Andanzas armenias (II): sonata (con duduk) por la patria perdida

Ararat

Antonio Navarro Amuedo

La subida al Aragats desde Ereván, la capital, es escarpada y agreste. No confundir con el Ararat –símbolo omnipresente de Armenia-, el Agagats es el 'otro' monte armenio. Desde los confines septentrionales de este pequeño país del Cáucaso este bello volcán de nieves perpetuas observa las pardas altiplanicies armenias. A diferencia del bíblico Ararat –que, para dolor de los armenios, se encuentra íntegramente en territorio turco-, el Aragats se despliega en su plenitud en suelo armenio. El viajero puede recorrerlo a través de una zigzagueante ruta jalonada de arroyos, praderas, ovejas y pedrizas.

Atrás ha quedado la capital que el sol de agosto hace hervir. El aire es fresco en las alturas. El Aragats se eleva por encima de los 4.000 metros. Es el techo de esta patria amputada llamada Armenia. En lo más profundo del corazón de muchos armenios de aquí y de allá subsiste el sueño de recuperar una Armenia grande del Mediterráneo al Caspio. 

Saghmosavank

“No hay rastro de arquitectura antigua”, observa Mike, un simpático empresario australiano casado con una bella señora natural de Mongolia. “Ocurre como en mi país. Los materiales eran pobres y no han sobrevivido el paso del tiempo”, explica. Salvo las iglesias, poco ha quedado de construcciones viejas en los pueblecitos que salpican las montañas de la provincia de Aragatson. 

Cuando la ruta se eleva por encima de los tres mil metros comienzan a verse las caravanas y las chozas donde encuentran cobijo los yazidíes, minoría religiosa que, a diferencia de otros lugares de Oriente Medio y Asia Central donde se les persigue, vive a salvo en estas montañas. En Armenia hay, nos dice una joven armenia en la excursión, viven unos 40.000 yazidíes –que profesan un viejo y sincrético culto preislámico-. Aquí han logrado escapar a los horrores de Siria e Irak, donde el Daesh ha tratado de exterminarlos. No en vano a finales de año miembros de esta comunidad han levantado en suelo armenio el mayor templo yazidí del mundo. Sus fieles veneran –además de a Dios- a siete ángeles; el principal de ellos el ‘ángel-pavo real’. Muchos de ellos llegaron en tiempos del Imperio ruso procedentes del Otomano a finales del siglo XIX y principios del XX huyendo de la persecución. 

En el descenso de las faldas del Aragats, cuando ya se atisba en la lejanía la parda planicie de Ereván, el viajero se topa con la rotunda fortaleza de Amberd, construida en el siglo VII. Estamos a 2.300 metros de altura. Es verano, pero las amapolas resisten al sol y la hierba es alta y fresca. La construcción se alza sobre un acantilado y tuvo una clara función defensiva al divisarse desde ella perfectamente la llanura de Arafat. La primera familia propietaria pertenecía a la casa de Kamsarakam. A unos pocos metros de la fortaleza se alza una bella iglesia, con la silueta inconfundible del arte cristiano de este país. 

Ereván

Veladas vespertinas en Ereván

Los vientos del Cáucaso refrescan la tarde veraniega en Ereván. Jóvenes y familias se dan cita a los pies de las cascadas. Comienza la música. El sonido de los tambores y del duduk, una flauta autóctona hecha con madera de albaricoque, suena en los altavoces instalados en la plaza. Se forman varias cadenas humanas que bailan al son de la música armenia. Para quien rubrica estas firmas la danza se asemeja al dabke libanés o palestino. Cogidos de las manos, jóvenes y menos jóvenes bailan frente a frente, en paralelo o en círculo dependiendo del paso. 

Al parecer, es una quedada que se hace de cada viernes desde hace muchos años. Pronto, turistas y viandantes se unen a la fiesta. Se ha formado una auténtica muchedumbre. No hay una gota de alcohol ni un puesto de bocadillos y latas. Solo música y ganas de mover el esqueleto. Cuando oscurece del todo, la concentración se disuelve: cada uno se va por donde vino y no queda un papel en el suelo. Civismo y buen rollo. 

