Biden y Putin

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A Putin no le gusta Biden e interfirió en las últimas elecciones para favorecer a Donald Trump, y a Biden tampoco le gusta Putin porque piensa que es un hombre “sin alma”, como le dijo a la cara en 2011. El pasado mes de junio se encontraron en Ginebra sin razones para cambiar la opinión que cada uno tiene del otro y por eso y por las diferencias que les separan no cabía esperar mucho de la reunión. Esas bajas expectativas se cumplieron con creces.

A Putin le convenía reunirse con Biden porque las sanciones (americanas y europeas) después de anexionarse Crimea hacen mucho daño a su maltrecha economía. Sabe que nadie las va a levantar (al menos por ahora) pero consideraría un triunfo si consiguiera suavizarlas en alguna medida. Sin olvidar que para un líder nacionalista como Putin el mero hecho de encontrarse bilateralmente, de tú a tu,    al mismo nivel, con el presidente del país más poderoso del mundo era ya todo un éxito. Putin considera una tragedia la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que rebajó el estatuto internacional de Rusia a potencia segundo orden, y le sentó como una banderilla de fuego el comentario de Obama calificando a Rusia como una mera “potencia regional”. No se lo ha perdonado y por eso valora mucho estas cumbres bilaterales que permiten que el mundo le visualice como él mismo se ve, a la misma altura que Biden.

Por su parte a Biden lo que le preocupa de verdad es el ascenso de China, un país cuya economía pasará pronto a la norteamericana, que está invirtiendo mucho dinero en armamento (su presupuesto de Defensa de 250.000 millones de dólares aún está lejos del norteamericano con 760.000 millones, mientras el ruso se queda en unos modestos 60.000 millones), que defiende un modelo alternativo de gobernanza global de corte autoritario con mucha aceptación entre países del tercer mundo, que utiliza discutibles prácticas comerciales y monetarias, que amenaza con un indisimulado expansionismo hacia el mar del Sur de China y la propia República de Taiwan, sobre la que Xi acaba de hacer declaraciones que no dejan lugar a dudas respecto de sus
 
intenciones finales, y que acaba de engullir a Hong-Kong sin respetar los acuerdos hechos cuando de allí se retiró el Reino Unido. En este contexto, un acercamiento a Rusia no solo le dejaría a Biden las manos más libres con China sino que tranquilizaría también a los europeos y les podría animar a adoptar una actitud más firme con Beijing y sus violaciones de prácticas comerciales y de derechos humanos.

Siendo todo esto cierto, no hay que olvidar que Biden es un hombre de la vieja escuela que creció y se formó políticamente en tiempos de comunismo, de la guerra fría y de “la destrucción mutua asegurada” y que guarda una animosidad indisimulada por Rusia. A diferencia de Obama no habla de poner el contador a cero (reset) con Moscú pero tampoco quiere arriesgarse a una escalada. Son varios los contenciosos que tienen ambos países: la anexión de Crimea y la desestabilización de Ucrania, las injerencias en las elecciones norteamericanas, las paralelas acusaciones rusas de que los americanos intervienen en sus asuntos domésticos, los derechos humanos (Navalny), las recíprocas expulsiones de diplomáticos y el cierre de consulados, el apoyo que el Kremlin presta al dictador bielorruso que desvía aviones para detener a opositores políticos o empuja a los refugiados hacia países vecinos, las injerencias telemáticas y el ciberterrorismo, y un largo etcétera sin olvidar los continuos esfuerzos que Moscú hace en el mundo no solo para desacreditar a los norteamericanos y sus políticas sino también para meter cuñas en la relación entre Bruselas y Washington.

A pesar de estas evidentes diferencias, hay algo en lo que ambos concuerdan porque conviene tanto a Estados Unidos como a Rusia y es la conveniencia de dotar de una cierta estabilidad y predictibilidad a su relación bilateral para evitar sobresaltos. En la medida de lo posible. Porque ambos saben que no es inteligente jugar con fuego y también saben que hay asuntos en los que deben entenderse en beneficio tanto mutuo como general, por ejemplo en desarme. Una vez acordada una prórroga de cinco años del Tratado START sobre reducción de misiles estratégicos cabe tratar de ulteriores reducciones de los respectivos arsenales, y de cómo incorporar a China al esfuerzo de desarme, que no será fácil, o de otros tratados de desarme recientemente denunciados por unos u otros como el INF sobre misiles de medio alcance en Europa o el de Cielos Abiertos. El desarme es el campo más obvio de posible colaboración en beneficio mutuo. Como también lo son el clima o la lucha contra la pandemia, donde la urgencia es grande (en Rusia las cifras de fallecidos están aumentando mucho estas semanas) y el espacio para cooperar es muy amplio. También podrían trabajar juntos en asuntos de proliferación nuclear como los que plantean Irán y Corea del Norte y es lástima que los rusos acaben de decidir cerrar su embajada ante la OTAN, citando agravios, porque ofrecía un excelente marco para tratar de todas estas cuestiones en un contexto más diluído.

Porque la realidad es que aunque Rusia ya no juegue en Champions sigue siendo un buen equipo al que hay que respetar y si hay algo que a Washington le quite más el sueño que China, es la posibilidad de que Moscú y Beijing se aproximen y le hagan “un Nixon” en recuerdo a lo que Nixon y Kissinger juntamente con Mao y Chu En-lai le hicieron a Brezhnev en 1972, que le dejó muy “descolocado”. Y últimamente China y Rusia se están acercando, poco a poco pero de forma innegable. A favor de los americanos juega el carácter nacionalista de Putin, que difícilmente podrá aceptar ser el socio menor de esa eventual -pero en absoluto descartable- alianza.

Jorge Dezcallar Embajador de España.

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