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Cuando fuimos lo mismo. Muros, vallas, fronteras: no siempre estuvieron ahí

Por Lorenzo Silva
Foto: Larache, una bonita ciudad ubicada en la zona norte de la costa atlántica de  Marruecos. 
 
 
Últimamente están de moda las fronteras. Las que llevan ya tiempo establecidas y las que algunos quieren dibujar para complicar un poco más el entramado de líneas divisorias que nos segregan en nacionalidades a los seres humanos que poblamos el mundo. Hace 25 años que cayó el muro de Berlín, pero en este aniversario se hacen muy presentes otras barreras, vigentes, en construcción o en proyecto más o menos avanzado. Las vallas de Melilla y de Ceuta, problemáticas avanzadillas europeas en suelo africano, son acaso la imagen más áspera de esas líneas que alguien dibuja en el mapa y que luego surge la necesidad de defender, porque hemos decidido que a uno y otro lado de la línea en cuestión, y a despecho de la tierra que no ofrece diferencia alguna, las cosas son distintas, los pasaportes no valen lo mismo, ni siquiera la vida tiene igual peso. Esta semana he tenido la oportunidad de cruzar, por dos veces, desde y hacia Marruecos, la frontera de Ceuta. He estado esperando dos horas y media a la entrada, cinco minutos a la salida. Para acceder a la Ciudad Autónoma se sucedían los embudos, primero de la policía y la gendarmería marroquíes, luego de la policía española y de la Guardia Civil. Se registraban todos los vehículos y se miraban con lupa los pasaportes. Riesgo de infiltración de yihadistas, decían los rumores, ya que sobre las razones por las que se extreman los controles no hay nunca información oficial. En los alrededores de Ceuta, en las curvas y las cunetas, pude ver a decenas de subsaharianos (muy jóvenes, algunos apenas niños) mendigando a los conductores. En fin, eso: una frontera.
 
Sin embargo, el viaje me permitió visitar dos lugares que nos retrotraen a un pasado que nada tiene que ver con esa imagen; a un tiempo que, contra lo que podríamos pensar desde nuestra óptica actual, representa la normalidad histórica: cuando a las dos orillas del estrecho se hallaba la misma cultura, incluso la misma autoridad. Si sumamos la colonización fenicia, cartaginesa y romana, el califato de Córdoba, los dominios de almorávides y almohades y el periodo del protectorado español sobre el norte de Marruecos en la primera mitad del siglo XX, resulta que es más el tiempo en que las dos orillas estuvieron reunidas en una sola mano que administradas por poderes diferentes. El primero de esos lugares es Lixus, a apenas cuatro kilómetros de la actual Larache, cuyas ruinas se extienden por una colina que se asoma de un lado al serpenteante y caudaloso río Lucus y de otro al océano Atlántico. Las fuentes clásicas sitúan allí el Jardín de las Hespérides y un templo en honor de Hércules hacia el siglo XII antes de Cristo (lo que la convertiría en un núcleo urbano más antiguo que Cádiz, fundada en el siglo XI a. C.). Ese dato puede cuestionarse como legendario, pero en el emplazamiento se han hallado restos arqueológicos que se retrotraen al año 1.000 a. C. y otros que atestiguan la presencia de una próspera factoría fenicia allá por el siglo VIII a. C. Fueron los fenicios los primeros que reunieron bajo una misma cultura y una misma organización política las dos orillas del estrecho. Para esos navegantes venidos del otro lado del mundo conocido, el extremo oriental del Mediterráneo, los 14 kilómetros que separan África de Europa, y que no impiden que una costa se divise desde la otra con absoluta nitidez, eran una distancia irrisoria. En Europa estaba Gadir y en África se hallaba Lixus, pero para ellos eran, simplemente, los dos estribos de su atalaya sobre el Atlántico, el océano extenso y misterioso cuyo control se les escapaba.
 
Es emocionante recorrer las ruinas de la ciudad y observar las piletas donde se elaboraban las salazones de pescado y el garum que luego se exportaba a todos los puertos del Mediterráneo, los cimientos de los edificios fenicios sobre los que luego se alzó la ciudad cartaginesa y romana. Tantos esfuerzos invertidos en subrayar las diferencias, apelando a lenguas, religiones y batallas, y ahí, en la vieja tierra africana de cuyo barro estamos hechos en última instancia todos los hijos de los hombres, en esas piedras que desafían al tiempo, está el testimonio de nuestra hermandad originaria, la prueba de que provenimos de una misma gente, que entendía la vida de la misma forma y oraba ante los mismos dioses. Del templo de uno de ellos, Neptuno, apenas queda una pared en pie, erguida tozudamente a la luz que le llega del sol poniente y de la luna bajo la que visito Lixus. Y ese medio lienzo de muro, sin embargo, lo dice todo. Tras él, los restos del anfiteatro, que atestiguan que allí en Lixus, como en Mérida o Sagunto, se celebraron los espectáculos que servían de desahogo a la muchedumbre bajo el imperio de Roma, presente en esas tierras norteafricanas, con su derecho, su latín y sus legiones, hasta el siglo V, igual que en la península Ibérica. Fueron ellos quienes despejaron una explanada para reunir los templos y el foro, y en esa misma explanada, andando los siglos, cuando Roma ya era sólo un recuerdo, alguien construyó la primera mezquita. Como las que por esa misma época había al otro lado del estrecho, en lo que ya se llamaba Al-Ándalus.
 