Ereván

En los bulevares del centro se sientan al fresco señores que juegan al ajedrez y chavales que fuman y juguetean con los teléfonos celulares. El olor a la carne a la parrilla de los puestos de kebab con pan lavash armenio perfuma las avenidas al caer el sol. Las fotos del omnipresente Ararat –venerado cual santo protector- presiden locutorios y tiendas de ultramarinos. El paseante avezado observa que entre los pósteres descoloridos pueden verse perfiles de mezquitas de la vecina Siria y edificios de Damasco. Los han colocado allí armenios de Siria, que la guerra en el vecino del sur ha desplazado. Hablan otra variedad de armenio, el occidental, que Naciones Unidas considera en peligro de extinción y que difiere del armenio mayoritario y oficial en la actual República de Armenia (mucho más pequeña que la histórica Armenia). En el espectacular mercado al aire libre del Vernissage el paseante encuentra también otra aportación de los sirio-armenios a la ciudad: bellas y coloridas alfombras. En este bullicioso espacio céntrico el viajero puede encontrar de todo: desde ricas frutas de la tierra hasta suvenires pasando por bellos tejidos de seda, artesanía y música local. 

granadas

Tan omnipresente como el Ararat es la granada, que puede encontrarse en pendientes, collares, camisetas y en distintas tallas en madera y cerámica a lo largo y ancho de comercios y expositores de la capital armenia. Como ocurre con otros ejemplos de la cocina medioriental, la granada es símbolo nacional disputado: libaneses, turcos o israelíes reclaman igualmente una relación especial con la fruta. 

Calle abajo y ya fuera del bullicio del mercado, el caminante se topa con la impresionante plaza de la República. Le impresiona el amplio espacio abierto donde se levantan el museo de Historia armenia, el hotel Marriot, la sede del Gobierno o de Correos. La plaza es obra de uno de los nombres más destacados de la historia de la ciudad: Alexander Tamanian. La obra de este arquitecto neoclásico armenio nacido en Rusia es omnipresente: de la Ópera Nacional a la plaza de la Libertad, pasando por la primera planta hidroeléctrica de Armenia hasta la citada plaza de la República. Su estatua se alza a los pies de la cascada de Ereván.  Por cierto, junto a la efigie del célebre arquitecto hay también esculturas del colombiano Fernando Botero. 

El andarín ha leído que en torno a esta plaza hay numerosos lugares donde reponer fuerzas. Y, como no solo de piedras vive el hombre, el viandante se detiene en un restaurante donde da cuenta de la variada gastronomía armenia. Comienza con una fresca pasta de berenjena especiada y cecina y pasa a los pimientos rellenos de carne y arroz, que acompaña de ensalada de bulgur y cilantro, todo ello regado por un vino tinto de la tierra. Aún tiene espacio para el porag o pastel de queso. Se atreve a culminar el festín con el sharot o sujuk dulce: una golosina a base de jugo de uva o mora, nueces, azúcar y harina que se exhibe colgada en las tiendas. 

Comida armenia
A vueltas con el genocidio armenio

El viajero ha dejado para el final del viaje la visita al museo y monumento al genocidio armenio. La eliminación de en torno a 1,5 millones de armenios a manos de las autoridades del Imperio otomano entre 1915 y 1922 sigue siendo divisiva y polémica. Un genocidio que vuelve una y otra vez a los titulares de los medios de comunicación. No en vano, el último día de octubre de este año, fue el Congreso de EEUU el que, ofuscado con el presidente Erdogan, decidió llegar donde nunca lo había hecho: aprobar una resolución reconociendo el genocidio. En EEUU no ha gustado nada que un socio en la OTAN como Turquía haya comprado a Rusia los sistemas antiaéreos S-400. La Administración Trump decidió este verano dejar de vender sus cazas F-35 en represalia. El genocidio armenio, en fin, como arma arrojadiza.  

