Opinion

África, entre las guerras de nunca acabar y el futuro radiante que no acaba de llegar

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Hace unas cuantas décadas, cuando el inmenso Brasil empezaba a despuntar como potencia económica, se le bautizó en los medios internacionales como el país del futuro, a lo que un diplomático norteamericano le añadió una desdeñosa coletilla: “…y siempre lo será”. Es inevitable ahora la tentación de caer en tan amarga retranca también respecto del continente africano. Sucesivamente esquilmado por un colonialismo feroz, devastado por guerras de independencia y de supremacía tribal, y sacudido en fin por el azote del terrorismo yihadista, apenas deja margen para una fundada esperanza en el futuro que cabría augurarle. 

Si algo ha constatado la 33ª Cumbre anual de la Unión Africana (UA) de Adís Abeba es que el continente, si bien no alberga ahora las sangrientas guerras abiertas con millones de víctimas, mantiene un enorme cúmulo de conflictos que, además de hacer imposible el desarrollo de grandes áreas regionales, proyecta su amenaza de extenderse a otros territorios, con especial inclinación a que sus consecuencias salten a Europa, con crisis como la de los refugiados o la masiva inmigración ilegal. 

Toda la inmensa franja sahariana sigue siendo pasto de la penetración de las franquicias yihadistas de Al Qaeda y Daesh, con especial incidencia en Malí, Burkina Faso, Chad y Níger. Más cerca del Mediterráneo, Libia no presenta visos de alcanzar una mínima estabilidad. Sigue siendo un Estado fallido, como también lo son Somalia y Sudán del Sur. El inmenso Congo, aunque apaciguado transitoriamente, continua albergando luchas territoriales entre los “señores de la guerra” surgidos a raíz de las luchas tribales alrededor de los grandes lagos. En cuanto a la riquísima Sudáfrica, cuyo presidente Cyril Ramaphosa ha sido elegido también para presidir la UA, ha visto desaparecer a marchas forzadas el legado de reconciliación de Nelson Mandela. Y, por supuesto, persiste el problema del Sahara Occidental, donde las ventajosas condiciones que Rabat ofrece a los ciudadanos que deciden asentarse permanentemente allí han acelerado la completa marroquización del territorio.

Ramaphosa ha logrado la práctica unanimidad de los 55 Estados integrados en la UA en la “firme voluntad de resolver los conflictos” que asuelan al continente. Reclaman para ello un mayor protagonismo de la UA en las mesas de negociación, una velada referencia al neocolonialismo que parece imperar a la hora de proponer soluciones alternativas a las armas. A este tenor, en todos los intentos de arreglo de los conflictos precitados abundan los liderazgos de Francia, Rusia, China, Arabia Saudí o Emiratos Árabes Unidos, sin olvidar que, a pesar de su aparente desinterés por este y otros continentes, los Estados Unidos de Donald Trump no permitirán que se altere statu quo alguno sin su permiso. 

Asientos permanentes en el Consejo de Seguridad

La UA sigue confiando en la ONU como la organización internacional que debiera revitalizar la misión para la que fue creada: impedir, mediar y en su caso resolver las guerras locales y regionales desencadenadas desde la II Guerra Mundial. Exigen para ello una reforma profunda de su Consejo de Seguridad, en el que además de los cinco miembros permanentes con derecho de veto (EEUU, Rusia, China, Reino Unido y Francia), haya dos africanos. Incluso ponen nombre ya a los candidatos: Nigeria, cuya población en 2050 se calcula en 750 millones de personas, o sea 200 millones más que toda la Unión Europea, y Sudáfrica. 

Achacan al proteccionismo de los países más desarrollados el escaso desarrollo de sus propias manufacturas, al tiempo que exigen mucha mayor equidad en las relaciones comerciales, incluyendo claro está el capítulo de las inversiones. Pero, en todo caso, han de ser también los propios países africanos los que desarrollen su propia cultura económica y financiera, en la que, despojados de atavismos y culpabilizaciones colonialistas, sean intolerantes con la corrupción de sus propias élites, sin duda aún el principal muro a derribar en la carrera por tomar las riendas de su propio destino colectivo. 

En cuanto a Europa, cada vez más convencida de que su propia seguridad y estabilidad está muy uncida al continente africano, nada sería más bienvenido que trocar su ayuda humanitaria, se llame esta como se llame, por inversiones conjuntas y de cooperación seguras, que abrieran ventanas de futuro a la formidable fuerza de trabajo que representa la incontenible explosión demográfica de África.