Lixus quedó abandonada poco después, al cegarse por los sedimentos que arrastraba el Lucus la laguna litoral y el puerto interior del que dependía para su comercio y suministros. También por culpa de los mosquitos que prosperaron al amparo de la zona pantanosa en que se transformó la desembocadura, y que en este anochecer de noviembre se ceban insidiosos con quienes visitamos las ruinas. Fue así como nació la actual Larache, al otro lado del río, cuyas luces brillan tras la lámina de plata en que a la luz del ocaso y de la luna se transforma el plácido curso del Lucus. La historia posterior de Larache también habla de la convivencia de peninsulares y africanos, y no sólo porque fue una de las más destacadas ciudades del llamado en el siglo XX Marruecos español, durante la época del Protectorado establecido por españoles y franceses sobre el reino alauí. Ya en el siglo XVII perteneció a España, y españoles fueron los ingenieros que diseñaron su núcleo histórico, tras ser entregada por el sultán de Marruecos en pago de la protección que el monarca cristiano le había dispensado frente a los disidentes que amenazaban su trono. La historia de cómo se produjo la entrega, engañando el sultán a sus propios hombres para que abandonaran la fortaleza, con la promesa de pagarles la soldada que les adeudaba, es de lo más pintoresca y la ha recuperado de fuentes originales el escritor español, muy vinculado a Larache, Sergio Barce Gallardo.
 
En lo que hoy es la plaza de la Liberación, pero en tiempos se llamó plaza de España, construida durante el Protectorado, se encuentra quien esto escribe otros testimonios del antiguo vínculo: el hotel España y una cena servida por un hostelero que habla sin acento la lengua de Cervantes y que ha vivido en Getafe, amenizada por dos cantaores larachenses cuyo arte para el flamenco y cuyo español tampoco tienen nada que envidiar al de cualquiera de sus colegas del otro lado del estrecho. El segundo lugar al que antes me refería se encuentra más al este, y más cerca ya del Mediterráneo que del Atlántico. Tan desconocida como Lixus, la antigua ciudad romana de Tamuda es otra muestra nada desdeñable de la relación continua entre las dos orillas. Destruida en un par de ocasiones por tribus bereberes poco amistosas, los romanos acabaron levantando una impresionante ciudadela, de ochenta metros de lado, cuyos muros aún se alzan entre el río Martil y las montañas del macizo del Gorgues. En esta ocasión la visita es a plena luz del día, y sobre las ruinas se extiende un cielo de un azul deslumbrante salpicado de caprichosas nubes. Aquí está, de nuevo, nuestro origen compartido: la huella de unos hombres que iban y venían de África a Europa y de Europa a África sin salir de su casa común. En el caso de Tetuán, la ciudad que acabó alzándose en las proximidades de la Tamuda romana, esa fraternidad hispanoafricana también se vio renovada una y otra vez en el tiempo, sobre todo con las dos oleadas, a finales del siglo XV y principios del XVII, de españoles musulmanes que llegaron allí desde la península.
 
La hija de una pareja de aquellos españoles (algo singular, la pareja en cuestión: formada por una esclava cristiana oriunda de Vejer de la Frontera y un noble musulmán de origen granadino) acabaría siendo la señora de Tetuán a mediados del siglo XVI. Aquella mujer, Lal-la Aíxa o Sida al Horra, que hablaba árabe y castellano, negociaba a la vez con españoles y portugueses y con los piratas turcos de Argel, con los que acordó el reparto del Mediterráneo para permitirle a la flota corsaria de Tetuán, acogida al puerto seguro con que contaba en la desembocadura del Martil, desarrollar sus correrías en el estrecho de Gibraltar. Aquellos granadinos y moriscos engrandecieron la medina de Tetuán, hoy Patrimonio Cultural Mundial, y a la que en 1860 llegaron de nuevo los españoles, que, tras ocupar la ciudad durante dos años y devolverla al sultán, regresaron en 1912 y hasta 1956 tuvieron en ella la capital de su Protectorado. Hoteles, escuelas, cafés y tiendas de todo tipo llevan aún nombre español. Cuando alguien habla de ese puente que en su día se proyectó para salvar el estrecho y unir la orilla meridional de Europa con la septentrional de África, suele tildársele de iluso. Algunos, buscando la excusa técnica, alegan las complicaciones geológicas de la zona y las dificultades que el intenso tráfico marítimo del estrecho opone a la obra: no vamos a desdeñarlas, pero no son tales que la moderna ingeniería (que ha horadado el canal de La Mancha o está horadando los Andes) no pueda con voluntad política resolverlas. La verdadera dificultad está en la convicción que tenemos de que esa frontera debe seguir ahí, y que a ambos lados de esa estrecha calle de agua debe haber dos mundos diferentes que no pueden ni deben mezclarse. Llámenme iluso, pero en el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín, me atrevo a soñar con el día en que esa brecha sea abolida. En que exista el puente, y no existan las vallas. No será mañana, no será fácil (y no es sólo a los europeos, dicho sea de paso, a quienes incumbe el esfuerzo necesario). Pero si algún día imperan en el mundo la justicia y la sensatez, sucederá.