Blablacar: Las historias a pie de carretera

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Si bien es cierto que la mayor parte de la sociedad es consciente de que la tecnología nos ha convertido en seres más individualistas, egoístas, virtuales, indirectos, lo que no sabe todo el mundo es hasta qué punto nos ha unido la economía colaborativa y esa misma tecnología.

Estos últimos 8 meses por estudios, por amor o por trabajo he tenido que hacer bastantes viajes Coruña-Madrid, Madrid-Coruña. Hace dos años, también hice bastantes otros por Andalucía. Lo que considero al principio como un absurdo de 6 horas insufribles dados los casi 600km de distancia, en realidad siempre se acaba convirtiendo en una nueva historia, en una complicidad diferente, en una bocanada de aire fresco que me hacen olvidar el dolor de mi trasero de tanto ir sentada, el cansancio que suponen los cambios de presión por la diferencia de alturas en la península, y lo convierten todo en una novedad de primera mano. Se trata de la belleza de las historias en primera persona, la chispa de la tristeza o la alegría que desprenden esas personas cuando pasan por mis vidas esas escasas horas y no son conscientes de la bondad con la que me legan sus historias. A veces son ellos mismos los que necesitan contarte lo que les asfixia, lo que les preocupa, lo que los ha llevado a donde van, lo que les ha hecho quienes son, o lo que no son, otras veces soy yo la que rasca esos perfiles que concentrados en la carretera prueban a ser valientes ante mis preguntas. Lo que no saben es que es tal la curiosidad que me han fomentado mis previos viajes, que ya mi ánimo se traduce en observar, escuchar y entender a cada uno de mis conductores o compañeros pasajeros de coche.
Todavía recuerdo a un señor que acababa de conseguir recientemente trabajo en salvamento marítimo en Tarifa tras varios años trabajando en dos cosas diferentes para poder llegar a fin de mes. Satisfecho por haber encontrado su nueva fuente de ingresos y en algo que siempre amó; el mar. Todavía recuerdo su frase de: “Los pobres somos pobres, pero no gilipollas. A la gente que se muere en el mar, hay que ayudarla, y da igual de donde sean. Los nuestros también necesitaron que les ayudasen antes”.

Solidario, intenso, honrado. Su reciente divorcio con una mujer de la que seguía enamorado aún le tenía tocado, pero lo mejor de su vida eran claramente sus hijos. “El niño se flipa de vez en cuando con sus gamberradas, pero es buen chico, y le tengo dicho que, a las niñas, mucho respeto. La niña me saca muy buenas notas, es como su madre, quiero que vaya a la universidad, tiene que tener un buen futuro, no como yo”. Me llega al corazón de lleno su comentario, y pienso que lo único que podría responderle a este padre, de constitución delgada, de unos 46 años que fuma más de lo que respira, carismáticamente andaluz y de gestos nerviosos, es: “Eres buena persona, y ese es el mayor ejemplo que unos niños necesitan de un padre”.

Hace dos meses fue yendo a Oporto cuando conocí a F. y A. Él, de un físico de 1,93, era un profesor de educación especial que se trasladaba a Malta los próximos 6 meses para trabajar en un colegio con niños con necesidades especiales, muchos autistas, o disléxicos. Un trabajo que no es para nada fácil, y que requiere de una sensibilidad y empatía extraordinarias, así como de mucha paciencia. Quien me iba a decir a mí por la calle que aquel hombre de apariencia ruda y seria, desarrollaba un trabajo tan entregado. Revoto contra mí misma, contra mis estereotipos y contra mis prejuicios.

A de 23 años, sin embargo, es risueña y estudiante de Bellas Artes de Erasmus en Oporto, natural de la Rioja nos contó lo duros que estaban resultándole esos meses a la espera de que volviera su novio de Bali, donde había sido destinado en misión en su función de militar. William Shakespeare decía que “el amor de los jóvenes en verdad no está en su corazón, sino más bien en sus ojos”. A. es un ejemplo de que los jóvenes también cuidan del amor, y no sólo está en sus corazones, sino en su perseverancia y en su lucha constante pese a la distancia y a las vueltas que la vida da y que en este S.XXI son el pan de todos los días.

A la vuelta L. una joven portuguesa estudiante de medicina en Santiago me contó que estaba de acuerdo conmigo. “Portugal es un país impresionante, pero no es un país consciente, nos da bastante igual la política a la mayoría de las personas, y el gobierno está construyendo un país para los turistas, no para sus ciudadanos. Nosotros deberíamos pedir que se invierta en los barrios que no son para turistas, porque también es importante lo que es sólo para los portugueses. La mayor parte de la gente que viene a Portugal sólo ven lo que quieren ver, no ven la realidad del país.”

Yo había visitado Oporto con mi pareja, una ciudad preciosa, pero profundamente orientada al turista, con un casco histórico que cada vez más tenía comercios para los extranjeros y que no cuidaba los barrios antiguos pese a su importancia histórica.

