La historia tras la frontera de Gibraltar

Gibraltar

El Brexit se consuma, al menos simbólicamente: en Gibraltar, la bandera de la Unión Europea ha sido sustituida por la de la Commonwealth. El gobierno de la colonia británica ha publicado varios manuales con recomendaciones sobre el acceso a la sanidad, el mercado de trabajo o los servicios financieros cuyo denominador común parece ser la incertidumbre, al menos hasta que se concreten las reuniones bilaterales entre España y el Reino Unido. 

La historia de la colonia nos muestra que los llanitos y los habitantes del Campo de Gibraltar casi siempre han sabido adaptarse a las circunstancias cambiantes de una frontera con tres siglos de historia. Pese la retórica agresiva y los tratados, los hechos consumados y el pragmatismo acaban imponiéndose en las relaciones anglo-hispanas. La propia historia de la delineación de la frontera entre España y el Reino Unido nos ofrece un buen ejemplo. Aunque los límites actuales no quedaron definidos hasta 1908, año de construcción de la “verja” británica, la expansión gibraltareña en el istmo comenzó en 1854, coincidiendo con el pánico derivado de una pandemia global y con una situación de incertidumbre política en España. 

El tratado de Utrecht de 1713, por el cual España cedía el peñón y la fortaleza de Gibraltar a los británicos, prohibía formalmente el comercio entre la Roca y el resto de la península Ibérica. No obstante, pronto se desarrolló una red de contrabando a ambos lados de la frontera.  Hacia 1840, Gibraltar había dejado de ser una mera fortaleza militar y se había convertido en un importante centro comercial donde residían inmigrantes y mercaderes de todo el Mediterráneo ―incluyendo una considerable comunidad sefardí―, una minoría de británicos y cada vez más españoles procedentes del Campo, la mayoría descendientes de los refugiados que habían huido de Gibraltar en 1713. Muchas familias tenían miembros a ambos lados del istmo y algunas florecieron gracias al contrabando de bienes importados, especialmente tabaco. La difusa frontera también favorecía la actividad política y revolucionaria; disidentes, refugiados y delincuentes comunes cruzaban constantemente de un lado a otro del istmo ―muchas veces cargados de pólvora y municiones― aprovechándose de la ausencia de acuerdos de extradición y de la ambigüedad de los términos del tratado de Utrecht, que no establecía la frontera como una línea fija sino una “tierra de nadie” neutral donde no llegaba la artillería.

El artífice de la expansión de 1854 fue paradójicamente uno de los gobernadores de Gibraltar más favorables al entendimiento y colaboración con los españoles, Robert Gardiner. Durante la década de 1840 la Hacienda española había intensificado su vigilancia contra el contrabando desde Gibraltar estableciendo patrullas terrestres y marítimas. Gardiner, que fue gobernador desde finales de 1848 hasta 1855, temía los posibles conflictos que el renovado celo español podía causar. Contraviniendo la costumbre británica hasta la fecha, decidió colaborar con las autoridades españolas. El gobernador comenzó una campaña contra el contrabando: permitió que la Guardia Civil actuara en la zona neutral del istmo, dejó de proteger a las embarcaciones gibraltareñas que operaban en la bahía e incluso llegó a proponer el establecer la peseta como divisa de la colonia, medidas que le acabarían enemistando con la mayoría de los habitantes de Gibraltar, cuyo bienestar dependía de un comercio que solo era considerado ilícito por las autoridades españolas.

La luna de miel entre Gardiner y los españoles llegó a su fin con la pandemia de cólera que asoló el planeta a mediados del siglo XIX. En octubre de 1853, las autoridades portuarias de Cádiz y Málaga exigieron que todos los buques procedentes de Gibraltar fueran sometidos a una cuarentena de 15 días. Las autoridades españolas presionaron a Gardiner: si la Roca continuaba aceptando barcos procedentes del extranjero sin someterlas a una cuarentena, las comunicaciones entre Gibraltar y España quedarían interrumpidas, lo que finalmente acabó sucediendo. El gobernador británico optó por mantener el contacto con Londres y el mercado global a expensas del comercio de proximidad, una medida que ―según asegura el historiador Sasha Pack― le permitió aumentar la presión contra el contrabando pero que se tradujo en escasez de provisiones y un profundo malestar entre la élite mercantil gibraltareña. Finalmente, en febrero de 1854 Gardiner se vio obligado a aceptar las medidas sanitarias españolas y solicitó permiso al gobernador de Algeciras para establecer un sanatorio y un campamento temporal en la zona neutral del istmo donde poder alojar a los sospechosos de padecer la enfermedad.

Mientras tanto, la situación económica y política se deterioraba en España. La carestía se mezclaba con la difusión del cólera en Galicia y Cataluña, los precios de los alimentos se encarecían y en el ejército se preparaba un golpe, que el general O’Donell acabó ejecutando en julio de 1854. Entre las fuerzas españolas destinadas el Campo reinaba la confusión, lo que fue aprovechado por los contrabandistas que vieron como la frontera quedaba sin vigilancia durante tres días. Al poco tiempo, Gardiner fue sustituido por un nuevo gobernador, James Fergusson, cuya política fue la opuesta a la de su predecesor. Fergusson abandonó la colaboración con las autoridades españolas, ofreció protección a las embarcaciones gibraltareñas involucradas en el contrabando y convirtió el hospital temporal en una avanzadilla militar permanente. 

El gobierno central español, ocupado en otras cuestiones, no pareció prestar demasiada atención a esta ampliación unilateral de la frontera hasta 1860, cuando emitió una tímida protesta diplomática. Ante la inacción de los gobiernos centrales de sus respectivos países, los gobernadores de Algeciras y Gibraltar habían llegado poco antes a un acuerdo tácito: la nueva frontera oficiosa se situaría a medio camino entre la primera línea de fortificaciones españolas y las recién establecidas posiciones británicas. En lugar de escalar la situación, las autoridades locales españolas, conscientes de la importancia de Gibraltar para la economía del Campo ―que se había resentido durante la breve interrupción de las comunicaciones en 1854―, decidieron llegar a un entendimiento que asegurase la paz. Esto no fue una muestra de debilidad o de sumisión a los británicos, sino una respuesta pragmática que aseguró el sustento de la población que tenían a su cargo.

La situación actual no tiene nada que ver con la de entonces, pero aun así podemos trazar algunas similitudes. Al igual que hace siglo y medio, Gibraltar y su Campo están unidos por fuertes lazos económicos y familiares a ambos lados de la verja. A los poco más de 30.000 habitantes actuales de la Roca hay que sumarles los casi 10.000 españoles que cada día cruzan la frontera y que aún no saben qué pasará con sus derechos laborales, sus puestos de trabajo y las pensiones que llevan años cotizadas. Para ellos, el Brexit y la reapertura de la frontera no son una cuestión de agravios históricos u orgullo nacional sino algo que afecta al sustento de sus propias familias. 

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