Opinión

Agua, el oro líquido de Libia

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La eclosión de la primera pandemia verdaderamente global nos ha sumido en un profundo mal sueño del que aún no sabemos muy bien como escapar. Los seres humanos tendemos a tomar atajos mentales para simplificar problemas cuya complejidad nos desconcierta, y por eso hemos recurrido al uso de una retórica bélica para creer que así entendíamos mejor una situación desbordante. Términos como “enemigo”, “escudo”, “guerra”, “trinchera” y “victoria” han sido empleados con profusión para enhebrar una retórica sensacionalista que ha puesto letra a la imposición de medidas excepcionales, enfocadas en el aquí y el ahora, que han dejado el porvenir para mejor ocasión, y que arriesgan tirar al niño con el agua sucia. Lo cierto es que -parafraseando al escritor guatemalteco Augusto Monterroso- cuando despertemos, los viejos problemas, el proverbial dinosaurio de su relato, seguirán aquí. Y además estarán acompañados de otros nuevos, por más que se nos antoje que, súbitamente, el pasado, el presente y el futuro han dejado de tener sentido.

No solo las conflagraciones reales no han cesado, sino que el caos internacional causado por la COVID-19 ha sido aprovechado por los señores de la guerra y los regímenes totalitarios para sacar partido de la parálisis global, desandando en muchos casos avances en desarrollo, y agravando en otros situaciones que ya eran intolerables. Una de las múltiples dimensiones del conflicto libio es la existencia en su territorio de la mayor reserva mundial de agua fósil, un yacimiento descubierto en los años 50 en la desértica región de Al-Kufrah, y que forma parte del Sistema de Acuíferos de Nubia, un recurso hídrico virtualmente inagotable. 

Durante los tiempos de Gadafi, se desarrolló un sistema de canalización mediante tuberías, que es estratégicamente vital para el suministro de agua corriente, de regadío, y de uso industrial para las ciudades de la costa libia. Por consiguiente, el control de esa zona territorial en el sudeste de Libia tiene un peso geoestratégico específico, que forma parte de los cálculos de todos contendientes y partes interesadas en Libia. Pare tener una idea más amplia de por qué esto es así, basta con repasar las estadísticas de la UNESCO con relación al acceso al agua potable, del que está excluido el 40% de la población mundial, o lo que es lo mismo; 3.000 millones de personas, siendo África un caso particularmente sangrante. Más allá del innegable incentivo del control de los hidrocarburos libios, la capacidad hídrica libia convertirá a quien la posea un plus de poder para quien lo detente, y no poca influencia en el continente africano. 

Un componente esencial de entidades como los Hermanos Musulmanes es el ‘khayr’, su vertiente social, basada en creación de redes asistenciales en la que aspiran a construir una “sociedad virtuosa”. Pocos elementos tienen tanto impacto en la mejora del bienestar público como implantar la infraestructura requerida para proporcionar agua potable. Por cada euro invertido agua corriente saneamiento se ahorra un promedio de 5 euros del gasto que ahora se detrae de inversiones en desarrollo económico y social. 

Los riesgos asociados a que organizaciones con fundamentación sectaria obtengan el monopolio de un recurso como el que el que proveen los Acuíferos de Nubia son patentes: en ausencia de organismos supranacionales dotados de instrumentos que garanticen un acceso regulado y equitativo al agua potable, derechos humanos como el derecho a la vida, a la salud y a la alimentación, dejan de ser substantivos para pasar a ser subsidiarios y quedar en manos de la discrecionalidad de quienes controlan el agua. 

La provisión de agua corriente como palanca con la que elevar la calidad de vida de cientos de miles de millones de personas en el norte de África, para dar cumplida respuesta a sus legítimas aspiraciones humanas, es una tarea hercúlea que obliga a llevar a cabo el desarrollo de infraestructuras hídricas seguras y sustentables a largo plazo. Sin un consenso basado en el entendimiento y cooperación regional, este esfuerzo quedará reducido a la existencia de una especie de cártel del agua que permitirá a sus miembros dictar las políticas de la zona gracias al acaparamiento del agua. Es más que dudoso que esto sea evitable, dada la inexistencia de un marco legislativo al amparo del cual pueda fructificar la colaboración internacional y el intercambio de conocimiento, y el estado de shock en el que se encuentras los  países más desarrollados, que se están viendo obligados a resucitar sus economías, lo cual induce a los gobiernos de estos países a poner las luces cortas, haciendo buena la máxima de que la caridad empieza en casa y dejando las buenas causas de puertas afuera para otro día. 

El riesgo intrínseco de este retraimiento consiste en pasar por alto el impacto que los múltiples choques simultáneos surgidos de la pandemia ocasionarán en los países que tienen una línea de base mucho más frágil, y en pocos sitios esto es más cierto en que en África: la consecuencia de este cambio de prioridades en Occidente es que la desconexión de los países más desaventajados empuja a estos a utilizar más de lo que tienen para abordar los efectos de la COVID-19, desviando recursos antes dedicados a problemas sanitarios endémicos, como el ébola, el dengue, el VIH, la malaria y la tuberculosis; todos ellos acentuados por la precariedad higiénica derivada de la carencia de sistemas de suministro de agua corriente. De ahí que el control agua se convierta en un factor determinante para afianzarse en el poder.

Así, mientras que la caída del PIB en los países desarrollados acarrea un incremento de la pobreza relativa, en los países africanos es la pobreza absoluta la que aumenta, y con efectos letales para su población. Pero esto no es algo que suceda en el vacío; los vasos comunicantes entre el norte y el sur del Mediterráneo son más fluidos de lo que los países europeos parecen dispuestos a admitir, algo que pone sobre la mesa incómodas cuestiones de responsabilidad moral: la esperada contracción de la producción económica en las economías avanzadas tendrá como consecuencia que los países más pobres sufran una pérdida de ingresos por exportaciones, así como por la caída de las remesas que los trabajadores migrantes envían a sus países de origen, que el Banco Mundial cifra en un 20%. 

Cuanto más se cierren en sí mismos los países de Europa, más severa será la espiral de declive económico y social en los países pobres, acelerando la fuga de capitales y la devaluación de sus monedas, con el consiguiente encarecimiento de la amortización de su deuda externa y la inevitable reducción de los recursos disponibles para progresar en la dirección de la Agenda 2020. Y más fuertes se harán los señores de la guerra, a medida que acaparen el control de los recursos más vitales.

Como decíamos al inicio, cuando despertemos del mal sueño, los problemas de antes seguirán aquí y pondrán frente a nosotros dilemas éticos a los que difícilmente se puede dar salida sin encontrar un término medio entre las discusiones interminables y los consensos complacientes. Una vez que lo inimaginable ya ha tenido lugar como pandemia, quizás haya llegado el momento de pensar lo impensable acelerando el establecimiento de estructuras de gobernanza global con capacidad para no solo paliar los daños reales que el cese de la actividad económica infringe en los más desfavorecidos, sino para volver a poner la luces largas y actuar para evitar que los totalitarismo instrumentalicen a su favor la explotación de recursos naturales como los disponibles en Libia.