Antes y después de la COVID-19

Una América Latina incierta y en tensión (II)

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Tres aproximaciones para salir de la tormenta perfecta

Con el arranque de 2020, la mayoría de expertos y politólogos mundiales alertaban de que América Latina estaba ante uno de sus periódicos aprietos. Muchas eran las teorías generadas en torno a una situación de generalizado conflicto que, en mayor o menor medida, sacudía al continente. La situación económica tendía a la parálisis en un amplio contexto de inseguridad social, desigualdad y desafección democrática e institucional. Cada país se replegaba sobre sí mismo mientras la dialéctica de la confrontación y el populismo enrarecían las relaciones diplomáticas, exacerbando con tintes locales algunos de los rasgos que acompañan a la nueva era política y social del actual siglo.

Siendo esta la situación, la inopinada aparición en todo el mundo del coronavirus provoca un vuelco extremo que enturbia cualquier prisma de análisis. A un clima político y social ya enrarecido, con indicadores económicos estancados, se añade ahora el riesgo de una crisis sanitaria de imprevisibles efectos en el continente. No hay país en el mundo que se libre, y las duras consecuencias de esta pandemia se harán sentir con mayor intensidad allí donde las estructuras carezcan de la solidez que requiere un Estado consolidado, necesaria para afrontar semejante crisis, abrupta en su llegada, arrasadora en su contagio e incierta en su extinción. Nunca un laberinto ha sido tan complejo ni sus salidas tan inciertas.

Para conducirse por él, se han reunido tres aproximaciones diferentes de otros tantos autores, expertos en Latinoamérica desde distintos ángulos de experiencia y opinión. Carlos Malamud, Eva Mateo y Ramón Casilda bosquejan un retrato lo más amplio y fiel de la situación, y aventuran alguna de las posibles oportunidades que, según la paremiología clásica, siempre aparecen después de una crisis.

En esta segunda parte del Informe, Eva Mateos nos expone, desde el organismo de cooperación internacional en el que trabaja, las consecuencias que traerá esta pandemia en términos sociales y de desarrollo, con una visión amplia de los fenómenos y movimientos presentes en la región y su impacto en el futuro de las sociedades.

Cristina Ysasi-Ysasmendi, directora corporativa de LLYC

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América Latina 2020, una sociedad a prueba

La casilla de salida de este artículo debía haber sido Venezuela y la grave emergencia humanitaria, política, económica, militar y diplomática que atraviesa. O la tríada de crisis migratoria, narcotráfico y violencia estructural de Honduras, Guatemala y El Salvador. O los gritos de “Chile despertó” resonando aún en la Plaza Italia de Santiago de Chile. O cualquiera de las otras tantas heridas sin cerrar de América Latina en los primeros pasos de 2020. Este era el tablero y las piezas con las que debía comenzar este artículo. Sin embargo, la pandemia del coronavirus ha cambiado las reglas del juego.

En el momento de escribir estas líneas, la COVID-19 se ha extendido ya como una mancha, alcanzando a toda la región. Podría decirse que, durante semanas, América Latina y África —las regiones donde más tarde ha llegado la pandemia— han visto desde la distancia a Europa, Asia y los Estados Unidos como su futuro posible: el de sociedades confinadas, pendientes del contador de contagiados, fallecidos y altas, compitiendo en el mercado por las mismas mascarillas y respiradores, con millones de trabajos pendientes de un hilo; pero también han asistido a la gesta de profesionales médicos, enfermeros, científicos, policías o camioneros de transporte de mercancías liderando la emergencia hasta la extenuación, de la mano de héroes anónimos que prestan sus casas a especialistas sanitarios llegados de otras comunidades o que hacen la compra a sus vecinos de avanzada edad para que estos no tengan que exponerse innecesariamente al virus.

Y los aplausos emocionados en los balcones de medio mundo, cada día a las ocho de la tarde, para insuflar aliento a quienes están cuidando de todos nosotros.

Para cuando el coronavirus ha llegado a América Latina, el tablero y las piezas del juego ya estaban colocados. El confinamiento preventivo ha sido el principal muro de contención, que no ha evitado que, en el momento de escribir estas líneas, la región contabilice más de 100 000 contagiados y unos 5 000 fallecidos por el virus, con imágenes dramáticas como los cadáveres abandonados en mitad de las calles en Guayaquil y con Brasil como país más golpeado por el virus.