A pesar de que la mitad de los socios de la Unión Europea lo ha hecho, España –con la excepción de cuatro parlamentos autonómicos- sigue sin reconocer oficialmente el genocidio armenio. La importancia de mantener unas buenas relaciones diplomáticas y económicas con Turquía explica que, una y otra vez, las autoridades de nuestro país hayan evitado enfadar a Ankara –que admite las matanzas pero niega que se tratase de una eliminación sistemática-, especialmente sensible con esta cuestión. 
El museo es una recopilación de horrores que deja al visitante aturdido y triste. Cuesta asumir, como miembro de esta especie, que el ser humano haya rubricado barbaries como las matanzas que se describen en sus paneles y vídeos. Fuera del edificio principal se alza la aguja del monumento de Tsitsernakberd, con claro aire soviético. Se trata de una enorme aguja de basalto de 44 metros de altura. Lo acompañan doce enormes losas que representan las doce provincias armenias perdidas en el actual territorio turco. Dentro de ellas, la llama eterna por los caídos. Entre setos y árboles pueden leerse los nombres de numerosos políticos y figuras públicas que a lo largo de los años visitaron el lugar y recordaron a las víctimas de la masacre. 

Desde la explanada del monumento pueden apreciarse bellas vistas de Ereván, aunque las nubes –gracias a ellas el calor da tregua en esta última jornada en la capital armenia- impiden ver al Ararat. Una vez más, tal vez la última, la montaña de Noé se nos muestra esquiva. Lo que sí se divisa con facilidad es la fábrica del brandy Ararat –cómo no-, el más famoso de Armenia. No tiene nada que envidiarle al francés. 

Memorial genocidio armenio

El último paseo por el entorno de Ereván tiene como destino el antiguo templo de Zvarnots. De esta catedral cristiana del siglo VII, erigida donde fue enterrado San Gregorio el Iluminador cuando Armenia se encontraba bajo control bizantino, solo quedan hoy en pie unas melancólicas ruinas. Los restos de la arcada –su planta circular- fueron descubiertos a principios del pasado siglo. Habían quedado sepultados tras la destrucción del edificio nada menos que en el siglo X. 

Plaza de la República
El Vaticano armenio

Antes de regresar a casa el andarín ha decidido poner rumbo, tras el paseo por las ruinas de Zvarnots, la Santa Sede de la Iglesia armenia. No solo de brandy y carne asada vive el hombre y el viajero quiere volver a casa con los índices de espiritualidad disparados. Por ello hizo parada en el monasterio de Echmiadzín. La ciudad, situada a unos 20 kilómetros de Ereván, es la sede del katholikós o jefe de la Iglesia apostólica armenia. Consta de varios edificios que datan de los siglos VI, V, VI, VII y XVII. En sus bellos jardines, que invitan a la contemplación y meditación hay además numerosos jachkares o piedras conmemorativas (un arte que ha sido reconocido por la Unesco como patrimonio inmaterial de la humanidad). Entre ellas algunas retiradas del cementerio de Yulfa, en Najicheván (hoy Azerbaiyán), salvándose de su destrucción. En su museo se conserva, según la tradición, un trozo de la lanza del soldado Casio Longino que atravesó el costado de Cristo. 

jachkar

Abundantes son las referencias a Soghomon Gevorgi Soghomonian, más conocido como Komitas Vardapet, sacerdote, compositor, musicólogo entre otras muchas cosas. El padre de la música clásica armenia perdió la razón tras presenciar el genocidio armenio y murió en París, adonde había llegado en 1919. Probablemente sin él no podríamos disfrutar de la música tradicional armenia en videos de YouTube como hace este paseante en su tiempo de asueto. 

Poco a poco, el viajero es consciente de que su primer periplo armenio toca a su fin. Es tiempo de nostalgias, pero el viandante es consciente del privilegio que la vida le ha concedido estos días bañados de sol, jugo de granada y uva y hospitalidad. Las andanzas y visiones armenias han sido un privilegio. Serán un recuerdo imperecedero. 

Armenia

El mapa de la Armenia histórica existe hoy solo en los libros de historia. Las reclamaciones territoriales duermen el sueño de los justos. De los doce millones de armenios que hoy se reclaman como tales en el mundo solo tres viven en este agreste rincón del Cáucaso atrapado entre montañas. Por desdicha, enmendando al poeta Gil de Biedma, de todas las historias de la historia sin duda la más triste es la de Armenia. Porque Armenia seguirá existiendo como un lamento para la conciencia de la humanidad. Y como un gozo. Y de fondo una dulce sonata con flauta de albaricoque por la patria amputada. 

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