Costa de Marfil se hundió en una crisis electoral después de que Laurent Gbagbo se negara a reconocer su derrota frente a Alassane Ouattara

Por la puerta grande

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La Justicia ha hablado. El pasado 30 de marzo, el Tribunal Penal Internacional (TPI) declaraba a Laurent Gbagbo, presidente de Costa de Marfil entre 2000 y 2011, definitivamente absuelto de los cargos de crímenes de lesa humanidad que pesaban sobre él. Días más tarde, el actual jefe de Estado marfileño, Alassane Ouattara, le abría las puertas del retorno a casa.

Diez años han pasado ya desde que el veterano militante socialista y profesor de Historia fuera derrocado tras una rebelión armada, apoyada desde las alturas por helicópteros franceses, que contó con el visto bueno de la comunidad internacional. Algunas cosas han cambiado en Costa de Marfil desde entonces.

Aunque la debilidad de los argumentos de la acusación y la falta de pruebas de su implicación directa en esos supuestos crímenes han sido definitivos para su absolución –lo que ha generado no pocas críticas contra la fiscal general del TPI, Fatou Bensouda, en sus últimos días en el cargo–, lo cierto es que el dosier Gbagbo tenía un innegable aroma a revancha política desde el principio. Estar acusado no es lo mismo que ser culpable. La narrativa de ficción construida en torno a la supuesta legitimidad de su rival, Alassane Ouattara, para blanquear su llegada al poder por la fuerza en 2011, en realidad un golpe de Estado cocinado por la Françafrique, es el relato dominante. Pero imponer un criterio tampoco significa tener razón.

Quedan algunas preguntas en el aire. El día que el expresidente marfileño obtuvo su absolución definitiva, Bensouda estaba en Tombuctú apuntándose el tanto de la condena a nueve años de prisión al maliense Al Mahdi por la destrucción de mausoleos en la Ciudad de los 333 santos. Sin embargo, su balance como fiscal general del TPI deja bastante que desear, y no solo por sus infructuosos intentos por montar una causa contra Gbagbo a sabiendas de que los verosímiles culpables de crímenes de guerra en Costa de Marfil caminan libres, e incluso ocupando responsabilidades de Estado. Que Bensouda fuera ministra de Justicia del gambiano Yahya Jammeh y, como poco, hiciera la vista gorda con sus conocidas atrocidades no era, desde luego, un buen antecedente. Que le pregunten, si a alguien le importa, a las víctimas del tirano.

Pero lo más importante es que la herida abierta por el conflicto marfileño de 2011, que provocó unos 3.000 muertos, no está cerrada. Todo proceso de reconciliación pasa, necesariamente, por el regreso de Gbagbo, el fin de la persecución de la que han sido objeto él y su exesposa y su vuelta, si así lo desea, a la vida política. La paradoja es que en este momento es su rival quien le necesita más que nunca. Quienes fabricaron la imagen del Ouattara demócrata que derrocó a un tirano se han tenido que tragar ahora la rocambolesca escena de su personaje de dibujos animados aupado a un tercer mandato que prohíbe de manera expresa la Constitución, tras unos comicios salpicados de muertos e incidentes violentos. Permitir el regreso pacífico de Gbagbo y sus seguidores en el exilio y normalizar la vida política marfileña le permitirá recuperar una parte del crédito perdido.

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