Atalayar viaja hasta los territorios liberados del Dombás, donde la dificultad para hacer llegar comida, medicamentos o suministro eléctrico amenaza con desatar una crisis humanitaria este invierno

La realidad del Dombás bajo la ocupación rusa: "En Lyman hemos pasado hambre"

PHOTO/MARÍA SENOVILLA - Habitantes de Lyman (Donetsk) esperando para recibir la única comida caliente que van a tomar en todo el día

La comisaría de Lyman está muy concurrida para tratarse de un lunes por la mañana, en una ciudad prácticamente fantasma. Hay gente de todas las edades sentada en los bancos y sillas del vestíbulo. Y están cabizbajos. No parecen esperar un turno para poner una denuncia, o renovar su documentación. 

Antes de la guerra, en esta ciudad de Donetsk habitaban cerca de 30.000 personas. Hoy queda un 20 por ciento, sobreviviendo en condiciones terribles. El coronel al mando de la Policía, Igor Ugnivenko, nos explica por qué algunos de ellos están en su comisaría: los edificios públicos son los únicos que tienen electricidad. Así que los vecinos acuden a estos lugares para entrar en calor y, de paso, cargar el móvil.

Lo que el coronel Ugnivenko no nos aclara es cuántas cámaras de tortura han encontrado en Lyman después de expulsar a las tropas rusas, que tuvieron la ciudad ocupada durante cuatro meses. Tampoco ofrece detalles sobre las fosas comunes que se han encontrado. Cuesta creer que encontrar fosas comunes en un país de Europa –y en pleno siglo XXI– se haya convertido en un hecho recurrente que ya no nos espanta demasiado. Pero siguen apareciendo.

Como en todos los territorios que han estado bajo la ocupación rusa en Ucrania, en Lyman se han hallado varios lugares de enterramientos masivos. Uno con 111 cuerpos de civiles, incluidos niños, y otro con 35 cadáveres de soldados. La mayoría tienen signos de muerte violenta, por los bombardeos y la metralla, pero probablemente también haya pruebas de ejecuciones y otros crímenes de guerra. "La investigación es secreta, de momento, pero te puedo asegurar que estamos trabajando en ello", se justifica el coronel de la Policía.

Sobrevivir después de los bombardeos

Antes de salir de la comisaría, una de las mujeres que estaba sentada en el vestíbulo le explica al intérprete que ella y sus cuatro hijos estuvieron viviendo en un sótano durante dos meses. Se llama Sonia, y tiene la tristeza clavada en la mirada. 

Ella y su familia han sobrevivido. A todo. A los terribles combates que se produjeron antes de que las tropas de Kremlin izaran la bandera rusa en su ciudad, el pasado 27 de mayo. A más de cuatro meses de ocupación sin apenas comida. Ni electricidad. Ni atención médica. Y al miedo, al miedo que provoca la guerra cuando la tienes en la puerta de tu casa. Aún así ellos tienen suerte por estar vivos, aunque les hayan quedado cicatrices en la mirada.  

PHOTO/MARÍA SENOVILLA – Stanislav corta leña para poder cocinar y calentar su casa en Lyman, donde no hay electricidad ni calefacción tras la ocupación rusa de la ciudad

El caso de Sonia no es una excepción. A causa de los desproporcionados bombardeos que han arrasado media ciudad, mucha gente ha vivido más tiempo bajo tierra que en sus casas. Y algunos continúan habitando en sótanos a día de hoy. Es fácil comprobarlo: frente a las escaleras que conducen a los refugios subterráneos de los edificios, hay cacerolas y otros útiles de menaje secándose al aire libre. La gente cocina en la calle, a la puerta de los sótanos donde muchos siguen viviendo. 

Improvisan fogones con ladrillos y cascotes de las casas bombardeadas. Y los encienden con leña que consiguen de los árboles que también han sucumbido durante los ataques, o que talan de las afueras. Sobre estos fogones colocan las cacerolas y, cuando tienen comida con la que llenarlas, preparan algo caliente.

