Ha muerto el gran astro del fútbol mundial que brilló con luz propia en el Mundial de México 86

Maradona y la tarde que prohibieron la siesta

Diego Maradona

Aquella tarde la siesta estaba prohibida. Era un verano con sol justiciero en Madrid. La hora no ayudaba a mantener la atención sobre un partido de fútbol que se celebraba a miles de kilómetros de España, el calor te hundía abajo del sillón, pero alguna autoridad invisible había decretado vigilia obligatoria, la vigilia de los días en los que se escribe la Historia. No faltéis, que esta tarde ocurrirá algo inmenso, pareció decirnos el destino. La anterior, creo recordar, Platini y Sócrates se habían citado en el fuego abrasador de Jalisco, y habían llegado a los penaltis en otro duelo de leyenda, pero las mariposas no revolotearon en el estómago antes del partido de Guadalajara como lo hicieron esa tarde del Argentina-Inglaterra. Los aficionados al fútbol tenemos una especie de sexto sentido para saber dónde se esconden los duendes del misterio, y aquella sobremesa fuimos a buscarlos a todos ocultos tras los bucles de la melena negra de un genio. Y allí estaban. 

El Mundial marchaba raudo hacia las semifinales, como siempre ocurre con esta emocionante competición que se nos escapa entre los dedos mientras avanza hacia la gloria de la final con dueño desconocido. Diego Armando Maradona sólo había perforado el arco contrario en una ocasión en lo que iba de Copa del Mundo, frente a Italia en la primera fase, en un remate cruzado acrobático en el que tiró del manual de gimnasta que podría haber esgrimido Ecaterina Szabo en su perfecto ejercicio de suelo dos años antes, en los Juegos de Los Ángeles, a unos cientos de millas de México. Pero su carácter había impregnado cada minuto de competición de la selección argentina, y su calidad le bastaba para servir asistencias a Valdano y Burruchaga, a Burruchaga y Valdano, sin que fueran necesarios sus goles aún. El tarro se destapó en los cuartos de final, primero con un leve toque de muñeca a un balón que aterrizaba tras pasar unos días en el cielo del estadio Azteca, con Shilton convertido en convidado de la mayor pillería vista jamás en cualquier disciplina deportiva, y después con la galopada de todos los tiempos, el eslalon de nuestras vidas, la penetración implacable de un solo agente extraño en el entramado defensivo de Inglaterra, diez segundos eternos que son como el Let it be de The Beatles: siempre hay algún rincón del mundo donde se está reproduciendo. 

A través de la televisión, aquella rudimentaria tele que sólo unos pocos años antes nos había traído el color al salón de la casa, el coliseo mexicano brillaba en mil tonalidades, pero especialmente en el azul y el negro del uniforme de Argentina que quedaría inmortalizado con dos fogonazos cuya aureola mítica sobrepasa hoy la barrera del deporte y se inserta en la mítica de los grandes momentos de esa gigantesca pequeñez que es la humanidad. 

Maradona ha muerto demasiado pronto, pero su adiós estaba escrito desde hace demasiados años. Siempre que salían sus desfases en televisión, inmediatamente después se repetía el gol de los mil y un regates, de las mil y una fintas, de los amagues reiterados. El hombre que vengó en nombre de su país la derrota en la guerra de las Malvinas, el icono de una época del fútbol casi sin reglas, aunque con un claro juguete roto, no muere este 25 de noviembre, sino que prolonga su sprint de aquella tarde en la que nos quedamos sin siesta para vivir el sueño eterno. 

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