Con sistemas sanitarios públicos mucho menos robustos y un gasto en salud per cápita en la región tres veces inferior al de la Unión Europea, el acceso desigual a la sanidad es ahora el gran caballo de batalla: la cobertura universal de salud en la región oscila entre índices bastante positivos en países como Cuba, Uruguay o Brasil, y aquellos donde el gasto en salud corre en buena medida por cuenta del bolsillo de sus ciudadanos, como Guatemala o Haití. Si no acuden a sus centros de salud a diagnosticarse o tratarse aun teniendo síntomas del coronavirus porque no tienen recursos para costear esa atención, la expansión de los contagios en América Latina correrá, aún más, como la pólvora. Y el déficit de camas hospitalarias en Unidades de Cuidados Intensivos es una realidad.

Cuesta encontrarlos, pero se vislumbran algunos rayos de esperanza con acento latinoamericano en esta batalla. Científicos chilenos han creado y liberado una máscara antiviral, reusable, modular, lavable y reciclable para imprimir en 3D. Cuba envió brigadas médicas a Italia y otros países latinoamericanos para ayudar a combatir la pandemia. La científica panameña Ana Sánchez Urrutia forma parte del Comité de Expertos de la Organización Mundial de la Salud. Paradójicamente, las universidades latinoamericanas son la avanzadilla de la investigación contra la COVID-19, en un momento en el que las aulas han colgado el cartel de cerrado. A día de hoy, más de 177 millones de estudiantes iberoamericanos se han visto afectados por la suspensión de clases debido al coronavirus, según datos de la UNESCO. Las pruebas de acceso a la educación superior sufrirán un retraso considerable. Las modalidades de educación online son la única alternativa, pero no todos los profesores y familias están preparados para este tipo de enseñanza ni disponen de ordenadores o de conexión a Internet para seguir o impartir las clases.

La brecha conectados-desconectados nunca fue tan grande. La parada por la COVID-19 supone que este curso los alumnos aprenderán un 11 % menos. Los expertos ya hacen sus cálculos en términos económicos: 88 días sin clase de los alumnos en Primaria en Argentina supone una disminución del 2,99 % de los salarios cuando estos alcanzan los 30-40 años.

En definitiva, esta crisis no ha hecho sino desequilibrar la ya de por sí frágil convivencia en una de las regiones más ricas y diversas y, al mismo tiempo, más desiguales del mundo, donde la distancia entre el que más tiene y el que menos —en países como Guatemala— es de 70 veces.

Sin salud no hay economía, pero en países donde se vive al día y reina el trabajo informal, el confinamiento está dejando vacío el frigorífico de las clases bajas. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) lo dejaba claro hace unos días situando a la región frente a un abismo sin precedentes: la pandemia amenaza con arrastrar a entre 14 y 22 millones de latinoamericanos a la pobreza extrema.

Unas cifras que actualizan las de su informe Panorama Social de América Latina 2019, del que ya se extraía el titular de que 3 de cada 10 latinoamericanos son pobres, 191 millones en total. Además, América Latina llevaba registrando ya cinco años consecutivos de escalada de la pobreza extrema: 72 millones de personas en la región vivían antes de la COVID-19 con menos de 1,90 dólares estadounidenses al día. El semáforo rojo estaba ya encendido en países como Brasil o Colombia, donde la brecha de desigualdad se encontraba por encima de la media regional. También entre los colectivos más vulnerables: las mujeres, los niños y adolescentes, los indígenas y afrodescendientes, los desempleados y los habitantes de zonas rurales.

Estas cifras ponen definitivamente en jaque el compromiso de todos con el desarrollo. Si en 2010 el mundo cumplió cinco años antes de lo previsto con el primer Objetivo de Desarrollo del Milenio de disminuir a la mitad la tasa de pobreza registrada en 1990, los pronósticos del crecimiento mundial ya apuntan que podríamos no llegar a tiempo de poner fin a la pobreza extrema en 2030. La Agenda de Desarrollo Sostenible tendría, por tanto, su primer suspenso.

En este contexto, es más urgente que nunca que América Latina avance hacia la construcción de Estados de bienestar que garanticen a sus ciudadanos acceso en condiciones de igualdad a bienes públicos esenciales, como la salud, la vivienda, el trabajo, el transporte y, por supuesto, la educación.

Porque la educación es, sin duda alguna, el gran desafío para América Latina. Y lo es en tres ámbitos esenciales: la mejora de la calidad educativa, el impulso a la movilidad de los estudiantes y la transformación de unas economías todavía dependientes de las materias primas hacia economías del conocimiento que mejoren la bajísima competitividad de la región.

Invertir más, pero también invertir mejor. Es el mensaje que lanza el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) al señalar que la inversión pública en educación en América Latina y el Caribe ha crecido un 20 % más rápido que la
media de la OCDE; aunque, en el otro lado de la balanza, el presupuesto que América Latina destina por alumno sigue siendo mucho menor que ese promedio.

