creciente carrera de influencia en Líbano, destinando miles de millones de euros a la defensa del país para limitar la influencia de Hizbulá. Actualmente Washington se encuentra en una importante encrucijada, ya que no quiere seguir destinando tales cantidades a la defensa del país si Hizbulá sigue teniendo presencia en el Gobierno. Pero cortar los subsidios sería dar alas al grupo, lo que apuntalaría su capacidad de influencia en el Estado y la región. 

Hizbulá, el Partido de Dios, cuenta con representación en el Gobierno libanés desde 2005, cuando consiguió hacerse con dos carteras ministeriales. La importancia del grupo no ha hecho más que crecer, siendo la única milicia autorizada para tener armas en el país, rivalizando con el propio Ejército del país en capacidades operativas y siendo la columna de la defensa contra Israel, que ya invadió Líbano en 2006. La importancia de este actor es absoluta en el país, ya que ha conseguido proporcionar a sus seguidores muchos de los servicios básicos que el propio Gobierno no provee, lo que le permite mantener altos niveles de influencia y simpatía entre la población. Convertido en un Estado dentro del Estado, se ha aventurado al exterior con soldados enviados a la guerra de Siria, ya que Bachar al-Asad es un viejo aliado de Hizbulá. 

Atalayar_Saad Hariri

Además, desde su fundación en los años 80, ha contado con gran respaldo de Irán, país con el que comparte la fe chií y que ve en la organización un importante medio para defender su influencia en el país y consolidar un arco chií que se extiende también por Irak y Siria. Arabia Saudí, que pugna con Irán por la hegemonía regional, también tiene importantes vínculos con el país, especialmente gracias a la fluida relación entre el ex primer ministro Rafic Hariri y la casa reinante en Riad. La relación se enfrió a partir de 2015, especialmente tras el incidente de 2017 en el que en extrañas circunstancias el primer ministro Saad Hariri (hijo del asesinado Rafic Hariri) dimitió de su puesto durante un viaje a Arabia Saudí. El país ha prometido préstamos a Líbano para ayudar en la reconstrucción por la explosión del puerto de Beirut, pero condicionados a una menor influencia de Hizbulá en el Gobierno. 

La crisis económica y financiera en la que lleva años sumergido el país ha arrastrado a buena parte de su población hacia la pobreza, con 3,3 millones de personas en situación de vulnerabilidad, casi la mitad del país. A principios del 2020 la complicada situación llevó a la convocatoria de masivas manifestaciones en el país, que protestaban frente a la corrupción, el Gobierno y los recortes exigidos al Ejecutivo por su abultado déficit. Los manifestantes, en su mayoría jóvenes, piden abandonar el sistema político existente para poder formar un verdadero país articulado, ya que los partidos comunitarios no están sabiendo sacar adelante el país.

Atalayar_puerto Beirut

A Saad Hariri, antiguo primer ministro, se le ha encargado nuevamente formar gobierno tras su dimisión el año pasado por las protestas, en medio de la manifiesta incapacidad de los partidos políticos tradicionales para llegar a un mínimo consenso. Insertos en una tremenda crisis económica y financiera que ha hundido la economía y la moneda del país, con una pandemia que ha ocasionado un descenso del 12% del PIB del Estado y una población empobrecida, la explosión del puerto de Beirut ha permitido poner a Líbano en el foco de la atención internacional por unos meses. Pero los problemas del país vienen de largo y tienen difícil solución. 

Dentro de este panorama uno de los mayores afectados por la explosión del puerto de Beirut han sido los niños. De los 190 muertos, 6.500 heridos y 300.000 afectados por la explosión, se contabilizan cuatro niños muertos, 1.000 heridos y 100.000 afectados, lo que nos da una idea del impacto que han sufrido los menores, que siempre son los más vulnerables. La ONU a través de su agencia especializada en la infancia, UNICEF, ha puesto el foco sobre los niños en Líbano, que acoge además a 630.000 menores refugiados de la guerra siria y a 400.000 niños de origen palestino. Para hacernos una idea de la situación de los menores más vulnerables es muy recomendable ver la película Cafarnaúm, dirigida por la directora libanesa Nadine Labaki, que nos adentra en la pobreza infantil en el país de la mano de su protagonista, Zain al-Rafeea, un niño pobre de los suburbios de Beirut. En ocasiones, la mejor forma de empatizar con los problemas de un país tan golpeado como Líbano, es asomarse a su realidad a través de la ficción.

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