Decapitar la libertad de expresión

Charlie Hebdo

Francia ha sido sacudida de nuevo por un atentado terrorista particularmente sangriento y odioso, la decapitación de Samuel Paty, un profesor de Historia y Geografía en la localidad de Conflans-Sainte-Honorine, en el cercano departamento a París de Yvelines. El pretexto para que un joven musulmán de origen checheno le cortara la cabeza al maestro era que este había mostrado a sus alumnos en clase caricaturas del profeta Mahoma. Samuel Paty se valió de ese ejemplo para disertar, enseñar y formar a sus jóvenes discípulos sobre el inmenso valor de la libertad de expresión, como pilar fundamental sobre el que asentar una sociedad libre de aprender, de pensar, de reflexionar por sí misma y en definitiva de integrar a todos sus individuos con el máximo respeto a las creencias de cada uno, pero con la libertad de criticar la intolerancia y el fanatismo. 

Lo pagó con su vida, rodó su cabeza, que esta vez fue exhibida en las redes sociales por los medios afines al yihadismo, que justificaban como siempre sus atrocidades. Al mismo tiempo, los escalofríos del horror volvían a sacudir a una Francia que aún no se ha repuesto de la matanza de los periodistas y dibujantes de Charlie Hebdo (enero de 2015), ni de las masacres de la discoteca Bataclan y las terrazas aledañas en París (13 de noviembre de 2015), ni del reguero de muerte sembrado en Niza mientras cientos de familias celebraban la fiesta nacional (14 de julio de 2016).

La primera raíz común a todos estos atentados es el intento de cercenar la libertad: la de expresión en el caso de Charlie Hebdo y en la decapitación del docente; la de vivir juntos en una sociedad mixta y multicultural en el de París; y la de reunión en la trágica matanza de la capital de la Costa Azul. Ese concepto de libertad, bandera y enseña de las sociedades avanzadas y democráticas tras siglos de lucha por conseguirla, irrita y repugna a quienes no aceptan la razón del otro, no toleran la posible superioridad de sus argumentos intelectuales, han desterrado la persuasión en sus intercambios sociales y todo lo fían a la fuerza para imponer al resto sus pulsiones totalitarias. 

Da la casualidad, una vez más, de que el fanático asesino de turno invocó el sagrado nombre de Alá como soporte de su actuación. Por supuesto, este terrorista no representa a la religión musulmana, de la misma manera que los terroristas de ETA tampoco representaban a la sociedad vasca. Pero, en el caso de Francia, los atentados yihadistas se suceden con demasiada frecuencia y debieran fortalecer las convicciones de su sociedad, y, por ende, de las europeas, en el inmenso valor de las libertades que le pretenden arrebatar, y, por tanto, defenderlas por encima de todo. 

Convenzámonos de que no siempre fue así

Para quienes han venido a un mundo en cuyo Estado de derecho pueden desarrollar plenamente todas sus capacidades, existe la tentación de creer que siempre fue así. Quedan cada vez más lejos en la perspectiva histórica las guerras y desgarramientos que hubieron de arrostrar nuestros antepasados durante siglos para conseguirlo. Ahora mismo, el debate en Francia a propósito del proyecto de ley del presidente Emmanuel Macron para cortar el avance del separatismo islámico es un factor más de división y polarización. Macron llama de nuevo a la unidad del país, y a enfrentar tanto la pandemia del coronavirus como ese terrorismo islamista enquistado en el país a través de ciudadanos fanatizados. 

Lo que ocurra en Francia requerirá la atención, ayuda y cooperación del resto de la Unión Europea, porque en el fondo los atentados a la libertad constituyen el camino más corto para minar y destruir la moral de una sociedad transversal, capaz de mostrar el camino para construir una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales, aunque quede aún mucho por hacer para conseguir esos objetivos plenamente. Además de Francia, eso es Europa, en cuya construcción o desintegración estamos, pues, todos implicados.

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