A pesar de ello, los esfuerzos de las últimas décadas han dado sus frutos: prácticamente todos los niños y niñas de América Latina acceden a la escuela primaria y casi 8 de cada 10 a la secundaria. Como asignatura pendiente estaría mejorar la tasa de repetición, que alcanza un insostenible 29%.

“En este contexto, es más urgente que nunca que América Latina avance hacia la construcción de Estados de bienestar”

También preocupa un titular que se desprende de los últimos informes PISA: los estudiantes latinoamericanos no son capaces de resolver problemas de la vida real. El 80% suspende en lectura y matemáticas.

La relación entre los resultados obtenidos en las aulas y el estatus socioeconómico del hogar del que proviene el estudiante es directamente proporcional: la exclusión social nace en la misma cuna y lastra las oportunidades futuras de niños y niñas. La educación infantil se hace, por tanto, más necesaria que nunca para reducir de forma temprana la inequidad y avanzar hacia sociedades más justas y equilibradas.

Asimismo, queda tarea por delante en educación superior: hoy hay más de 30 millones de estudiantes universitarios en la región, muchos de los cuales son los primeros de sus familias en traspasar el umbral de una universidad.

Todas las miradas, no solo las de sus familias, están puestas en ellos. No obstante, la calidad de la educación que reciben durante sus grados y maestrías es cuestionable. Rankings como el último de The Times revelan que, de las 1.400 mejores universidades del mundo, Latinoamérica solo cuenta con una entre los 400 primeros puestos: la Universidad de São Paulo.

En la región proliferan lo que allí se conoce como 'universidades de garaje', que surgen sin ningún tipo de control de calidad. En países como México podemos hablar del increíble número de hasta 4.000 instituciones de educación superior. En el otro extremo, la cifra menuda sería el apenas 12% de profesores universitarios de América Latina que cuenta con un doctorado. Urge hacer de la enseñanza una opción atractiva para los mejores graduados universitarios. Que quienes enseñen estén, a su vez, formados.

También es necesario abordar de frente el escollo de la movilidad. En un momento en que el Brexit ya es una realidad, podemos decir sin miedo a equivocarnos que nada ha hecho más por medio siglo de integración europea que el programa de intercambio académico Erasmus, que en sus más de tres décadas de vida ha permitido a más de 9 millones de estudiantes mejorar su nivel de idiomas, su capacidad crítica, su tolerancia y comprensión hacia otras culturas, sus oportunidades laborales. Sin embargo, algo así es impensable a día de hoy en América Latina, donde la incompatibilidad entre sistemas universitarios, la falta de reconocimiento de titulaciones entre países y la escasez de recursos impide la movilidad de sus estudiantes fuera de sus fronteras.

Es la misma carencia de recursos de la que adolece la ciencia y la I+D+i en América Latina, con apenas un 0,79% de inversión regional. Son aquí las universidades también la punta de lanza, al acumular el mayor número de investigadores nacionales. Investigadores en masculino, porque la brecha de género es más que patente, aunque también en ella reside una gran oportunidad: el incentivo a las vocaciones científicas en las niñas y jóvenes latinoamericanas es cada vez más una prioridad en los sistemas educativos de muchos países.

En sus 70 años de trabajo por, para y desde la región —un ejemplo inédito de cooperación multilateral Sur-Sur—, la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) ha contribuido alfabetizando a 2,3 millones de jóvenes y adultos; mejorando las infraestructuras educativas a través de proyectos como Luces para Aprender, que ha llevado luz y conectividad a escuelas remotas de 13 países; ha afrontado además el desafío de la calidad del profesorado formando a más de 100.000 docentes iberoamericanos; ha apoyado a más de 1.800 docentes universitarios e investigadores de la región; ha hecho posible que más de medio millar de estudiantes estudien en universidades de otro país; y desde el primer momento en que estalló la pandemia ha puesto a disposición de profesores, estudiantes y padres y madres decenas de recursos educativos y culturales de acceso libre y gratuito para que la suspensión de las clases no deje a nadie atrás.

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En esta época de incertidumbre, la teoría del “ascensor social” (mejor educación = mejores oportunidades) ha dejado de funcionar: la educación ya no es garantía de una vida mejor.

Si en los años 70 la diferencia de retribución entre latinoamericanos con la educación primaria finalizada y quienes completaban estudios universitarios oscilaba entre el 95% y el 115%, hoy esa diferencia se ha reducido hasta el 70%.

Por ello, habrá que gestionar esas expectativas de las clases medias cada vez más formadas, con sueños que, legítimamente, son cada vez más altos. Otro de esos problemas, que ha seguido sacudiendo a las sociedades latinoamericanas, es el fenómeno migratorio. Naciones Unidas daba este año la voz de alarma con la cifra récord de población desplazada y refugiada.