Precisamente cortando leña encuentro a Stanislav. Él ha permanecido en Lyman durante toda la ocupación rusa, a pesar de que es oficial retirado del Ejército del Aire ucraniano. Si alguno de los 5.000 soldados de Putin que tuvieron tomada la ciudad se hubiera enterado, podría haber tenido serios problemas.

También le dio problemas uno de los bombardeos, cuya onda expansiva lo tiró violentamente al suelo en plena calle. Stanislav, a sus 71 años, nos explica que se abrió la cabeza con un bordillo mientras muestra la contusión. Pero eso no le impide serrar enérgicamente un tronco para hacer acopio de leña. En una ciudad sin electricidad y sin calefacción, hay que recurrir a soluciones tradicionales para sobrevivir. 

PHOTO/MARÍA SENOVILLA – Edificios de Lyman tras un bombardeo

Esperando por un empleo

Víctor también sobrevive como puede. Es el único habitante que queda en un edificio  de siete plantas, que fue bombardeado cuando el Ejército ruso intentaba conquistar la ciudad. Un proyectil impactó de noche, sobre las cinco de madrugada, cuando Víctor y sus vecinos estaban durmiendo. Hubo muertos. Los que sobrevivieron se marcharon de ahí, todos menos él.

Sorprende ver el efecto que causa un solo proyectil en una enorme construcción de hormigón y ladrillo. En este caso, es como si le hubiera dado un “bocado” al edificio, desde el tejado hasta el suelo. Todos los cristales están reventados. Los cables y las tuberías cuelgan entre los escombros. Y los cascotes se acumulan en la acera, junto con parte del mobiliario de las casas. 

PHOTO/MARÍA SENOVILLA – Víctor muestra cómo ha quedado el interior de su casa en Lyman, después de que bombardearan el edificio en el que vivía

Pero Víctor sigue viviendo ahí, en un piso de la cuarta planta. Sin cristales en las ventanas, ni cuarto de baño. Ni electricidad, ni calefacción, ni agua corriente. A pesar de todo, nos invita amablemente a ver su casa.

Al entrar al portal y ver el edificio por dentro, constato que está para demolerlo por completo. Las enormes grietas en los muros de carga son una señal inequívoca. Algunas paredes están separadas de los suelos, dejando al descubierto parte de las vigas. Los techos están desprendidos. Hay que ir sorteando cascotes y otros restos para subir las escaleras, y los escombros se acumulan en las galerías de la fachada principal que daban a la calle.

También hay puertas arrancadas de cuajo, y puede verse el interior de las casas, ahora abandonadas por sus moradores. No podrán volver nunca. Lo más seguro es que ni siquiera puedan recuperar sus pertenencias. 

La casa de Víctor es grande, decorada con alfombras y muebles clásicos –o lo que queda de ellos–. Tiene una amplia cocina que ahora parece una nevera. Hace muchísimo frío, a pesar de que las ventanas están tapadas. Ha sustituido los cristales con plásticos, y los ha cubierto con tablones y cartones después. Sólo queda un pequeño hueco en cada ventana, por donde entra un poco de luz. 

Intenta tener todo recogido en medio de un edificio en ruinas. Ha limpiado el polvo que lo cubre todo después de un bombardeo y no se ven cristales rotos por ninguna parte, pero la realidad es que no se puede vivir así.    

¿Por qué no dejas que te evacúen y te lleven a una casa en buenas condiciones, en otra ciudad?, le pregunto. “Me han prometido un empleo, no tengo nada, si consigo el empleo tendré algo”, responde. Tiene 55 años y es zapatero. Nos despedimos de él deseándole lo mejor, pero sólo veo soledad y desolación. 

