Atrapados en las cadenas del pasado

El 3 de enero de 1919, en el marco de la Conferencia de París, Haim Weizmann, en nombre de la Organización Sionista Mundial, y el emir Faisal Ibn al-Hussein al-Hashemi, representando al Reino Árabe del Hiyaz, firmaban un Acuerdo de reconocimiento mutuo en base a vínculos compartidos y afinidad racial, asumiendo que la manera de concretar las aspiraciones nacionales de ambos pueblos (árabes y judíos) debía ser la cooperación, la buena voluntad y la confianza mutua. “Sentimos que los árabes y los judíos son primos de raza, han sufrido una opresión semejante de manos de potencias más poderosas que ellos, y por una feliz coincidencia, han podido dar juntos el primer paso hacia el logro de sus ideales nacionales”, escribirá el hijo mayor del Jerife de La Meca y futuro rey de Irak y Siria al representante americano de la delegación sionista en la aludida Conferencia de París, Félix Frankfurten. En la misma misiva, Faisal Ibn al-Hussein reconoce el vínculo histórico y religioso de los judíos con su tierra ancestral, al tiempo que manifiesta su preocupación por las derivadas ideológicas de unos movimientos fundamentalistas que empezaban ya a aflorar y que, ayer como hoy, alimentan la agitación táctica de una violencia que tomará el carácter de cíclicas rebeliones populares: “Los árabes, especialmente quienes nos hemos educado entre nosotros, miramos el movimiento sionista con la más profunda simpatía. Daremos a los judíos una sentida bienvenida a casa… Gente menos informada y menos responsable que nuestros líderes y los vuestros, ignorando la necesidad de cooperación entre árabes y sionistas, han intentado explotar las dificultades locales que necesariamente surgirán en Palestina en la fase temprana de nuestros movimientos”.

El Imperio Otomano se había desintegrado, Francia y Gran Bretaña se repartían sus restos en Oriente Medio y las múltiples identidades que aspiraban a ser naciones buscaban su legitimidad en el seno de los Tratados Internacionales impulsados desde la recién creada Sociedad de Naciones. Palestina, la antigua tierra de Israel, era el nombre que los británicos habían puesto a su Mandato en Oriente Medio (que incluía también la Transjordania y Mesopotamia) y que, en base a la Declaración Balfour (2 de noviembre de 1917), que iniciaría el proceso jurídico, alumbraría al futuro Estado de Israel en una parte de ese Mandato adjudicado como Hogar Nacional judío. Una declaración que emite el Gobierno británico con el consentimiento y aprobación de sus aliados y el apoyo del resto de la comunidad internacional del momento, en una época en la que el nacionalismo árabe aspira a la unidad en base a una lengua, cultura y legado común, y Palestina es una entidad geográfica sin autonomía política ni identidad nacional propia todavía. 

De hecho, los palestinos son los árabes y los judíos del territorio, sometidos a la legislación británica mientras la potencia anglosajona arbitra la forma en la que se pueda concretar la creación del Estado de Palestina-Eretz Israel  (judío), cuyo documento constitucional básico y de acuerdo al Derecho Internacional es la Resolución de San Remo de 25 de abril de 1920, que otorga derechos legales – políticos, civiles y colectivos – a los judíos en Palestina y a los árabes en los territorios de Mesopotamia (hoy Irak), Siria y Líbano. 

La política de rechazo a la inmigración judía y al libre asentamiento, influenciada por las profundas diferencias culturales entre los dos pueblos, impuso una lógica estática que interpretaba que cualquier pequeña autonomía judía representaba una violación de los derechos sociales de los árabes. A medida que los árabes de los países vecinos obtenían su independencia, los árabes palestinos se sintieron abandonados. La política distorsionada venció a la lógica de la convivencia y el desarrollo, y la presión árabe se materializó en una secuencia que hoy, de igual modo, sigue alternativamente el ciclo de la violencia y la diplomacia.

La historia no siempre es como nos gustaría, y raramente como nos la cuentan. Hay que entenderla en su contexto, sobre todo cuando el peso del pasado reescribe el presente y condiciona el futuro. En el análisis de los conflictos suele haber un componente emocional que trasciende la objetividad de la realidad y los datos, y en el conflicto palestino-israelí la sensibilidad ideológica trasciende la razón. Pocos asuntos en el escenario internacional y en la historia de los conflictos internacionales acaparan tanta atención política y mediática y tienen tanta trascendencia en el subconsciente emocional como este conflicto tan incomprendido a pesar de las fuentes y la numerosa historiografía, y en el que las narrativas enfrentadas no son sino un reflejo de las distintas fracturas que atraviesan Israel y toda la región desde el Mediterráneo. 

No todos los conflictos son una fuente de crecimiento, como asegura la Teoría de la Transformación de los conflictos. La maleabilidad de las identidades, en un entorno regional en donde las narrativas responden a conceptos incrustados en la cultura profunda, acaban por imponer sus objetivos por medio de la violencia. Al fin y al cabo, los mitos y las interpretaciones históricas responden a una necesidad ideológica y política que los círculos académicos y los medios de comunicación se encargan de legitimar. Se asume la centralidad de una región y la excepcionalidad de una narrativa monolítica en la que hay dos actores antagónicos que focalizan sus experiencias personales y colectivas en acontecimientos que les tienen atrapados en las cadenas del pasado.

Las narrativas de la Shoah y la Nakba encarnan el dilema de Seguridad de una nación temerosa, en un lado, y la necesidad de reescribir la historia y la realidad de lo que fue el pasado para adaptarlo a la construcción nacional actual en el otro. A partir de los sucesos de 1948, negando la legitimidad al Estado de Israel, se interpreta el nacionalismo judío (sionismo) como una expresión del colonialismo europeo – inmigrantes extranjeros que llegaron para usurpar los Lugares Santos -, imposibilitando la construcción de una historia común y centralizando el discurso palestino en un victimismo que tiene como eje la demanda del “derecho de retorno”, principal obstáculo para una solución de paz auténtica entre ambas comunidades. La percepción de que es imposible llegar a la paz nos demuestra hasta qué punto el sesgo deliberado nos impide reconocer si nos encontramos ante un conflicto territorial, meramente material, o un constructo de narrativas contrapuestas y entretejidas que se retroalimentan gracias a la intromisión de terceros actores locales, regionales e internacionales.

Mirar al pasado para intentar encontrar puentes ya es imposible. Ante la ausencia de una cultura de paz, la Comunidad Internacional debe dejar de ser indulgente con una sociedad, la palestina, que celebra la muerte y dilapida ingentes recursos en la corrupción de sus líderes. La opción regional, muy limitada, pasa por Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí. Sólo cuando las Instituciones Internacionales, con la ONU a la cabeza, entiendan realmente las raíces de la violencia palestina, dejen atrás sus sesgos sobre Israel, distingan terrorismo de víctimas civiles y desmonten organizaciones que sabotean constantemente cualquier avance, como la UNRWA, se abrirá la posibilidad de un proceso de reconocimiento y paz. Porque las narrativas envenenadas afectan a una población que merece aferrarse a los vientos de cambio que soplan en Oriente Medio.

Articulo publicado anteriormente en The Diplomat. 

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