Cada dos segundos una persona se ve obligada a huir de su hogar en el mundo, hasta 70,8 millones de personas. Colombia es el segundo país —después de Siria— con mayor número de desplazados por la fuerza: ocho millones de personas se han visto obligadas a abandonas sus casas. También han huido dejando sus vidas atrás más de cuatro millones de venezolanos debido a la hiperinflación, la escasez de alimentos, la inestabilidad política y la violencia.

Aunque no es la violencia, sino el clima extremo, la principal causa de los desplazamientos internos en la actualidad. América Latina es una de las regiones del mundo más expuestas al cambio climático. Sus períodos prolongados de sequía, frecuentes inundaciones o huracanes desplazaron en 2017 a 4,5 millones de latinoamericanos, según el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC).

Políticas medioambientales contra el cambio climático, como las de Uruguay, tienen en cuenta ya la reubicación de comunidades vulnerables que viven en las zonas de mayor riesgo. La sociedad civil también se está movilizando.

Antes de Greta, en América Latina hubo siempre comunidades indígenas que denunciaron el expolio de sus tierras para explotación agrícola o minera. Pero en América Latina el precio de defender el planeta es el más alto del mundo: desde 2012 han perdido la vida 1.500 activistas medioambientales (Informe ¿Enemigos de Estado?, ONG Global Witness, 2019). Uno de los últimos, en enero, Homero Gómez González, un ingeniero agrónomo mexicano que creó en Michoacán un santuario para proteger la mariposa monarca. Su familia denuncia el hostigamiento que sufría por parte de compañías dedicadas a la tala de árboles.

El feminismo también ha dejado su impronta este último año. En la región más letal del mundo para nacer mujer  en la que la pandemia silenciosa está siendo el grave incremento de la violencia doméstica durante el confinamiento— el himno 'Un violador en tu camino recorrió desde Argentina hasta México, viralizando las protestas contra la violencia y las agresiones sexuales, poniendo en el espejo a unas sociedades machistas frente a quienes han dado un paso al frente para decir basta. Y en todos estos movimientos activistas las redes sociales han sido correa de transmisión; no en vano, América Latina es el lugar del mundo donde las personas están más tiempo conectadas.

La comunicación ha jugado siempre un rol clave y no solo por la revolución digital o las tan temidas fakenews. Es justo reivindicar que, en un mundo en el que el 40% de la población no recibe educación en su idioma materno y cada dos semanas desaparece una lengua, Iberoamérica es la región del mundo donde 800 millones de personas se comunican, viven y sueñan en portugués y español, además de cientos de lenguas originarias. El español es la segunda lengua materna que más se habla en el mundo, y el portugués, la segunda lengua materna con presencia en más continentes. Si las proyecciones no fallan, estas dos lenguas —entre las de mayor crecimiento en la actualidad— tendrán 1.000 millones de hablantes para finales del siglo XXI.

“Podríamos considerar 2020 como un 'bonus track', una oportunidad nueva para salir de esta crisis hacia una normalidad distinta”
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El español aporta al PIB de España más que el turismo —en estos momentos, tan mermado debido a las restricciones de movilidad— y está demostrado que cuadruplica los intercambios comerciales en los países en los que se habla. Las industrias culturales vinculadas a estas dos linguas francas representan el 3 % de las economías de la región iberoamericana, crean empleos, atraen turismo. Pero no solo eso: más allá de los datos, promueven la diversidad cultural y el desarrollo humano. Porque hablar de la cultura en la región es hacerlo de unas industrias culturales más vivas que nunca, de un patrimonio de excepcional valor o de la contribución de la cultura a la cohesión, el diálogo, la producción de conocimiento y la superación de la pobreza. Y la cultura en tiempos del coronavirus es más necesaria que nunca: desde plataformas virtuales como Retina latina de Colombia y el Centro Costarricense de Producción Cinematográfica, que comparten estos días lo mejor de su contenido fílmico en español para los amantes del séptimo arte, hasta el Plan Nacional del Libro y Lectura de Ecuador, que ha puesto a disposición la descarga gratuita de libros, pasando por recorridos virtuales de algunas exposiciones de México organizadas por su Secretaría de Cultura.

En conclusión, América Latina encara su futuro incierto como el horizonte utópico que describía Galeano, al que cuanto más nos acercamos, más este se aleja. En esta encrucijada, con el nuevo reto que la pandemia COVID-19 nos plantea, el retrato de la región podría ser otro bien distinto en aspectos como la igualdad y la convivencia. Y mejor en cuanto a la generación de conocimiento y de oportunidades. Y la educación, la ciencia y la cultura, el camino. Podríamos considerar, así, 2020 como un 'bonus track', una oportunidad nueva para salir de esta crisis hacia una normalidad distinta, una en la que este duro examen de final de una década nos permita obtener mejores calificaciones.

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