También viajé con R. y con J., el primero conductor y el segundo pasajero. Así pues, estuvieron buena parte del viaje contrastando sus opiniones sobre los valores que la sociedad está perdiendo, así como hablando de aquellos que ellos les parecían imprescindibles, para una sociedad humanizada y solidaria. El punto de inflexión se dio cuando cada uno proclamó el sexo por el que se sentía atraído y discernían. Yo viví un eterno segundón de silencio que se me hizo interminable. A R. le gustaban las mujeres, a J. le gustaban los hombres. Y creo que se sentían completamente deslumbrados por lo que para ellos era territorio desconocido, por una situación que nunca antes se habían atrevido a vivir, o intentaron evitar. La vida, que es bastante sabia los llevó a estar 6 horas en el mismo coche para que probablemente rompiesen ese cristal imaginario que ellos construyeron inconscientemente. Sin saber qué tan poco relevante es la orientación sexual de un hombre o una mujer en la mayor parte de las situaciones. R. era un hombre heterosexual que nunca había conocido a hombres homosexuales, J, sólo se relacionaba con gays porque tenía la sensación de que los heterosexuales tenían tantos prejuicios que le harían sentir incómodo. Tras hacerse a la incomprensión del momento, retomaron la conversación sobre sociedad que tanto les unía, y nos tomamos los tres un café en la parada obligada que hacíamos en el viaje. J. se despidió de R. con un “Adiós maricón, gracias por todo”, R le dijo, “Cuídate capullo, las gracias al cura”. Creo que ese viaje abrió una ventana dentro de cada uno de ellos, llena de humildad, de bondad y de generosidad. Y aunque ellos probablemente no lo sepan esa noche durmieron siendo un poco más felices, porque la libertad, la experiencia, la conexión entre personas, nos hace un poco más sabios, un poco más bonitos por dentro.

Así, presencié como decenas de personas se encontraban con otras con las que posiblemente nunca entablarían una conversación, y muchísimo menos imaginarían cuanto se puede disfrutar desde la diferencia y sobre todo que tan importante es conocer otras realidades, otras concepciones de vida, otras formas de felicidad.

Otro de mis viajes lo compartí con una mujer realmente especial que supo calmarme el agobio de ir en una furgoneta con 7 personas, dos perros y un gato, cual hippies de los años 80. Mónica Domínguez, me inspiró mucha curiosidad, con su pequeño Lion. Pronto empezamos a hablar de lo mucho que nos gustaba la moda, las fotos, y así me acabó contando que era periodista, que trabajó muchos años en viajeros cuatro y en ese momento estaba a punto de empezar en otro programa. Me contó ilusionada y nerviosa como si siempre nos hubiésemos conocido, yo hice lo mismo, contándole mis sueños, mis proyectos, mis ganas de vivir, nos trasmitimos esa chispa, que a veces y sólo a veces surge y crea una amistad diferente.

Mónica y yo tenemos pendiente una sesión de fotos en Coruña y en Madrid, y sobre todo muchos cafés y confidencias que contarnos.

Mi último viaje de ida y vuelta fue igual de intenso que muchos otros, pero estuvo cargado de melancolía y un poco de tristeza. En la ida, el conductor que me llevaba era un padre de familia venezolano, pero de origen gallego, (él se siente completamente venezolano, y reconoce Venezuela como su país). Me contó que llevaba medio año sólo viviendo en España, y que su familia sin embargo vino antes que él dada la inseguridad de su país. “No podía dormir tranquilo con un hijo de 17años que quería salir con sus amigos, porque no lograba dormir hasta que volvía a casa y vivía preocupado por si le iba a pasar algo, porque cada día pasaba algo peor que el día anterior”. Le pregunto por su hija y por su mujer a lo que me contesta. “Sofía mi hija no quería seguir viviendo en Venezuela, apenas lograba salir a la calle desde que presenció un atraco en el que se dispararon armas, no se sentía segura. Imagínate una niña de 12 años viendo alguien disparar una pistola. Una película de terror. “- Me relata con un tono triste y de lamento, y continúa: “Después de aquello supe no sólo lo que quería para mis hijos, sino lo que no quería que vivieran, y sin duda Venezuela no era un lugar para tener una adolescencia o juventud normales. Mi mujer y mis hijos se fueron por lo tanto a vivir a España, y yo seguí en Venezuela trabajando como piloto durante toda la crisis hasta que finalmente la situación llego este año a punto irreversible y decidí que no podía seguir allí. Fue entonces cuando me junté con ellos.”

Lo único que podía hacer yo, era callar y escuchar. No hay consuelo para alguien que ha visto su país entrar en una crisis irreversible y que ahora se encuentra bajo mínimos incluso en calidad humanitaria. No hay luz, no hay agua, no hay comida.

