Opinión

El “no va más” de Erdogan

photo_camera Lira turca

Las ambiciones otomanas de Recep Tayyip Erdogan se compadecen mal con la debilidad de la economía turca. Desde su llegada a la presidencia del país, Erdogan se ha visto obligado a recurrir a la retórica del complot político internacional para justificar las vertiginosas fluctuaciones de la moneda nacional turca, la Lira, y ha desatado dinámicas de confrontación entre las autoridades bancarias del país y la presidencia del mismo, dando lugar a sonados episodios, como el que se produjo en años recientes, cuando a pesar de las presiones en contra de Erdogan, el banco central turco subió los tipos de interés tras haberse disparado la inflación.

Si en los últimos tiempos sus peculiares malabarismos entre, por un lado, Rusia e Irán, y Estados Unidos, por el otro, ya habían tenido consecuencias adversas en la economía turca, el aventurismo en Libia y la eclosión de la pandemia han subido aún más la temperatura de la olla a presión en la que se cuecen las vulnerables finanzas turcas. Algunos de los problemas turcos, como el aumento del desempleo, son los mismos que padecen el resto de países industrializados afectados por la COVID-19. Otros, como la inflación, son de cosecha propia, y ponen en cuestión la vialidad de los ingentes proyectos de infraestructura cuya ejecución depende de la capacidad turca para atraer inversión extranjera. Turquía necesita refinanciar el equivalente del 24% del producto Interior Bruto en los próximos 12 meses.

Por otra parte, su rechazo a acudir al Fondo Monetario Internacional, sumado al colapso de la industria turística, hacen que disponer de liquidez se haya convertido en un asunto crítico en las últimas semanas, posicionando a Erdogan en una situación que hará que le resulte muy difícil eludir urgentes reformas estructurales de gran calado; transigir en la liberalización de la política fiscal; y reducir a regañadientes su actividad bélica en Siria y Libia.  

Bajo este contexto, no es de extrañar que la lira se haya visto sometida a tensiones en el mercado cambiario, provocando un acentuado hundimiento que ha situado a la moneda turca bajo mínimos históricos, lo que ha obligado al banco central a usar una cuarta parte de sus reservas de divisas para reflotar la Lira, incrementando sus pasivos en dólares. Esta caída de la moneda turca incrementa el coste de repago de la deuda de empresas y Gobierno, por cuanto que esta está contraída en dólares. Las reservas turcas solo cubren en torno al 50% de los 168 mil millones de dólares que alcanza la deuda externa a corto plazo, lo que hace que el sistema financiero turco sea extremadamente vulnerable a la especulación en el mercado de divisas. 

Para complicar aún más el panorama, los tipos de interés están ahora por debajo de 9%, al tiempo que la inflación se sitúa en torno al 11%, lo que, en términos prácticos, implica que la lira rinde intereses negativos. 

Frente a este vértigo, las autoridades bancarias turcas -a las que unas horas antes se había dotado de una legislación ad-hoc contra la manipulación de divisas- se vieron obligadas a seguir los pasos que dio Tailandia en 1997, vetando las operaciones monetarias de todos los bancos con sede en otros países. Así, el organismo de control bancario de Ankara prohibió que Citigroup, UBS y BNP Paribas llevasen a cabo operaciones “en corto” (llevar a cabo la venta de activos prestados, para obtener réditos al desplomarse su precio) de dólares contra liras. 

Si bien en el plazo inmediato esta acción logró reflotar transitoriamente el valor de la Lira, el precedente de lo que ocurrió con la moneda tailandesa en el 97 nos ofrece un escenario extrapolable de los problemas a los que se enfrenta Turquía; de cuya resolución depende en buena medida la continuidad del gran proyecto otomano de Erdogan: en el caso tailandés, el banco central necesitaba usar sus reservas en dólares para apuntalar el tipo de cambio de su moneda, al objeto de compensar la salida de dólares del país, en parte por fuga de capitales, pero, sobre todo, por la compra masiva y orquestada llevada a cabo por especuladores financieros. Esto colocó a las autoridades bancarias de Tailandia en una espiral incontenible, que terminó al usar el 90% de la reserva de divisas únicamente para sostener el valor de la moneda tailandesa, lo que llevó a la emergencia de una doble cotización cambiaría y precipitó  la quiebra de Tailandia; lo que, de rebote, ocasionó una crisis económica que se extendió a otros países del sudeste asiático, incluidos Malasia, Indonesia y Filipinas, Corea del Sur, Hong Kong y China, pero que también tuvo un alcance global. 

Ankara se enfrenta a los mismos problemas que afrontó Bangkok en 1997 y, dada la reluctancia de la Reserva Federal norteamericana de lanzar un cabo al banco central turco, aceptando un intercambio masivo de dólares por liras, parece que la llegada a un punto sin retorno en la solvencia financiera de Turquía -que situaría al país al borde de la bancarrota y podría afectar a toda la región- es una mera cuestión de tiempo.