PHOTO/MARÍA SENOVILLA – Víctor delante de su casa, bombardeada. Es la única persona que continúa viviendo en el edificio, no donde no hay electricidad, ni calefacción, ni agua corriente

La cola del hambre

Los que no cocinan en los fogones improvisados al aire libre, acuden hasta uno de los dos puntos donde los voluntarios la ONG World Central Kitchen reparten 2.000 raciones de comida –que traen desde Kramatorsk– todos los días. Es fácil encontrar los lugares donde se entrega esta comida: sólo hay que buscar una cola inmensa de gente en medio de una ciudad prácticamente desierta.

Y la encuentro. Frente a un hospital. Por la puerta de urgencias, situada en la parte de atrás, están entrando militares heridos que llegan desde el frente de combate de Bajmut. Al mismo tiempo, en la entrada principal, cientos de civiles aguardan para recibir la única comida caliente que van a tomar en todo el día.

La foto fija es desoladora: la cola de la muerte en un lado, y la cola del hambre en el otro. Es el retrato de la guerra. Uno de los militares heridos espera sentado en el asiento del copiloto del un coche. Lleva una venda ensangrentada en los ojos, y la sangre que escurre por debajo le recorre las mejillas como si fueran lágrimas rojas. Permanece quieto, con sus manos sobre el pesado chaleco antibalas que lleva. Sólo sé que está vivo por un leve balanceo que repite con su cabeza una y otra vez. 

Los que esperan para recibir una sopa, un sándwich y un café están a menos de cien metros. Pero no se ven entre ellos. Ninguno sabe lo que está pasando al otro lado del hospital, porque en la cola del hambre, a pesar de la cantidad de gente que hay, no se escucha nada. Nadie habla. La fila es enorme, pero discurre en silencio. 

PHOTO/MARÍA SENOVILLA – Los voluntarios de la ONG World Central Kitchen reparten 2.000 raciones de comida cada día en la ciudad de Lyman

No es fácil hablar con las personas que se quedan en la explanada del hospital para tomar el café caliente que les acaban de dar. No les gusta mostrar su situación de vulnerabilidad delante de un extraño. Natalia, Vladimir o Alexander son algunos de ellos. Todos han permanecido en Lyman durante la ocupación rusa, y finalmente lo admiten: “Hemos pasado hambre”. 

Con la mirada dura y algo vidriosa, al pronunciar estas palabras hacen un gesto con los hombros, como diciendo “así es la vida, no esperábamos esto, pero nos ha tocado”. Hace nueve meses, ninguno de ellos pensaba que iba a tener que buscar ayuda humanitaria para sobrevivir.

PHOTO/MARÍA SENOVILLA – Una mujer toma un poco de café caliente que le acaban de dar los voluntarios que reparten ayuda humanitaria en Lyman

Una ciudad agrícola sin nada que comer

La ciudad Lyman fue fundada por los cosacos en el siglo XVII, y a lo largo de los años tuvo importancia por ser un asentamiento militar estratégico. Pero en la actualidad, su valor radicaba en ser un nudo ferroviario clave para exportar los productos agrícolas que se cultivaban en esta parte del Dombás.

Su infraestructura ferroviaria –ahora bombardeada– facilitaba la actividad de numerosas factorías y explotaciones agroalimentarias, ya que los productos eran fácilmente enviados por tren a cualquier parte de Ucrania, o del mundo. 

Una ciudad productora y exportadora de comida, que ahora se muere de hambre. Un ejemplo de cómo la guerra puede cambiarlo todo de la noche a la mañana. Y volver al punto de partida no será sencillo: no hay electricidad para poner en marcha los negocios, el frente de combate está demasiado cerca para retomar la normalidad y los campos están sembrados de minas. Por lo que es imposible cultivarlos. 

La única alternativa para muchos será evacuar. Abandonar su hogar –o lo que quede de él–, sus negocios, a sus amigos y transitar a un lugar provisional donde van a depender de las ayudas –del Gobierno de Zelensky y de las donaciones internacionales– para pasar el invierno, y quién sabe cuánto tiempo más.


 

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