“Mi mujer trabajaba como jefa de administración en un Hotel Meliá en Caracas, ahora se tiene que conformar con la frutería del Gadis más cercano a casa para que yo pueda estudiar en Madrid la convalidación de mi carrera de piloto y así poder trabajar posteriormente de ello. Ha sacrificado su profesión por la mía, no podíamos ser los dos. Afortunadamente acabo en julio ya. Llevaba años separado de mi familia y ahora sólo los veo los fines de semana, estamos deseando que acabe ya y pueda estar con ellos en Coruña, aunque la verdad es que lo que nos importa a mi mujer y a mi es que a nuestros hijos no les falte de nada y que puedan disfrutar de su adolescencia y juventud. Mi hijo está en la universidad, estudia Ingeniería y Sofía la pequeña, quiere hacer moda. Me gusta que tengan sus sueños, y queremos que los vivan y tengan un futuro que en Venezuela ya no es posible. Sólo espero que mi madre venga ya, lo único que la retiene allí son casas que no quiere perder, ella y mi padre trabajaron mucho para lograrlas y ahora se han quedado sin nada. Ya no le queda comida, porque no hay y queman toda la ayuda humanitaria que se manda desde otros países, la queman para que nada entre al país.”

Siento una profunda lástima por la situación que lo ha llevado a venir aquí, pero al mismo tiempo me alegro de que hayan podido solventar la situación, aunque sea lejos de su país, aunque sea con la pena de ver Venezuela destruirse irreversiblemente. “Gracias, muchas gracias, suerte en las pruebas finales de piloto, espero que todo vaya bien y ojalá algún día pueda ir a las playas de Venezuela de las que me has hablado.”

La vuelta de mi viaje sin embargo fue con una pareja de dos hombres peruanos. Tras 4 meses sin verse, esta pareja que lleva 10 años no hace ninguna muestra de cariño en público, cuando me confiesan con un poco de vergüenza y reparo que son gays, me explican que están demasiado acostumbrados a la opresión de no poder manifestar su orientación sexual, me cuenta P. “En Perú solo se ven válidos el matrimonio entre un hombre y una mujer, y se nos educa para eso. Da igual que un hombre sea mujeriego, la desgracia es que sea homosexual. Al principio mi familia no quería saber nada de mi pareja, detestaban la idea de conocerle. Sin embargo, ahora mi abuela, mi madre, mis hermanas, mi cuñado, todos le quieren como si fuese uno más de la familia. Ha sido difícil, pero si me querían a mí tenían que aceptar que era el hombre de mi vida. Y ahora, me conformo con que mi familia y un par de amigos lo sepan. No pretendemos ni siquiera ir de la mano por la calle, sino sólo poder nuestra vida tranquilos, sin que nadie nos diga que somos enfermos”.

Cuando le pregunto a qué se dedica me cuenta que es Ingeniero Portuario pero que no puede ejercer de ello en España porque no le convalidan los estudios: “En septiembre empiezo la convalidación para lo que aquí corresponde a Ingeniería Aeronáutica, y quiero hacer un máster también. De mientras trabajo cuidando de un anciano que no tiene ni pies ni manos. Es lo único que he encontrado, pero me conformo de momento, sé que es circunstancial. Lo importante es avanzar. Quiero estudiar y trabajar aquí unos años y después volver a Perú. Sé que allí me necesitan más que aquí.”

Hablamos de Perú, de su gastronomía, de su cultura, del racismo que ha sufrido. Se ríe:
“Nos llaman panchitos, ‘machupichus’, y sudacas a todos, incluso a los mexicanos. Parece que nunca han visto un mapa, y que México está en América del Norte. Me río para no enfadarme”.
Es curioso, pienso y les cuento, “Yo soy marroquí y me preguntan por Arabia Saudí, como si fuese el barrio de al lado. O a veces me hablan de “las árabes de Irán”, sin saber que en Irán son persas, no árabes, es decir la antigua Persia”.

Concluimos pensando que la desinformación a veces nos molesta, pero también la comprendemos dado el funcionamiento mediático europeo. Me bajo deseándoles mucha felicidad, y otros 10 años y más llenos de amor, de libertad y de felicidad. Prometo comer en ese restaurante peruano en Madrid que me han recomendado.

Comprendo al final, hoy cansada en una cafetería, con un dolor de espalda de mi último viaje de ayer, que quizás, somos todos mucho más parecidos de lo que creemos. Nos importa nuestra libertad como personas, la gente a la que queremos, el país al que pertenecemos, los sueños por los que queremos seguir luchando y viviendo, y sobre todo, nos mueve el amor por ello. Todo el resto son distinciones absurdas e innecesarias. Lo importante es realmente poco. Y se me hace un paréntesis en el tiempo. Todos los que me han contado su historia, no saben que han dejado un poco de ellos en mí. Tampoco saben que esas historias en esos coches tienen una eternidad y un valor que sólo nosotros podemos comprender. Y que trascenderán el tiempo, porque la memoria de sus vidas la han compartida con otra persona que probablemente nunca volverán a ver, pero que sí les recordará a ellos. Sólo puedo decirles, allá donde estén, que muchas gracias, y que les deseo felicidad.
 

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