Jesús Sánchez Adalid cierra su trilogía sobre la turbulenta historia de la España del siglo X

Las armas de la luz

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Pese a la propaganda en contrario, España tiene una nutrida y prestigiosa nómina de historiadores, medievalistas y contemporáneos, que no desmerecen en absoluto en el aplastante dominio que ejercen los especialistas franceses y anglosajones. No cabe decir lo mismo de los autores de la novela histórica, probablemente el género que más lectores adeptos consigue en la aventura de adentrarse y descubrir las raíces que al fin y a la postre son el origen de lo que nos pasa hoy.

El extremeño Jesús Sánchez Adalid (Villanueva de la Serena, 1962) formaría parte ya de esa clasificación, en la que brillan nombres como los de Javier Cercas o Arturo Pérez-Reverte, capaces de despertar controversias y pasiones a menudo desatadas.

Con ‘Las Armas de la Luz’ (HarperCollins Ibérica, 813 páginas) Adalid cierra la trilogía iniciada con ‘El Mozárabe’, seguida de ‘Baños del pozo azul’. En esta ocasión, el autor se zambulle en la peripecia de los condados catalanes de la Marca Hispánica, el protectorado carolingio al que se acogieron numerosos cristianos que habían quedado en la frontera (marca) entre el poderoso Califato de Córdoba y el reino de los francos.

El último tercio del siglo X es especialmente turbulento en aquella Hispania, invadida por los árabes en el 711, y que a punto de doblar el milenio es escenario de las más terribles aceifas sarracenas. Todos los veranos el poderoso Almansur emprendía sus temidas ‘razzias’, al cabo de las cuales era de nuevo recibido en Córdoba cargado con cuantiosos botines, entre los que se contaban miles de hombres y mujeres cristianos reducidos a esclavitud. Coimbra y Zamora fueron así asaltadas en 987 y 988; Osma en 990; Astorga fue reducida a cenizas en 997, año en que también conquistaría León tras “no dejar piedra sobre piedra” salvo las murallas, y en que arrasaría asimismo Santiago de Compostela, cuyas campanas del santuario del apóstol fueron desmontadas y trasladadas hasta Córdoba por los prisioneros cristianos. En total medio centenar de expediciones de castigo y expolio, que hacían sumamente peligroso vivir y cultivar la tierra en una frontera movediza.

La muerte de Almanzor, el declive de Córdoba y los reinos de taifa

La continua amenaza al norte de España, donde se van asentando los reinos de León, de Castilla y de Pamplona, además de los condados aragoneses y los catalanes, es el telón de fondo de esta novela, que se inicia con la llegada de unos misteriosos barcos que arriban a la costa tarraconense y dejan un extraño presente en el pequeño puerto de Cubellas. Empieza también entonces la peripecia de dos muchachos que acabarán viajando al Alto Urgel, al que llegan cuando el conde Armengol I está a punto de unirse a la gran alianza de condes y magnates catalanes que han decidido independizarse definitivamente del reino franco, y a la vez romper con las antiguas y asfixiantes servidumbres impuestas por el poderoso califato cordobés.

Aquella expedición, organizada tan pronto como se tuvo noticia de la muerte de Almansur, resultará decisiva para la decadencia de Córdoba y el comienzo de la prosperidad de los condados catalanes. Se desata una gran crisis en el Califato, tras el fracaso de Abdalmalik, hijo de Almansur, en la batalla de Torá, lo que le obliga a retornar a Córdoba sin el botín ni los esclavos que se esperaban. Es el año 1006 y la crisis derivará en fitna (disolución), que culminará en la desmembración del califato en los reinos de taifa.

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La expedición de los condes catalanes, encabezados por Ramón Borrell  y Armengol I de Urgel, contaría con la complicidad del conspirador general musulmán Wadih. Así, los 10.000 hombres que componían las huestes de los condes de Barcelona, Urgel y Besalú, se vieron prometer fabulosas pagas y compensaciones. Adalid las fija en “600.000 dinares mensuales, más comida, bebida para hombres y animales, derechos de botín y una plena impunidad”.

La batalla decisiva se libraría al norte de la capital cordobesa, en Akabat al-Bakr (hoy castillo del Vacar), en la que perdieron la vida relevantes magnates cristianos: el conde Armengol de Urgel; Aecio, obispo de Barcelona; el abad Odón, obispo de Gerona; y otros muchos nobles y clérigos. Con el conde Ramón Borrell a la cabeza, los vencedores entraron en la capital del califato y la saquearon durante tres días, apoderándose de cuanto oro encontraron, “que era mucho”. Cuánto sería de cuantioso el botín que Adalid relata cómo tanta riqueza hizo que el precio del oro bajara tanto en el noreste peninsular como en el sureste de Francia. En todo caso, el ingente producto de aquel saqueo contribuyó a mejorar sustancialmente la situación en sus territorios, influyendo en su posterior devenir político y social. Se pudieron reconstruir castillos y repoblar tierras abandonadas, y sobre todo sirvió para afianzar la autoridad del conde de Barcelona sobre los demás. También proporcionó el caudal necesario para lanzar el desarrollo mercantil, además de impulsar la incipiente flota naval catalana, con nuevos encargos de barcos a los astilleros de Génova y Venecia.

La novela cuenta además con un personaje aparentemente marginal, pero que perfila magistralmente la creciente influencia de la mujer en un mundo donde la guerra determina la vida de todos. Es una mujer joven en la que Adalid hace confluir la lucha de las mujeres para liberarse de las ataduras de su cerrado mundo familiar y social. 
Como él mismo confiesa, Jesús Sánchez Adalid busca recrear con fidelidad la vida en los castillos y campamentos guerreros, las peculiares relaciones entre nobles y clérigos, la rica cultura monacal, las costumbres cotidianas, el amor, la guerra, el miedo, el valor… Siempre en los fascinantes escenarios de una tierra singularmente bella y agreste, pero también fértil y poblada de luminosas ciudades: Barcelona, Gerona, Seo de Urgel, Vich, Solsona, Besalú, Berga, Manresa, Tortosa o Lérida. Y también de los grandes monasterios que extienden su influencia: Santa María de Ripoll, San Cugat, San Juan de las Abadesas, San Pedro de Roda o San Martín de Canigó.

El colmo del lujo cultural de este verano sería acarrear el libro y devorarlo literalmente mientras se recorren los muchos lugares que se describen, y entremezclarse con los personajes reales y de ficción en este gran friso narrativo, que recrea con agilidad y destreza el agitado final del primer milenio y el comienzo del segundo de nuestra era.           

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